Mar de lágrimas
CADA Romería es diferente y esta de 2016 ha sido una prueba extrema para los romeros que han hecho el camino, teniendo que improvisar soluciones para afrontar un peregrinaje más difícil, más incómodo, más incierto e inédito. Y también para las juntas de gobierno de las hermandades, como entes humanos que los aglutinan y organizan, que se han visto desconcertadas por las circunstancias sobrevenidas, con comitivas aún más recortadas, sobre las reducciones ya sufridas durante los prolongados años de crisis, y con enormes dificultades y responsabilidades añadidas para superar este nuevo desafío.
No en vano, ha sido mucho lo que los cielos han derramado este Rocío, sofocando en gran medida la sed de nuestros campos. Ni los más viejos del lugar recuerdan un Rocío tan descompuesto por el agua, y tan complicado en sus prolegómenos como éste. Cabe felicitar a los responsables y dispositivos del Plan Romero, que han tenido que rediseñar sobre la marcha el desarrollo de un Plan con más de treinta años de rodaje, complejo por definición, en el que de seguro se han incorporado nuevos protocolos a su vademécum particular, para actuar en situaciones reales, tan adversas como las vividas.
Lo vivido nos ha vuelto a recordar que por más que muchos lo nieguen, lo ignoren o lo relativicen, El Rocío es, en medio de la alegría que lo caracteriza, sacrificio y penitencia, sobre todo, si hay sentido cristiano. Nos lo revela su historia multisecular en la que sus manifestaciones han sido muy notorias y numerosas hasta tiempos bien recientes, cuando en cualquier día del año era fácil contemplar en el interior del santuario, y con anterioridad en la pequeña ermita, testimonios penitenciales realmente conmovedores de piedad popular, manifestados de forma desgarrada, desnuda y directa. Y lo sigue siendo en el peregrinar de las hermandades, que en pleno siglo XXI siguen acogiendo y experimentando esos ejercicios tan personales e íntimos de culto a Dios y a su Madre al pie de las carretas de sus simpecados, donde corazones anónimos siguen llenando los caminos de promesas inconfesables.
El simple hecho de echarse a los senderos, por muchos medios y recursos que se dispongan, en el extracto social que fuere, siempre significa renuncia a las comodidades y certezas, y ponerse en manos del que todo lo puede, al menos para los creyentes. Y en verdad, hay algo superior, especial o particular que nos mueve y que nos llama cada primavera a vivir en hermandad Pentecostés junto a la Reina de las Marismas, en aquel lugar bendecido por el cielo, abandonando los bienestares que nos rodean y hacen la vida más fácil en nuestro hábitat cotidiano, adaptado a nuestras necesidades.
Pero nada es comparable con las adversidades vividas por las hermandades en este 2016. En el que ha sido encomiable y edificante ver el esfuerzo sobrehumano que todas han realizado, descrito en tiempo real en las redes sociales, para cumplir con su obligación y con su devoción. En nuestras retinas se han grabado para siempre imágenes y momentos verdaderamente heroicos que vuelven a subrayar la raíz y la fuerza del Rocío. Ha sido, más que nunca, un ejercicio penitencial en sentido estricto para todos los que se han echado a los caminos.
Por eso es fácil pensar que toda la tensión y el sufrimiento acumulado estos días, que en condiciones menos difíciles encuentran su desahogo natural el viernes y el sábado de Pentecostés, en el atrio del santuario, en el momento solemne de la presentación de las hermandades ante la Virgen, en el abrazo fraternal de Almonte, cuando todo el esfuerzo de meses se ve consumado, pueda multiplicarse este año. Y que aquellas arenas que trajeron las mareas del Atlántico, tantas veces empapadas por el sudor y las lágrimas de tantos romeros, vuelvan a ser por unas horas, de nuevo, el lecho de un mar de lágrimas, depositadas como ofrenda de sincera veneración, gratitud o súplica, a los pies de la Reina de las Marismas.
ROCÍO 2016
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