Dietario de España
Antonio Hernández Rodicio
El infierno fiscal y la gloria populista
Dietario de España
A nadie le gusta pagar impuestos. Eso es fácil de entender y de compartir. Pero tampoco nos gustan los servicios deficientes, ni una mala escuela pública ni una sanidad de tercera división. La clave no está en si abrir la cartera para que el fisco se sirva a gusto es un ejercicio simpático, sino en cómo afrontamos el inevitable acto de contribuir con nuestro esfuerzo al sostenimiento del Estado. Resumiendo mucho, se puede acudir a la cita anual con Hacienda pensando que te están robando o con la convicción de que es un acto necesario y justo. El conservadurismo desatado, enriquecido con la influencia del populismo ultraderechista, está alumbrando nuevos monstruos. Para eso disponen de sofisticados laboratorios de ideas, manejados por quienes menos tienen que perder, que les marcan la ruta, les engrasan la estrategia y les redactan el discurso. Ya pueden proclamar su independencia a voz en grito. Mienten. La cadena de transmisión funciona perfectamente. Y además es legítimo. Cada cual tiene derecho a defender lo que crea oportuno. Pero hay pocas cosas más definitorias que la política fiscal para conocer qué país tiene en la cabeza cada líder político.
Aún pervive esa máxima que dice que un Gobierno de centro izquierda se diferencia de uno de centro derecha en un par de puntos más de presión fiscal. Expresa la creencia de que las dos tendencias históricas mayoritarias de la política democrática coinciden en lo fundamental. En España ha sido así más o menos así desde la Transición si excluimos los asuntos de orden moral, aunque ha habido Gobiernos más esquinados a la derecha (Aznar) y otros dos más escorados a la izquierda (Zapatero; y más aún con Sánchez). El de Rajoy en realidad es inclasificable: su antecesor lo centró sin mayor esfuerzo, sólo por contraste. España ha ido avanzando. Sorteando crisis y coyunturas, con políticas fiscales diferenciadas, pero en progreso.
Felipe González fue el gran pragmático y rompió los marcos de lo que su parroquia esperaba de un político de izquierdas en la recién pintada democracia española: abominó del marxismo, lo que redujo a la otra izquierda al averno de la radicalidad (un caladero esquilmado de votos) en un país que quería abandonar los extremos; cambió la orientación de la izquierda respecto a la OTAN; hizo un ajuste fiscal duro y una reconversión industrial que impactó directamente en sus votantes; mantuvo fuertes enfrentamientos con los sindicatos; y practicó políticas económicas socialdemócratas de signo liberal de la mano de ministros como Boyer (quien se inventó las sicavs con un tributación del 1% con el argumento de que era la forma de evitar la fuga de capitales) o Solchaga que fueron mal recibidas en su tiempo pero que terminaron modernizando España. Pero en su Presidencia también se avanzó en pensiones no contributivas, la universalización de la sanidad y en un incremento notable de la inversión educativa, que empezó a ser realmente ahí un ascensor social. La corrupción terminó devorando su tiempo político. Eran los años del Hacienda somos todos, un mensaje que trataba de hacer pedagogía. La evasión era un deporte de ricos, pero lo de pagar impuestos aún no se entendía como un ejercicio obligatorio de ciudadanía.
Aznar fue el campeón del milagro económico. No hubo un minuto en el que no vendiera que España iba bien. Sacaba pecho su superministro Rodrigo Rato, al que hoy conocemos mucho mejor. Se convenció a muchos de que España necesitaba a Aznar. Y de una idea más profunda: la derecha gestionaba bien y la izquierda mal; la derecha resolvía los problemas y entendía la economía mientras la izquierda ignorante y dogmática sólo sabía despilfarrar. En realidad, la economía que Aznar heredó de González crecía al 3% a finales de 1995, la inflación había bajado al 3,5% y se empezaba a crear empleo.
La economía funcionó con Aznar y obtuvo registros macroeconómicos históricos. En aquella época se alumbraba el euro, se estaba construyendo la burbuja inmobiliaria con la liberalización del suelo, lo que provocó cuentas saneadas e importante creación de empleo. Pero también se obtuvieron recursos extraordinarios con la venta del patrimonio empresarial del Estado, como Telefónica, Gas Natural o Argentaria. El capitalismo de amiguetes (Villalonga fue el paradigma, pero también Blesa, Pizarro o la siempre alargada sombra de su yerno, Alejandro Agag) nació para España bajo su mandato. Sus políticas económicas neoliberales fueron expansivas (con recetas tipo Tatcher o Reegan) y dieron resultados a corto pero dejaron herencias envenenadas a largo.
Zapatero fue el presidente que gestionó la caja llena de dinero que dejó Aznar. La economía seguía funcionando y un peso pesado como era Pedro Solbes corrigió situaciones de desigualdad y lanzó nuevas apuestas por el desarrollo económico hasta que la crisis de 2008 lo sepultó todo bajo cenizas. El Gobierno no podía ignorar la profundidad de lo que estaba a punto de caer sobre España, un país con una exposición brutal al ladrillo, pero decidió no pronunciar la palabra crisis, como si eso fuera a conjurar el incendio que asolaba a todo el planeta. Zapatero fue hasta entonces un presidente social. No ahorró un céntimo en extender derechos, algunos sin coste –matrimonio igualitario– y otros con un coste desbordado –ley de dependencia– que hoy resulta difícil de mantener. Aquel octubre de 2008, cuando en unas horas tuvo que tomar decisiones de impacto como la congelación de las pensiones o el recorte en los sueldos de los funcionarios un 5%, arrasó con buena parte de las medidas sociales y lastró la imagen de su Presidencia.
Rajoy, un político moderado a su manera, experto en apelar al sentido común más que en practicarlo en ciertas materias (Interior, por ejemplo, fue bajo su Gobierno un fangal), no lo fue cuando pintaba peor: en plena hecatombe económica de 2008 tomó medidas durísimas que acabarían cimentando las desigualdades, desprotegiendo a quienes más necesitaban del Estado porque el mismo Estado entró en un proceso de debilitamiento; “limpió” la sanidad pública de inmigrantes y fue bastante cumplidor de lo que los hombres de negro dictaban a los PIGS, entre los que un conspicuo periódico de la derecha liberal británica incluía con regocijo al reino de España. Con Montoro se naturalizaron las amnistías fiscales, aunque la primera fue en 1977. Rajoy fue el padre del austericidio. Siempre hay alternativas, por más que aprieten los hombres de negro. Para eso están los líderes: para tomar el camino más difícil.
Pedro Sánchez puede ser muchas cosas y ameritar cuantos reproches se quiera (su política de pactos inestable y desacoplada de los intereses generales del país por la centrifugación de los intereses independentistas, la amnistía a los condenados por el procés o la financiación singular catalana por venir) pero su política fiscal, de la mano de María Jesús Montero, está enfocada, y a la vez condicionada desde Sumar, hacia la protección de los ciudadanos con más dificultades. Es una forma de entender la política coherente con la izquierda. En ese sentido es irreprochable. No gusta sobre todo a quiénes no le votan. Pero este Gobierno, como pocos anteriores, tiene claro quiénes son sus electores, lo que puede alejarlos de la idea de un Gobierno para todos. Aunque mejorar la vida de la gente sea, en realidad, una política de Estado de primera magnitud: es tirar del país hacia arriba ayudando a quienes lo tienen más difícil y es un impulso colectivo que beneficia también a las grandes rentas.
Sus medidas fiscales son transparentes: reducir la renta a los obreros para aliviar la inflación y gravar a las multinacionales. Gravámenes temporales a la banca y las compañías eléctricas (sectores que obtienen beneficios extraordinarios derivados de la crisis de Ucrania, entre otros escenarios) o limitar los beneficios de las sicavs. En esas medidas se resume su filosofía fiscal. Más de 80 medidas fiscales van en la legislatura en un afán redistributivo sin precedentes que para la oposición es voracidad. No deja de entrañar riesgos convertir la política tributaria en un asunto moral contra las grandes fortunas y las corporaciones globales. Ahora ha topado con Sumar en la tributación de quienes tienen ingresos más elevados con el salario mínimo. Ése es un tema que se debería resolver con discreción, inteligencia y lealtad en el seno del Gobierno. Virtudes ausentes. Su futuro es incierto: los presupuestos parecen lejanos, su mayoría parlamentaria va y viene, las relaciones con Sumar están en un punto crítico y está pendiente de debatir una moción de confianza impuesta por Junts.
La fotografía de la economía española hoy es alentadora a la vista de los organismos internacionales e incluso de los periódicos que nos acusaban en 2008 de gastarnos “su” dinero en chucherías. Hoy quien acusa de eso a los españoles no es Mark Rutte ni otros conspicuos portavoces de los países frugales, sino Miriam Nogueras, la antipatiquísima portavoz de Junts en el Congreso, que está como las maracas de Machín. Recientemente nos ha regalado a los “españoles” otra perla preciosa: “Los catalanes les estamos pagando la fiesta a todos ustedes”, porque, a su juicio, el Gobierno castiga a los catalanes con inspecciones e impuestos, penalizando a “la gente que practica la cultura del esfuerzo”, mientras “otros jetas cobran sin trabajar”. ¿Gente así pueden ser aliados de un Gobierno de España?
El PP, Vox y Junts –esa suma heterogénea de derechas en tránsito hacia la concertación final– han pasado de la crítica a la política fiscal del Gobierno al derribo de la idea misma de pagar impuestos. Se están cargando esa frontera. En el caso de Vox está clarísimo. Y en el del PP, siempre condicionado por el discurso abrupto de los ultras, es peligrosísimo porque si la idea del “infierno fiscal” progresa terminará formando parte del catálogo de dogmas ideológicos y relatos apócrifos que ya asume buena parte de la sociedad sin que se sostengan sobre hechos: la inmigración como problema, que en España es “más fácil tener casa si se ocupa ilegalmente que si se trabaja honradamente” (Feijóo dixit) o que ETA sigue existiendo. Para el líder del PP, los impuestos que se pagan en España “son un saqueo”, para Vox “un robo”. Y apelan “al pueblo” porque está feo dirigirse a los ricos. Atentos a sus pantallas: el nuevo mantra de las derechas globales concertadas ya ha llegado y viene impulsado por el viento atlántico de cola de Trump y sus secuaces. Y decían que Rumsfeld, Cheney, Wolfowitz, Condoleeza Rice o Powell eran unos halcones. Éstos de ahora dejan a los halcones de Bush en desvalidos gorrioncillos.
Leerse las encuestas de vez en cuando es un ejercicio sano. El CIS de octubre de 2024 –un estudio sobre ideología y polarización– concluye que el 66% de los españoles cree que el Estado debe ser responsable del bienestar de todos. El 59% opina que los impuestos son necesarios para poder prestar los servicios públicos y el 23% que los impuestos son “algo que el Estado nos obliga a pagar sin saber muy bien a cambio de qué”. Hay otro 16% para el que los impuestos son “la mejor forma de redistribuir la riqueza”. Si suman el 59% y el 16% –expresan la misma idea– resulta un 75% de los ciudadanos favorables a que su dinero sirva para el progreso general del país. Eso significa dos cosas: que de forma muy extendida se entiende perfectamente a izquierda y derecha por qué hay que pagar impuestos; y que los votantes de derechas le piden a sus partidos, en realidad, lo mismo que los de izquierdas a los suyos, que arreglen sus problemas. No hay un foco específico tributario. Por eso han encendido los reflectores.
Otro elemento que impacta en la agenda fiscal se relaciona con la transversalidad del voto. La ultraderecha ha logrado incorporar a sus postulados votantes que otrora pudieron identificarse con la izquierda. Los obreros, los agricultores o los empleados públicos que votan Vox asumen unas máximas impositivas que difícilmente les beneficiarán. El silogismo es claro; si Vox se queja de que el Gobierno “socialcomunista” cobra muchos impuestos (sobre todo a quienes más ganan) lo que propone es cobrarles menos a ellos, lo que impactará en la vida de quienes menos tienen aunque voten a Abascal. Es gratis proponer cosas semejantes sin tener que explicar cuál es plan alternativo. Y es afortunado que te voten quienes serán víctimas de tus políticas.
El voto no sólo se activa por la política fiscal. Es el instrumento más potente cuando las decisiones tributarias se convierten en mejores pensiones, en mejoras del SMI, en más hospitales y colegios. Pero el voto es un objeto identificado en cuyo núcleo se mezclan razones racionales y emocionales. Los vectores emocionales de la reputación (confianza, credibilidad, admiración y prestigio) unidos a los racionales (competencia, valores, liderazgo e integridad) son una masa sofisticada que se transforma en comportamientos de apoyo. O de rechazo.
De un análisis detallado de la Constitución se colige que la Carta Magna obliga a disponer de un sistema tributario que se base en la igualdad, la equidad y la redistribución, como concluye en un informe de sumo interés Juan Arrieta Martínez de Pisón, catedrático de Derecho Financiero y tributario de la Autónoma de Madrid. El articulo 31 es claro: “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”. Ni siquiera es una decisión graciable disponer de un sistema de estas características, aunque bien sabemos que la Constitución se entiende por todos como una barra libre.
Pero los impuestos no son el voto. De ser así, las rentas altas progresistas madrileñas deberían votar disciplinada y unánimemente a Ayuso. El voto es un depósito de confianza en quienes crees que van a mejorar tu vida con políticas que encajan con tus valores, y piensas que lo harán con honradez y eficacia.
La justicia fiscal no es lo mismo que la justicia social, pero sin la primera no existe la segunda. Los impuestos son la máquina de la verdad a la que somete un líder político su declaración de intenciones sobre el país que desea. Pero es de pura responsabilidad no convertir la idea de los impuestos en saqueos, robos o figuras retóricas semejantes que solo fomentan la insumisión, la fuga de capitales y la falta de confianza en las instituciones.
Es imposible defender las políticas de Trump y ser a la vez un partido que defiende el interés de España. Vox es antieuropeísta, aunque camufle su posición con vanas ideas sobre una Europa ideal. Pero ahora es directamente antieuropeo y eso implica ser antiespañol. Las paradojas ultras. Vance llegó a Múnich para proclamar que la amenaza que teme EEUU no es ni Rusia ni China, sino el retroceso de la libertad de expresión en Europa. El senador de Ohio ha metido el dedo en cuantos ojos ha podido diciendo paparruchadas provocadoras de ese calibre. La habilidad de los ultrapopulistas es devolver una imagen deformada hacia afuera de la realidad con espejos convexos. El ministro de Exteriores ruso sentado a la mesa con el secretario de Estado de Trump tratando de resolver la guerra de Ucrania sin Ucrania ni la UE es el mayor desprecio sufrido por los europeos en mucho tiempo. Impensable entre aliados. En realidad, estaban asignando territorios conquistados a Putin, repartiéndose el negocio futuro y las explotaciones fósiles y poniéndole límites a Ucrania respecto a la OTAN. Trump llamando dictador a Zelenski evidencia cuál es el tablero de juego. Vox ya sabemos dónde está: con Trump y su banda. Urge saber dónde está el PP, porque hasta ahora Feijóo viene confundiendo “la confrontación” con Trump con la defensa de nuestros legítimos intereses. La mejor forma de domar a un tigre es dejar que te devore.
Uno de los elementos críticos de la economía española, el reducido tamaño de las empresas, está cambiando. Las empresas grandes ganan cuota frente a las pymes. En 2024, las empresas con más de 250 empleados superaban el 43% del total, cinco puntos por encima de hace diez años. La pandemia, la reforma laboral (que ha propiciado la explosión de los contratos indefinidos vs temporalidad) o la subida del SMI explican parcialmente este hecho. A la vez, las empresas de más de 500 empleados crecieron en 322.000 empleos, mientras que las de uno o dos bajaron en 5.000 trabajadores. Las empresas más pequeñas toleran peor el aumento de costes y la crisis de precios, incluso les cuesta más pagar el nuevo salario mínimo. De hecho, el éxito de muchas pymes tiene más que ver con los bajos costes antes que con su eficiencia. La mejora de la productividad, la innovación, el acceso a la financiación, la formación y la captación de perfiles cualificados se traducen en mejoras laborales, especialmente en empresas grandes más sindicalizadas. Dicen los expertos que un país con empresas de gran tamaño en equilibrio con las pymes es más competitivo. Y es uno de los déficits históricos de la economía española que empieza a corregirse.
Usted puede dejar de ser homosexual. Si quiere, claro. Pero en ese caso necesita iniciar un “itinerario de maduración” como el que propone el Centro de Orientación Familiar Mater Misericordiae de Valencia, asociado a la Iglesia. Prometen que la homosexualidad tiene cura (como casi cualquier otra enfermedad, aunque si hubiera un plan de vacunación para toda la población sería mejor). Y para ello ofrecen un detallado programa que incluye: atención psiquiátrica (¡esa psique, ay!), deportes (porque al parecer los homosexuales ni practican ninguna disciplina deportiva ni van al gimnasio), rezar el rosario y tomar fármacos inhibidores del deseo sexual (que la homosexualidad es eso básicamente: sexo). El Arzobispado de Valencia ha suspendido el funcionamiento del centro y se ha apiolado a su responsable, vinculado al movimiento Es posible la esperanza. A ver quién salva ahora a los homosexuales. Como opinaba Einstein: es más fácil disolver el átomo que un prejuicio.
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