Cuando la ira se apoderó de las calles de El Ejido
25 años de los sucesos xenófobos
Tres asesinatos y una concentración frente al Ayuntamiento ejidense encendieron unos ánimos que sembraron el caos durante días
Torres Hurtado, entonces delegado del Gobierno, recuerda que "llegué a temer lo peor, fue como una especie de guerra civil"
"Ya les he perdonado, pero no se ha hecho justicia conmigo"
“Tú eres el que das los papeles a los moros”. Fue la frase que desató la locura. Se produjo después de un funeral. Apenas minutos antes, el féretro con los restos mortales de la joven Encarnación López abandonaron la iglesia de Santa María del Águila. En segundos, el rostro ensangrentado de Fernando Hermoso, a la sazón subdelegado del Gobierno, se abría paso en medio de una multitud que quería agredirlo. Ni sus 66 años de edad, ni su estado conmovido por la muerte de su padre ese mismo día, ni la única protección que le brindó Cándido, el chófer y asistente de José Torres Hurtado, delegado del Gobierno, pudieron salvarle del linchamiento. Una puerta milagrosa que se abrió en su huida y un coche que le esperaba al otro lado de la calle le salvaron. El vehículo terminó destrozado a pedradas. El herido con fuertes golpes en todo el cuerpo, uno de ellos propinado con una barra de hierro a la altura del pecho. El moratón se veía días después cuando reapareció y sentenció: “doy por bien empleados los golpes si sirven para conseguir la convivencia en El Ejido”. La localidad se convirtió desde ese momento en cabecera de los informativos de todo el mundo. En sus calles, se vivió el primer episodio de un incidente racista conocido en nuestro país. Todo el mundo lo temía, pero nadie lo vio venir.
Su origen hay que buscarlo tiempo antes. El milagro económico que hizo a la localidad almeriense la de mayor número de cajeros por habitante de España, se subió a lomos del crecimiento de unos invernaderos que la sacaron del subdesarrollo. Se creció por encima de cualquier lógica. Hacía falta agua, plásticos, fertilizantes y, sobre todo mano de obra. El alcalde de la localidad, Juan Enciso acuñaba una de sus frases célebres refiriéndose a los inmigrantes que acudían al municipio: “a las seis de la mañana hacen falta todos; a las seis de la tarde, sobran todos”.
Llegaron tantos que no hubo trabajo para todos. Vivienda tampoco. Se agrupaban en lugares inhumanos como el infame Cortijo Rojo. La pobreza hizo el resto. Había que buscarse la vida y no siempre dentro de los márgenes de la ley. Con ellos llegó el rechazo. Sin redes sociales, el boca a boca hizo el resto. La imagen de los inmigrantes, sobre todo marroquíes (con las jóvenes del Este que acudían a los prostíbulos de la zona no parecía haber problemas) comenzaba a identificarse con la delincuencia o las violaciones.
El 22 de enero del 2000, uno de ellos asesinó a dos agricultores; a uno lo mató a pedradas y al segundo lo degolló cuando acudió a ayudar a su compañero. Dos semanas después, otro mataba a una joven de 26 años que visitaba el mercadillo de los sábados en Santa María del Águila. Son los antecedentes oficiales. Pocos recuerdan lo que ocurrió entre ambos incidentes. Una concentración en la plaza del Ayuntamiento de El Ejido sirvió para cualquier cosa salvo para calmar los ánimos. “Vienen a por nosotros”, se le escuchó al alcalde, Juan Enciso. Los representantes de asociaciones como Almería Acoge, la Asociación de Trabajadores Inmigrantes Marroquíes en España (Atime) o la Federación de Mujeres Progresistas de El Ejido, escucharon de todo.
Los hechos en la Aldeílla, lo encendieron todo. El párroco, en el funeral de la joven pidió “comportémonos con humanidad” y clamó por “dejar la venganza al margen y que actúen las autoridades”. Nadie le escuchó. Fernando Hermoso, último heredero de los gobernadores civiles en Almería, había recibido la noticia de que su padre acababa de morir.
Junto a él en la iglesia se encontraba José Torres Hurtado, delegado del Gobierno en Andalucía. “Le pedí que no saliera hasta que no se llevaran al cuerpo, pero él quería llegar a Jaén lo antes posible”. Nadie lo vio venir. Al menos hasta ese punto. Horas antes se habían producido cortes de tráfico, pero lo que vino después lo desbordó todo, hasta el menor atisbo se sensatez. “Fue una explosión, un choque tremendo entre la población autóctona y los inmigrantes que procedían de casi un centenar de países. Yo iba para Granada cuando me informaron del asesinato de la joven. Me llamó el ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja. Me preguntó cómo estaba la situación y le dije que me desviaba hacia Almería. Pasé allí 27 días seguidos. Fue como una guerra civil, literalmente”.
José Torres Hurtado tiene la memoria fresca y, con la pausa que dan los 25 años desde que ocurrieran, recuerda como “los refuerzos policiales, que pedí insistentemente, tardaron mucho en llegar. Cuatro días esperando a que llegaran de Valencia, fueron suficientes para que todo se descontrolara. Se lo dije al propio ministro”. Se llegó incluso a temer lo peor, “cuando un helicóptero fue alcanzado por una piedra lanzada con una honda; pudo aterrizar de milagro”.
Después de dos días de verse desbordados por unos hechos que se extendieron por cientos de kilómetros de caminos rurales y de invernaderos y de un municipio con una superficie inabarcable, los refuerzos llegaron para evitar uno de los momentos más tensos. Los primeros detenidos por las agresiones al subdelegado, por los destrozos en propiedades y por lesiones a ciudadanos marroquíes, fueron trasladados a la comisaría del Cuerpo Nacional de Policía. Ángel Fernández llevaba unos meses al mando. Esa noche, cientos de personas cercaron sus instalaciones para intentar sacarles de los calabozos. Los refuerzos llegaron justo a tiempo, pero de madrugada, se temió un asalto.
Fueron horas de una ciudad que perdió su sentido del civismo. De ataques entre las dos comunidades, a la policía y a los periodistas quienes, por primera vez, se convertían en objetivo de macetas lanzadas desde pisos; se distinguía a los de fuera (los malos) y los de dentro (los buenos). Grupos armados con palos identificaban y perseguían a cuanta personas pareciera marroquí. En Las Norias, fue necesario cargar contra ellos. Uno de esos grupos, quemó una pequeña tienda, de esas en las que se vende de todo. La familia vivía en el piso de arriba. Tuvieron que salir por el balcón hasta el techo de una furgoneta de la Guardia Civil que acudió para salvarles. Cuando estaban en ello, se lanzaron varias piedras incluso a varios niños para impedir que salieran. La mezquita también fue objeto de destrozos, al igual que comercios y sedes de las asociaciones que siempre se preocuparon por encontrar un punto de encuentro en medio de una situación más que tensa.
Fue un “milagro” en palabras del entonces delegado del Gobierno “que no hubiera una desgracia mayor”. La saña con la que un grupo de mujeres llamaba a “envenenar el agua que beben” o de hombres que pedían a los agentes que “se fueran un ratico” mientras ellos se dirigían a los chamizos donde vivían en condiciones dantescas. Los incidentes se extendieron a otras localidades del Poniente como Vícar, La Mojonera o Roquetas de Mar y del Levante como Níjar donde la presencia de un importante colectivo de llegados de países de Europa del Este, hacía que la situación fuera aún más explosiva. En ninguno de ellos se pasó de incidentes aislados.
Los inmigrantes se declararon en huelga. Se negaron a acudir a los invernaderos para continuar con una campaña que vivía los días claves para garantizar su supervivencia. Quienes se agrupaban todos los días en las rotondas del municipio esperando a una furgoneta que les llevara hasta las fincas donde se requería su trabajo (sin pedir papel alguno) desaparecieron.
Las administraciones se afanaban en buscar una salida. La imagen de un pueblo, una provincia, incluso de un país se difundían en todos los países del mundo con las llamas de fondo de un almacén de residuos agrícolas que oportunamente se quemó esos días. Hasta el fuego causaba ruido. La mesa por la integración, reuniones de sindicatos y empresarios, Junta y Gobierno buscando una salida. Martín Fluxá o Juan Cotino, responsables de aquel gobierno de Aznar, se reunían con los representantes de Manuel Chaves al frente de la administración autonómica. Mientras tanto, Juan Enciso se atrincheraba en el Ayuntamiento. Ni tan siquiera se desplazó a Almería, distante una treintena de kilómetros para asistir a reunión alguna. Su desplante llegó a fletar un autobús urgente para que incluso un ministro -Manuel Pimentel- se desplazara a verlo. Esa discrepancias y la falta de sintonía con su partido que prefirió al regidor, precipitaron su salida del Gobierno apenas dos semanas después. El granero de votos que Enciso traía al zurrón popular era demasiado goloso como para perderlo. Unos años después, perdieron a ambos, cuando fue expulsado de sus filas y creó un partido que le permitió incluso que con dos diputados (el otro era José Añez) gobernar la Diputación de Almería con la condescendencia de un PSOE que prefería esas situación a que los populares se hicieran con la institución.
Lo que salvó a El Ejido fueron las elecciones generales. El 12 de marzo de ese año estaba muy próximo a los incidentes como para permitir que arruinaran sus resultados. No sorprende que todos intentaran sacar rédito de los mismos. Los más hábiles, unos populares que no han perdido una desde entonces en una provincia que se ha convertido en un granero imbatible.
La huelga se terminó y la situación siguió apenas sin cambios, aunque con la lección aprendida. De hecho, nunca se han producido unos hechos semejantes en todo el país. El Ejido ha cambiado. Mucho. Entonces las estadísticas, lastradas por la falta de medios actuales, cifraban los ciudadanos extranjeros residentes en la localidad en unos diez mil. Hoy, entre sus 90.000 habitantes, hay 27.000. Los problemas parecen calcados. La falta de vivienda es endémica. Faltaba entonces y lo sigue haciendo ahora. Como en Huelva, por ejemplo, o en cualquier otro lugar donde se precise una gran cantidad de mano de obra en un corto espacio de tiempo. La necesidad de agilizar la regularización de importantes contingentes de población es otro. No se pueden negar derechos y, al mismo tiempo, proclamar la “necesidad para la economía” o para “el futuro de las pensiones” de su trrabajo.
No hay que irse demasiado lejos. Coincidiendo con los incidentes, el premio Nobel de Literatura, José Saramago, afirmó: “cuando las cosas se torcieron en El Ejido, se despertó el monstruo del racismo que todos llevamos dentro”. Viendo la situación que hoy se vive en Estados Unidos, la lección de El Ejido pone en solfa aquello de que quienes olvidan su historia están condenados a repetirla. El escritor portugués añadía: “es un problema cultural en que que no se reconoce la identidad, la conciencia y la dignidad del otro”. Se refería a los sucesos del El Ejido de hace un cuarto de siglo, aunque también a Donald Trump de hace un cuarto de hora. La tarea de integrar, de comprender, de no cosificar a un colectivo hasta hacerles responsables de todos los problemas, desde la inseguridad, a la falta de trabajo, sigue pendiente. Y no se resolverá hasta que no queramos que se resuelva. Tal vez esa es la principal lección que no aprendimos de unos hechos que nos hicieron torcer la cabeza.
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