Tacho Rufino

Odio y castigo

Gafas de cerca

En la ecuación seguridad-libertad debemos definir los coeficientes sobre los que hay que decidir

02 de mayo 2017 - 02:11

El delito de odio es una fórmula penal contemporánea, que busca proteger a la gente corriente o de a pie o sencillamente inocente. A gente agredida por las buenas. Cuando decimos "por las buenas", queremos decir por su pertenencia a un grupo social, por su sexo u opción sexual, por su religión o su raza o su etnia, nivel socioeconómico, nacionalidad o ideología. Es doloroso recordarlo, pero también se incluye en este delito el agredir con mayor o menor brutalidad a un anciano, a un discapacitado o a alguien que es por algo débil, como un indigente o un aficionado desavisado de otro equipo. Por esa barbarie, tan humana, que mueve a algunas personas a disfrutar macizando a otros a golpes entre crueles insultos, por perverso placer. El resto de los animales no agrede sin necesidad de alimento o supervivencia.

Habrán conocido por las noticias que un agresor habitual vinculado al fútbol, emponzoñando con su estulticia maligna a un club al que jamás podrá en verdad pertenecer, agredió en Bilbao antes de un partido a un hombre que estaba tranquilamente en un velador de una plaza. Brutal, ¿lo vieron? Este sujeto resulta tener un currículum de ignominia y víctimas -la víctima podría ser usted, su hija, su madre mayor- que debe interpelarnos, movernos a preguntarnos si nuestro sistema de garantías jurídicas no debería tener un límite que castigue y excluya socialmente -prisión- a quien repite actos de violencia, a la postre impunes. De forma más contundente.

En una visita a Inglaterra hace poco, noté cómo en los autobuses se advertía de que los hate crimes (delitos de odio) serían registrados con grabaciones y comunicados a la Justicia. Así las cámaras instaladas disuadirían al cabronazo de turno de machacar a golpes a quien quisiera, por la cara y sin castigo. No de otra forma que mediante la coerción y la consecuencia de los actos malos el animal humano temerá y se reprimirá… o penará. Crimen, pues castigo. Es sencillo, es normal, responde a un derecho natural, dicho sea sin afán técnico. Al final, limitando el derecho a la intimidad y, sí, dando vídeos al represor malévolo que pudiera hacer mal uso de su poder, las cámaras delatoras nos protegerán de quienes pueden tener treinta detenciones y siguen en la calle. Es obvio y hasta naif recordarlo: un día tocará a ti. Y el energúmeno seguirá haciendo de las suyas, si no. A unas malas, se agradecen las grabaciones más que se lamentan. La ecuación que relaciona seguridad y libertad tiene coeficientes sobre los que hay que decidir.

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