Memoria de la intrahistoria

Vivencias de la romería

Santiago Padilla

13 de mayo 2016 - 07:02

Cuántas veces se habrá repetido ese ritual a lo largo de la intrahistoria, de generación en generación? Sí, de esa que sólo está escrita en la memoria de los hombres. Aquel instante en el que hasta los ángeles del cielo, al contemplarlo, tocan las palmas, realizado con sencillez de tantas formas y en circunstancias tan diferentes. De ese momento en el que se alcanza una mayoría de edad ficticia en el común antropológico y social de un pueblo. El que han cantado las sevillanas y ha soñado el corazón de cualquier niño almonteño, pespunteado en su imaginario infantil. La transfiguración que lo aproxima definitivamente al misterio guardado con más celo, a su asunción y participación más plena.

Quiso el destino que coincidiera, quiero recordar, con su último empujón, pues llevaba algunos años en retirada, esperando aquel desenlace, consecuencia de nuestro diferencial generacional. El otro momento que debe provocar justo el efecto contrario, confirmando la trayectoria circular de la vida. La conmoción interior ante la experiencia de una jubilación forzada y anticipada por el empuje de los que vienen reclamando su sitio detrás. Mezcla de satisfacción por la misión cumplida y de tristeza e impotencia al afrontar una renuncia, casi siempre irreversible. El resultado de una maduración personal de años a la que se suele ser esquivo, porque su materialización es un signo evidente de nuestro declive humano, que se hace en silencio, en soledad y sin altisonancias al atardecer de la vida.

Pudo ser su último envite físico bajo tus andas, porque de los otros, de aquellos con los que alentaba tu devoción con sus letras, con su palabra, o con sus obras y compromisos personales, no dejó de ejercitarlos hasta el final de sus días. Hasta que tuvo aliento para invocar tu nombre santo, Rocío, aunque ya hemos constatado aquí cuanto significado entraña también ese ejercicio, que debe ser físico y devocional y espiritual a la vez.

Fue una mañana de mayo, por Pentecostés, de mediados los 80. El sol brillaba en lo más alto. La Virgen estaba radiante en la calle Almonte. Nada se había preparado, al menos, por mi parte. Y surgió la chispa del impulso. Esa que está escrita en la genética de tu pueblo. Me agarró de la mano y me llevó tras de sí con paso decidido hasta tus andas. Yo que adiviné su intención al instante, acopié mis pulmones de oxígeno y me preparé mentalmente en cuestión de segundos. Estábamos a poco más de setenta metros de Ella. Allí, en medio del habitual forcejeo y pugna amorosa de tus hijos, me ayudó a meterme, cuando mi estatura apenas me alcanzaba para tocar el costero de puntillas y mi leve complexión corporal la movía un soplo de aire. Un escalofrío me estremeció por dentro y al tiempo, una sensación de desahogo vital que sofocó mi atesorada impaciencia, y venció los peores temores de la ignorancia. Era apenas un adolescente que, como tantos otros, soñaba con sentirte en mis hombros.

Cuando volvimos a casa, con la frente estucada por el sudor, recuerdo las lágrimas incontenidas de mi madre, que cruzó una mirada de complicidad con el, y sin decirme nada me lo dijo todo... Era su último empujón, el que nunca hubiera querido vivir, mitigado por la alegría circunstancial inmensa y serena de haber podido entregar el testigo a un vástago de su estirpe, y de haber cumplido un rito tan almonteño y tan íntimo. El significado de un momento que cada vez empieza a pesar más en mi memoria de gratitud filial.

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