Anatomía de una ola. Así se vivió el tsunami que asoló Huelva
Historia
El terremoto y posterior maremoto de 1755 asoló gran parte de la provincia de Huelva y se cebó especialmente con la gente de la costa. La capital vivió la ola con menos intensidad, pero existen varios testimonios escritos de quienes vivieron el suceso en primera persona.
Amaneció radiante el día. Atrás habían quedado las jornadas enteras de lluvia y tormenta padecidas hasta hacía apenas unas horas. La niebla de la mañana, que se había topado con un sol más brillante que de costumbre (como si supiera la fecha del calendario en la que andaba), ya se había disipado y solo el rocío mojaba aún las calles embarradas, que con un poco de suerte acabarían secas a mediodía. La ciudad se había vestido con sus mejores hechuras para aquel Día de Todos Los Santos. Había bullicio. Los carruajes iban y venían desde La Placeta, subiendo y bajando la calle de los Mesones, aunque la mayoría de los lugareños prefirió moverse a pie, seguramente con ganas de pasear, al fin, bajo un cielo azul y despejado. Era fiesta, pero ningún marinero quiso desaprovechar la ocasión que le brindaba el buen tiempo para salir a hacer la faena del día, así que las fábricas y almacenes de la pesquería bullían tanto como las propias calles.
Don José Antonio de Armona y Murga, alavés de origen y notable funcionario de la Hacienda del rey, casi podía escuchar el murmullo que venía desde la marina, al final de la calle de La Calzada, mientras esperaba impaciente a su amigo. Al fin lo vio, bajando, despacio e imperturbable, el camino desde San Pedro. Consultó su reloj y sonrió.
-Puntualidad británica -pensó, irónico.
Se sentía feliz por haber tenido la suerte de conocer a tan insigne caballero. Don Juan Bautista Archdekin (o Arediano, como le decían por allí para abreviar, o al menos para hacerlo más fácil) era un ilustre comerciante. Uno de los más adinerados de la importante colonia de irlandeses que se habían asentado en la villa escapando de la persecución de los protestantes en las islas. Era hombre amable y campechano, por lo general de buen humor, de cordial trato y buena conversación. Se habían hecho amigos nada más conocerse, por razones que no vienen al caso, y solían citarse para ir a misa. A aquella, tan especial y concurrida por el día del que se trataba, estaban a punto de llegar tarde aunque, por suerte, les esperaba un escaño reservado por ser hombres de buena posición.
Conversaban animadamente del buen tiempo de hoy, de la plaga de langostas que estaba asolando los cultivos de la zona y de las extrañas luces en el cielo de la noche de antes (que parecían anunciar una nueva tormenta que nunca llegó) mientras accedían al interior de la iglesia desde la plazuela aledaña. La de La Concepción no era la parroquia principal de la ciudad, pero les venía más a mano para el paseo de después. Además, decía allí la misa, y lo hacía muy bien, el presbítero Don José Notario, un amigo común al que, acabada ya la celebración, esperaban afuera con la intención de tomar un coñac mientras, como hacían cada domingo y demás días de fiesta, debatían sobre lo divino y lo humano.
El rumor de los feligreses, de toda condición, que se marchaban haciendo corros, aplacó otro rumor más profundo: uno que venía de la tierra. Era un ruido sordo, como una caballería que galopa a lo lejos. Pero nadie le prestó atención. Cruzaba el presbítero el quicio de la puerta cuando, arriba, comenzaron a sonar las campanas. También se escuchaban en San Pedro y en las otras ermitas de la villa en un repique desordenado que no era, desde luego, la tradición del 1 de noviembre. Tampoco se había llegado aún a la hora en punto, pues faltaban diez minutos para las diez, de modo que los que continuaban allí de animada charla alzaron la mirada al campanario, extrañados y en inquietante silencio. Nadie tocaba las campanas, sino que la propia torre, que se movía por sí sola, las agitaba. En seguida el murmullo se convirtió en griterío, el griterío en miedo y el miedo en tumulto. Ahora era el suelo el que empezaba a tambalearse, cada vez con más violencia, al son del agitado tintineo.
Ante la perspectiva de que el campanario cayera y los cogiera justo debajo, José Antonio de Armona, Juan Juan Bautista Arediano y José Notario echaron a correr desde la plazuela añeja a la iglesia hasta la calle de los Mesones, en busca del campo abierto. La tierra temblaba con fuerza. Tanta era que iba echando abajo las casas a derecha e izquierda, a las espaldas y también al frente de donde iban pasando. Iban corriendo dando saltos, cayendo al suelo una y otra vez, sorteando derrumbes. Casi a ciegas, pues una densa y gris nube de polvo cubría toda la calle, y prácticamente sordos por ruido atronador que hacía la tierra al romperse y los gritos de cuantos estaban viviendo aquel terrible momento y los de ellos mismos. El desastre era tal que no había tiempo ni ocasión de pensar en una forma de escapar de aquello.
-¡Vamos por la corriente! -gritó uno de los amigos. Y fueron directos a la ría.
Bajaron por la calle de La Calzada, junto a otros muchos que habían tenido la misma ocurrencia. Por el camino, casas grandes y pequeñas seguían cayendo, lanzando piedras y cascotes con tanta fuerza que uno de ellos hirió seriamente a Armona y Murga en el tobillo izquierdo.
Llegaron al fin a la orilla. Cubiertos de polvo, muertos de miedo y sintiendo aún cómo bajo sus pies todo seguía moviéndose. El temblor causaba espanto por su fuerza. Como si chocaran una montaña contra otra, abriendo enormes grietas en el suelo. Ya a salvo de derrumbes, agazapados, esperaron. Aún se prolongó por unos minutos más mientras iban llegando más vecinos. Ancianos, hombres y mujeres que cargaban a sus niños en los brazos. Gritaban, lloraban y resoplaban, sin resuello por la carrera, y otros caminaban como perdidos, con el gesto desencajado por el terror. José Antonio de Armona y Murga los miraba al tiempo que se ataba fuerte un pañuelo en su malogrado tobillo, cubierto de sangre. El doctor Palomo, un médico con no muy buena fama en la villa, había pasado prácticamente de largo pese a sus requerimientos de atención. Había heridos de mayor gravedad, le espetó, que lo reclamaban a gritos, aunque el pobre hombre andaba tan fuera de sí como el resto y fue incapaz de socorrer a ninguno.
El terremoto cesó, y con él el estruendo de las casas cayendo y el del suelo resquebrajánose. Ningún ruido tapaba ahora los llantos, los quejidos ni las peticiones de auxilio. Algunos se ponían en pie y deambulaban buscando desesperados a sus familiares o amigos. Otros permanecían sentados o tumbados, tapando sus caras con las palmas de las manos, sucias ambas de polvo o fango.
Así pasaron tres cuartos de hora cuando de nuevo vinieron los gritos, y esta vez llegaban desde el mar. Los pescadores abandonaban sus barcos y se echaban a sus botes o al agua, dando voces de alerta:
-¡El mar se viene! ¡El mar se viene!
Pero antes de venirse, se fue. El primer movimiento fue un retroceso: el río se echó hacia atrás varios metros. Con los ojos como platos, los tres amigos contemplaban el extraño suceso al tiempo que atendían el sonido que venía de su izquierda. Al fondo vieron cómo una enorme pared de color negro se acercaba a ellos. Una ola, alta como una montaña, envolvía la torre de Arenilla y anegaba las islas de Saltés y de En medio. Allí rompió, más bien se estrelló, inundando los esteros del Odiel y el Tinto. Convirtiendo en mar las marismas y transformando la quieta ría en océano abierto, porque aquella ola se partió en otras muchas, que corrían hacia ellos con una velocidad endiablada. Ilesos y heridos se iban poniendo en pie como podían y encarrilaban ahora el camino inverso al que habían recorrido, huyendo esta vez del campo abierto al refugio de una ciudad derrumbada. Armona y Murga, el irlandés y el presbítero corrían como los demás en busca de refugio, tratando de abandonar aquellas calles con la idea de llegar a zona alta del viejo castillo de San Pedro más rápido que lo que lo hacía el agua, que empezaba a ganar terreno como un torrente furioso, tragándose casas y personas. Hambriento.
La fortaleza de los Guzmán, que ya andaba medio en ruinas, había sido prácticamente derruida del todo por el temblor, lo mismo que el campanario de San Pedro y, más abajo, el de La Concepción, cuya bóveda se había venido abajo por el golpe de la torre al caérsele encima. No llegó la corriente tan lejos, por fortuna. El agua solo había alcanzado la altura de La Placeta, pero se había llevado por delante toda la calle de La Calzada y los pequeños poblados de las marismas. No terminó el imparable avance del mar hasta cerca de las cuatro de la tarde, y hasta el día siguiente no dejaron de ir y venir las olas.
No fue la tierra, sino el mar, la que produjo el mayor infortunio. El terrible día se saldó en la ciudad de Huelva con 66 personas ahogadas y otras ocho enterradas bajo escombros. Hubo más de 400 casas con daños, 181 caídas y otras 236 que terminarían demoliéndose por inhabitables. Pronto llegaron noticias de lo ocurrido en otras partes de la provincia. De cómo en Lepe, la primera población en recibir la sacudida, Ayamonte o La Redondela la gran ola había cogido por sorpresa a los catalanes, valencianos y locales que trabajaban la sardina y habitaban las barracas de las playas. Ni ellos ni sus casas lo contaron. Solo algunos pudieron llegar hasta sus poblaciones para narrar la pesadilla que se había vivido en el mar. Cómo la montaña de agua había hundido los barcos, bebiéndose madera y tripulación, o cómo la embestida del mar se había tragado las playas enteras, sus casas y a sus familias. Buena parte de aquellas poblaciones, y de otras como Punta Umbría, terminaron sepultadas bajo el agua. Bajo un mar que durante días estuvo devolviendo cadáveres echándolos a la orilla, enredándolos en redes de pesca o arrastrándolos corriente abajo hacia el río de El Terrón, hoy ría del Piedras, que se convirtió en un tétrico vertedero de cuerpos ahogados. Entre ochocientos y mil onubenses desaparecieron engullidos por la gran ola.
El patrimonio dañado se reconstruyó en dos años
El terremoto de Lisboa de 1755 fue uno de los eventos naturales más destructivos de la historia de Europa. Con una magnitud cercana a los 9 puntos en la actual escala de Richter y una duración de entre 8 y diez minutos, que fueron eternos, el movimiento de la tierra no fue tan devastador como el tsunami posterior, tan violento que obligó incluso a modificar posteriormente algunas cartas náuticas debido a los cambios producidos en las dinámicas de la costa. Huelva fue probablemente la provincia española más castigada por el desastre. El rey había ordenado hacer recuento de las pérdidas sufridas (José Antonio de Armona y Murga, por su cargo de alto funcionario, tuvo así que recordar una y otra vez la pesadilla que había vivido aquel 1 de noviembre o, en sus propias palabras, “los tristes fastos de la memoria de los que le esperimentaron”), entre las que se encontraban numerosos inmuebles civiles y eclesiásticos, un patrimonio que “sufrió mucho” en toda la provincia, explica Manuel José De Lara, doctor en Historia y Profesor Titular de Historia Moderna de la Universidad de Huelva, pero quizás no tanto como se cree. De hecho, las fuentes existentes confirman que en poco menos de dos años se repuso la mayoría del daño ocasionado por el terremoto y el tsunami en el patrimonio de la ciudad, lo que viene a desmontar el célebre mito de que en Huelva no hay monumentos debido aquel desastre. “Se ha exagerado mucho” su efecto, asegura De Lara. Es cierto que “el terremoto desmanteló muchas casas, sobre todo en la periferia, y que se derrumbaron prácticamente todos los campanarios”, muchos de ellos sobre los propios edificios, “destruyendo buena parte de las bóvedas y techumbres”. El castillo de San Pedro terminó de arruinarse (pero llevaba abandonado más de cien años), lo mismo que la ermita de la isla de Saltés. Mejor suerte corrieron las parroquias de San Pedro y Concepción, esta última con más daño que la primera, y los conventos de Santa María de Gracia, La Victoria en calle Puerto, San Francisco y La Merced. La ermita de La Soledad y San Sebastián apenas notó el terremoto, y las de San Andrés, la Caridad, Santo Cristo de Saltés, La Estrella, La Cinta y San Blas sufrieron derrumbes y grietas que, como el resto, terminaron por repararse en poco menos de dos años. Ni siquiera el mismísimo acueducto de Huelva fue destruido. Muchas de esas construcciones ya no existen, pero “es una falacia” que el terremoto fuera el causante de la destrucción de un patrimonio de siglos que en buena parte desapareció en plena edad contemporánea. La culpa no estuvo, por tanto, en la naturaleza, sino en el hombre. Una especulación inmobiliaria que acabó con él en apenas dos décadas, entre los años sesenta y ochenta del siglo XX. Hay cosas que no cambian nunca, ni siquiera porque venga un tsunami.
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