Dietario de España
Antonio Hernández Rodicio
El infierno fiscal y la gloria populista
YO era un joven diputado socialista por la provincia de Badajoz el día en que el teniente coronel Tejero asaltó el hemiciclo con un grupo armado de guardias civiles. Era 23 de febrero de 1981.
Recuerdo que la crisis económica, lejos de mejorar, se agravaba. La población española, tal y como señaló el entonces presidente Suárez, parecía cansada o desencantada de la democracia. La banda terrorista ETA era insaciable. Cada semana asistíamos impotentes al asesinato o secuestro de algunos miembros de las Fuerzas de Orden Público, de las Fuerzas Armadas o de la sociedad civil. El Gobierno de UCD estaba dividido y el partido que lo sustentaba restallaba sus endebles costuras. El presidente Suárez cada día aparecía más solo, más aislado. Y la oposición era despiadada a la hora de juzgar a ese gobierno desecho y desconcertado.
En las cenas nocturnas, los diputados intuíamos que algo grave iba a ocurrir. La extrema derecha no dejaba de insultar e increpar al teniente general Gutiérrez Mellado o al presidente o al ministro del Interior cada vez que asistían a algún funeral de algún asesinado por ETA. Daba la sensación de que el presidente Suárez estaba al borde del abandono. La moción de censura que se debatió a propuestas del grupo parlamentario socialista evidenció la soledad y la debilidad de Adolfo Suárez.
Daba la sensación de que los ciudadanos estaban esperando unas elecciones para dar paso a un gobierno presidido por Felipe González. Antes, Suárez, consciente de su situación, decidió dimitir. UCD apostó por Calvo Sotelo para ocupar su lugar.
Fue el día de la votación, un 23 de febrero de 1981, cuando en pleno proceso de votación, de repente, un ujier rompió una de las puertas de cristal del hemiciclo y entró corriendo gritando algo que no entendí. Se oyeron algunos tiros en el pasillo del Congreso. Sin tiempo a reaccionar, un jefe de la Guardia Civil entró por otra puerta, a la izquierda de la mesa presidencial, con pistola en mano y ordenando a voz en grito “todo el mundo al suelo”. Nadie acató la orden en ese instante. Inmediatamente comenzaron a entrar en el hemiciclo efectivos de la Guardia Civil con armas largas y disparando ráfagas que acompañaban la orden de “al suelo; al suelo” de quien inmediatamente reconocimos como el teniente coronel Tejero.
Entonces sí, casi todos los presentes nos tiramos al suelo, debajo de nuestros reducidos pupitres. Mientras sonaban atronadoramente los disparos, pensé por unos instantes que la suerte me acompañaba. Estaba vivo mientras que seguramente otros muchos estarían muertos. Segundos dramáticos.
Tras un largo y profundo silencio, nos fuimos incorporando con la orden de tener los brazos en alto. Se requirió la presencia de un médico porque un diputado, el señor Sagaseta, sangraba por su cara. Posteriormente se supo que fueron unas esquirlas del techo las que cayeron en su cara a consecuencia de los disparos.
Se nos permitió sentarnos, con la condición de no poder leer ni hablar ni escribir.
Así pasamos las horas con la sensación de que se nos quería humillar antes de matarnos. La actitud de los asaltantes fue siempre violenta. Cada dos o tres minutos, los asaltantes se llevaron a nuestros respectivos líderes. Entraba un oficial con vario guardias bien armados y se llevaron a Suárez, a Rodríguez Sahagún (ministro de Defensa), a Carrillo, a Felipe González y a Alfonso Guerra. Supusimos que iban a ser los primeros fusilados. No supimos nada de ellos hasta que no acabó el golpe. La idea de Tejero fue descabezar a los grupos para que nadie tuviera autoridad para hacer algo.
En el momento en que se oía el menor ruido dentro del hemiciclo entraba Tejero con varios guardias civiles que cargaban sus armas con un ruido que no oía desde mi mili como soldado de infantería.
Lo peor de todo fue la falta de información y la falta de tabaco. Quienes fumábamos hubiéramos dado lo que teníamos por un paquete de tabaco. Las colillas ya no daban más de sí y el medio paquete de Ducados se acabó antes de las diez de la noche.
Todo lo que pasó esa noche fuera del hemiciclo fue desconocido para nosotros. La negociación del general Armada (segundo jefe del Estado Mayor del Ejército) con Tejero al que se le ofreció un avión para salir de España y la propuesta de un gobierno presidido por Armada que fuera votado en el hemiciclo tampoco llegó a nuestros oídos.
Como nada supimos del discurso que pronunció el Rey, Juan Carlos I, en la madrugada del día 24. Parece ser que ese discurso televisado fue el principio del fin del intento fracasado de acabar con la Transición que ha sido lo mejor que hemos hecho los españoles en estos cuarenta y ocho años.
Los errores cometidos por el rey Juan Carlos han permitido implementar la leyenda de que ese Rey estaba detrás del golpe de Estado. Días después del final, el Gobierno del recién elegido presidente, Leopoldo Calvo Sotelo, ordenó al nuevo ministro de Defensa, Alberto Oliart, una particular investigación, llamando a declarar a una serie de altos mandos militares para que dijeran todo los que supieran de lo ocurrido.
Uno de esos militares fue el entonces capitán general de la Región Militar de Madrid, general Quintana Lacaci. Este, cuando entró al despacho del ministro, dijo: “Ministro, antes de sentarme tengo que decir que soy franquista, que admiro la memoria del general Franco, he sido ocho años coronel de su regimiento, llevo esta medalla militar que gané en Rusia, hice la Guerra Civil, por lo tanto, y ate puedes imaginar lo que pienso. Pero el caudillo me dio orden de obedecer a su sucesor y el Rey me ordenó parar el golpe del 23-F. Y lo paré. Si me hubiera mandado asaltar las Cortes, las asalto”.
Son algunos “pecados” los que debe purgar el rey Juan Carlos. Este del golpe no puede estar en su debe sino en su haber.
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