Asentamientos chabolistas en Huelva: Ciudades de cartón y plástico
Asentamientos chabolistas en Huelva
Entre 2.500 y 3.000 personas duermen en poblados de chabolas de la provincia, un problema social con muchas aristas y un modo de vida en el que predominan la solidaridad y la organización
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La lluvia suena diferente sobre el plástico. Empieza con un sencillo y curiosamente seco toc toc y luego va cambiando, a medida que se va llenando de agua. Ahora una fuente. Ahora un torrente. Un río que crece sobre su cabeza. Ahora el ruido es hueco, como si estuviera muy lejos, mil metros más arriba. Y ahora escucha cada gota de las muchas que han atravesado el abombado plástico. Retumban sobre el cartón, como una amenaza que va y viene pero nunca se retira.
El sonido de la lluvia muta, como lo hace la vida. Mamadou piensa en eso mientras trata de dormir sobre su incómodo catre de palets y diez centímetros de espuma apelmazada. Lleva horas con los ojos abiertos como platos, mirando al techo de cartón, consciente de que en algún momento tendrá que salir pitando si la lluvia persiste. Hoy, por suerte, no ha sido así, Así que su preocupación ahora va algo más allá. Piensa en lo que pasará cuando salga al campo dentro de unas horas. Mañana, que en realidad ya es hoy, le toca cargar el agua. Se levantará, percibe que sin pegar ojo, y atravesará como pueda la tierra embarrada. Lo hará descalzo para no mancharse demasiado las chanclas, con cuidado de no pisar algún cristal escondido en un charco, y cogerá su destartalada bici y dos bidones vacíos. Ayer les habían explicado, los de Cepaim, que no podían volver a usar los del campo, que contenían veneno, fertilizantes para el cultivo que seguía ahí por mucho que lo limpiaran. Que no era bueno. Lo decían con gesto preocupado, así que Mamadou se lo había tomado en serio. Tomaría los que les habían traído, siguió pensando, y subiría a su bici para recorrer los cuatro kilómetros que lo separaban del pozo. Ir no sería demasiado problema, exceptuando algunos tramos de lodazal, pero la vuelta sería agotadora, como siempre. No era fácil cargar camino a casa con 25 litros a cada lado del manillar, pedaleando con unas chanclas viejas. Atravesando el barro a fuerza de piernas y voluntad. Aún así -se animaba a sí mismo mientras escuchaba las últimas gotas que atravesaban el techo- seguía siendo mejor que los 20 kilómetros a pie que habría de andar si estuviera en su aldea.
Así, de un plumazo, volvió a Senegal por un momento. A recordar el gesto de esperanza con que le miraban todos cuando consiguieron el dinero que le iba a traer a Europa. Han pasado ya dos años y aún no ha conseguido sumar la cantidad necesaria para devolverlo, se lamenta mientras se escapa otra gota, esta vez desde sus ojos rojos y saltones, que llega hasta su boca con un sabor salada, como la del mar. Y de Senegal viaja hasta la costa española. Al oleaje, al frío, al chapoteo desesperado, a las lanchas y las mantas y al café caliente. Viaja a Cádiz, y luego a Almería, a Murcia y de allí a Huelva. Lo hace ahora otra vez, sin mover una sola pestaña, y vuelve a Las Madres, a su pequeña ciudad improvisada. Recuerda que Abu, el cocinero, le había dado cinco euros para que se pasara a comprar arroz a la vuelta, y piensa si sería mejor hacerlo antes o después de cargarse de agua. Ya verá, se dice al tiempo que se levanta a buscar algo que llevarse a la boca. Tenía guardada por algún sitio una chocolatina que le dieron la semana pasada en el centro de día, el de Palos, a cambio de una sonrisa. No entendía aún casi nada de Español, pero por suerte Adama sí y se lo había explicado. “Sonríe un poco y te dan un premio”, le dijo riendo, y Mamadou rió también: Un premio por sonreír, no estaba nada mal. Puede que no pareciera muy contento siempre. Estaba preocupado por la gente de su aldea, claro. Por devolverles lo que le habían dado y mucho más. Pero no era infeliz. Le gustaba estar allí, con gente de su país, aunque no siempre era dulce la convivencia.
“Se distribuyen por países, por nacionalidades: los de Mali, los de Ghana, Guinea”. Junto con Marruecos y Senegal, “esas son las cuatro nacionalidades más abundantes”, explica Javier Pérez, coordinador de Andalucía y Ceuta de la Fundación Cepaim, que destaca la “buena conviviencia y la mucha solidaridad” que existe entre ellos. Hay quien trabaja y quien no, así que unos se encargan de traer el dinero a la comunidad y otros de mantenerla. Se reparten la comida e intentan ayudarse los unos a otros". Dependiendo de la época del año, en la provincia de Huelva viven entre 2.500 y 3.000 personas en los asentamientos chabolistas. Los de Lepe, Lucena, Palos y Moguer aglutinan al 95% de ellas, la mayoría hombres aunque cada vez es mayor la presencia de mujeres. Exceptuando el asentamiento del cementerio, en Lepe, o el de Palos, muy cerca del polígono industrial San Jorge, el resto de los campamentos están muy alejados de los núcleos urbanos, “perdidos en mitad del campo” y, por lo tanto, “en una situación de subdesarrollo, muy impropia de la Europa del siglo XXI”. Sus casas están construidas con plásticos agrícolas, tubos de riego, maderas y palets, “materiales cien por cien inflamables”, por eso no son raros los incendios, que como los de la pasada semana en Lucena se llevan sus vidas por delante.
Y eso que aún no ha llegado el verano: “con 40 grados a la sombra, en medio del campo y con esos materiales, cualquier chispa, una colilla… lo más mínimo puede encender un fuego” que arrase con todo. En invierno, inundaciones, frío, ratas. En verano, incendios, mosquitos, garrapatas. “Hay muchos barrios pobres en España, en el mundo, pero esto es inhumano. Es una realidad oculta y una lacra social”. Javier Pérez se indigna porque cree que es necesario “que cuanto antes se busque una solución. Debemos unirnos todos: entidades y ONGs, administaciones, sindicatos, empresas, ciudadanos… y conseguir entre todos sacar adelante un plan integral” porque “esto no puede seguir así, no se puede hacer como si no existiera”.
En todo caso, no todos los asentamientos son iguales. Los más cercanos a los municipios tienen características constructivas que los otros no. Hay suelo cementado, las chabolas son más grandes, los residentes son más estables y hay más facilidad de acceso a algunos recursos, como el centro de día de Accem, la asociación que, en Huelva, coordina Paco Villa. “Se necesitan soluciones distintas, buscar diferentes estrategias porque son perfiles totalmente diferentes”, aclara. Hay campamentos francófonos y otros anglófonos, los hay con problemas de consumo de alcohol, con gente que va y viene, gente fija y gente que está de paso… Realidades que no son iguales que, eso sí, tienen muchas características en común: “cada asentamiento es una energía viva. Tiene su propio orden y autogeneran empleo entre ellos mismos: hay conductores, taxistas, peluqueros, los que hacen arreglos… Tienen una vida propia, por eso hacemos mucho hincapié en que no se trata de asentamientos de temporeros. Son fijos, y aunque también hay quien viene para hacer temporada agrícola, generalizando de esa manera se le hace mucho daño a la imagen de la provincia y también al problema”, asegura Villa, para quien la situación “tiene tantas aristas que encontrar una sola solución es imposible. Necesita muchas”, aunque, claro, todas pasan por erradicar un modo de vida impropio de una civilización desarrollada. Por cambiar plásticos por ladrillos. Los bidones por grifos. Las velas por bombillas.
Mamadou piensa también en eso, pero de otra manera. Acaba de regresar con 50 litros de agua y cinco kilos de arroz. Los pies, sucios de barrio y destrozados por las chanclas y el pedaleo, le piden a gritos una pausa. Sus pies le piden lo que no han tenido nunca. A sus pies les encantaría estirarse y descansar. Su cuerpo entero quiere sentarse en un cómodo sofá. Pero no hay nada que hacer, amigos. Mamadou se limpia, coge otra vez la bici y sale de su ciudad de cartón y plástico a buscarse la vida.
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