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El lenguaje inclusivo no es simple moda, y su debate tan profundo como necesario. Es buena noticia, por ejemplo, el empeño de los organismos públicos en combatir los usos discriminatorios, aunque a veces da la impresión de que con tanta normativa se aparca la verdadera lucha, la de la igualdad real de derechos, y muchas otras veces las exageraciones son tan risibles como inoperantes. Aquellos "miembros y miembras" de la ministra Aído son un ejemplo del sinsentido al que me refiero, pero vista la anécdota con cierta perspectiva casi supone un inocente resbalón al lado de prácticas más grotescas y agresivas.
Existe una deuda histórica con la visibilización de las mujeres, y el lenguaje es fundamental en esa batalla que se libra en el territorio de lo simbólico. Los dobletes de género, tan farragosos, pueden entenderse entonces como un experimento lleno de buenas intenciones, pero bastante inútil, porque atentan contra la más elemental economía del lenguaje. Últimamente asisto a otro ensayo igualmente absurdo que consiste en utilizar el femenino como genérico en ambientes progresistas: así, las trabajadoras, las socias o las autoras designan realidades donde también se incluyen los hombres, como un reclamo provocador del empoderamiento de la mujer. Les confieso que este discurso supuestamente no sexista, además de confundirme, me chirría bastante. No entiendo que la lucha por la igualdad tenga que prescindir del sentido común, ni que en el feminismo el fin justifique los medios. Parece que nos dicen: "Ya sabemos que esto es artificial, pero tápense la nariz mientras dure la desigualdad, que ya volveremos a los usos morfológicos aceptados cuando las mujeres no estén discriminadas". La lengua como daño colateral, era lo que faltaba.
Recuerda Rosa Montero que, aunque la palabra hombre sea considerada genérica, sigue siendo una convención surgida de una sociedad en la que el hombre era la medida de todas las cosas. El lenguaje es sexista porque la sociedad también lo es, pero ya se puede decir con naturalidad los hombres y las mujeres, o simplemente, el ser humano. Y eso es señal de cómo está cambiando todo. Seguramente nuestras hijas (e hijos, faltaría más) no tengan necesidad de sacudirse exageraciones estrafalarias, y hablar de todos sea un orgullo porque pelearán más por los significados que por los significantes. Y, seguramente también, la sensatez en el lenguaje no será para ellos un valor añadido.
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