El Campillo echa sus llaves
Caso Laura Luelmo
Los dos mil habitantes de la localidad viven con el miedo metido en el cuerpo y en sus propias casas
El Campillo/El Campillo es un catálogo de todas las pasiones humanas. Conviven en él más de dos mil almas. Mirador de la Sierra y balcón de la Cuenca Minera reza en uno de los carteles que lo anuncian; podría ser también al revés. Es un pueblo de los de antes en su esencia, pero adaptado a este siglo. Las casas rurales, las de toda la vida que se justifican únicamente por la pequeña extensión de terreno que las linda, conviven con un casco urbano que desafía a las cuestas con un diseño cómodo, de viviendas arregladas, pequeños supermercados en calles peatonalizadas y tiendas de toda la vida. El primer día de septiembre de hace dos años, la localidad vio alterada su calma controlada por primera vez.
En un paraje a un par de kilómetros del pueblo conocido como Finca Calero, José Renchón era brutalmente torturado por cinco chavales conocidos en la comarca por sus antecedentes. Iban buscando una cantidad de dinero que nunca estuvo en su poder, pero no le creyeron hasta matarlo. Era lo más serio que había pasado en el pueblo. Sólo la prensa local nos desplazamos hasta el lugar para seguir el caso. A pesar de la crudeza, ninguna cadena de televisión lo consideró suficiente para justificar su presencia. Pensaban que lo habían visto todo. Hasta esta semana.
En la cuesta sobre la que se extiende la calle Córdoba, posiblemente el punto con mayor densidad de cámaras de televisión por metro cuadrado de todo el país, se dejaron su inocencia informativa en toda su crudeza. Un día después de que se rompiera el cordón policial y un enfado colectivo complicado de explicar aunque paradójicamente muy comprensible, se adueñara de todas las cadenas de televisión, la conocida como Plaza de las lajas –nadie sabe su nombre real, todos la han llamado así desde que recuerdan– se constituye en el tribunal que “arregla el mundo”.
Frente a ellos, la vida se ha trastocado del todo. Varios efectivos de la Guardia Civil y la Policía Local llegan a desplazar hasta abajo el cordón policial que sujetó a quienes intentaban llegar hasta el lugar donde estaba Bernardo Montoya, el acusado de la muerte de Laura. Siguen trabajando y una teniente con mando en plaza –nunca mejor dicho– vuelve las cintas que impiden el paso a su lugar original. No sirve para mucho; el peculiar urbanismo del pueblo hace que entre dos casas, haya el hueco suficiente para que el tiro de las cámaras busque su encuadre y es que contra el Plan General de Ordenación de El Campillo es complicado luchar y menos contra la insistencia de alguno.
El Campillo es un pueblo de aquellos de hace décadas, que asombra a quienes llegan de una ciudad más grande; de puertas abiertas, de la dependienta de un despacho de pan que deja su tienda a disposición de quien quiera entrar a aliviar el hambre de horas de guardia en espera de que pase algo porque fue a “hacer un mandao”. Desee hace unos días, nadie sale de casa sin echar la llave.
Hay ganas de bronca. A la palabra “periodista”, muchos vuelven al cara; a la negativa de ser de una cadena de televisión, regresa a su lugar y, aunque huyen de la imagen, la palabra no la niegan. Apoyado en una garrota que ha reparado sus años con cinta de embalar, bigote en ristre y barba sin afeitar, la cachava acompaña frases del estilo “si me lo dejan a mi...” No llega más allá; conscientes de sus fuerzas, deja que la carcajada se quede en el aire y contagie a quienes componen ese grupo que tiene cosas que mirar distintas a las de todos los días. No tienen pinta de actualizar demasiado sus perfiles, pero están cabreados “con las redes sociales, porque dicen que somos unos asesinos todos los del pueblo”. También dicen algo sobre una de las estrellas de la televisión, aunque eso no es publicable. En cualquier caso, la ven a diario, porque saben todo lo que dice.
Hernando saca a pasear a su perro. Tiene miedo. Habla bajito frente al local donde se organizan monterías. Casi se ve desde aquí la carpa con el escudo de la Benemérita y la leyenda Unidad de Criminalística que aleja cualquier mirada del lugar. No se lo explica; ni el ni nadie y está justificado. El perrillo ladra ante cualquier extraño y parece que le han enseñado; “tengo dos hijas y desde esta semana, cada vez que salen de casa...” No puede acabar la frase. Sabe que esa época en la que salían y regresaban sin hora se ha terminado hasta nuevo aviso; “mi mujer sí que las controla un poco más, pero yo no. No sé a la hora que regresan, porque por aquí no había peligro. Ahora sí”.
El tribunal popular sigue en la plaza con nuevas incorporaciones. La más cruel de las muertes les impidió conocer a Laura; “no la vimos nunca”. El asentimiento colectivo se añade a cuando se pregunta por Bernardo o su gemelo Luciano: “si es que no estaban nunca por aquí”. El padre “sí que era amable; no negaba los buenos días y les compró las dos casas para que vivieran ellos. La de la profesora la arregló porque era un corral y mira tú la pobre”.
El sueño aprieta a primera de la mañana y ante el cuartel de inteligencia de cada pueblo, el bar más cercano, no falta quien indique a uno “con un cartel”. Nombre inglés, Sara atiende con una camiseta del Borussia debajo de un jersey que combate el frío. Ella llevaba el miedo puesto: “es que cada vez que se oye algo por ahí y si tienes que cerrar, de noche vas mirando para todos los lados. Desde hace unos días más todavía”. El primero entra para acompañar con un tubo un bocadillo de salchichón. Dice poco, al menos a viva voz. Está cansado porque lleva desde el alba currando. “Es que no es normal lo que le ha pasado a esta niña. Son criminales”. Es la simple sencillez de alguien que no ha hecho otra cosa que tratar de sacar de la tierra lo que pueda para seguir tirando. En ese mundo, no entran ese tipo de comportamientos.Es una salvación para todos algo así.
Bernardina camina junto a la pared de la calle que da la entrada al lugar de aprovisionamiento. Quiere aprovechar los rayos de sol para acabar con el relente mañanero que se agazapa donde no llegan. Es una de las pocas que no ha pasado por esa catarsis en la que el miedo se apodere de su vida: “la verdad es que no lo tengo; me preocuparían mis hijos, pero ya no están aquí. La verdad es que sigo haciendo la misma vida que antes, un poco agobiada porque hay mucha gente en algunos sitios, pero con no pasar se arregla. Lo de los guardias, a mi no me molestan; si están mejor”.
De Juan Ramón Jiménez, a Clara Campoamor y Unamuno, las calles son un paseo por la cultura. La muy particular de cada pueblo, de cada uno de sus habitantes, es la que respiran en El Campillo. Manuel va a andar todos los días; una operación en el corazón hizo que su médico se pusiera serio y se lo recomendara. Desde entonces no falta nunca y aunque pasó la edad de jubilación, no lo aparenta. De hablar calmado no entiende “nada de lo que ha pasado”. Como tantos, se enteró por la televisión de lo que le pasó a Laura. “Participé en la búsqueda del fin de semana”. Tuerce el gesto como pidiendo disculpas por no haber hecho nada más, por no haber dado ese paso por ese lugar para haberla encontrado con vida. No cambia de costumbres ni tan siquiera cuando lo que hay a su alrededor sí lo ha hecho: “me he encontrado por la plaza con bastante jaleo, aunque a las horas a las que yo salgo, no hay mucha gente por la calle; les he visto y la verdad es que me pone muy triste pensar en lo que le ha pasado a Laura”, señala, mira al cielo y sigue con su marcha.
Dos mujeres acaban de llegar de la compra. Las bolsas les delatan. Se dan la vuelta cuando se les solicita que acompañen sus temores con una imagen. Hablan sin tapujos de que “tenemos miedo, mucho. Yo no salgo sola”. Ana se incorpora a la charla después de un par de “buenos días” a vecinos que jamás se lo niegan. Sus poco menos de 30 años la hacen verse reflejada en lo que le pudo pasar a Laura; “si no hubiera sido ella, quien sabe”. En el quiosco de la plaza del mercado, Juan es el único en toda la mañana que reconoce que vio a Bernardo: “me compraba estas gomitas; era lo único que quería. Se sentaba en ese banco –lo señala con la cabeza– y se las comía tranquilamente. No decía nada. Todos sabíamos quién era y lo que había hecho y la verdad es que cuando vi lo de la chica esta, en el primero que pensé fue en él”.
A pocos metros, una charcutería es el único puesto de la plaza que permanece abierto; Tere se empeña en que Manolo le cobre “de una vez”. El tendero tiene ganas de hablar. Es de los más enfadados hasta este momento; después el liderato se lo disputarán varios. “Estamos de puta madre; nos están llamando asesinos a todos, así que imagínate cómo estamos”. Sus manos, acostumbradas al oficio de trocear piezas de carne, ratifican su notable cabreo y dan pocas ganas de llevarle la contraria. “Es que no es normal que te digan lo que estamos escuchando desde el primer día. Mira, aquí no conocíamos a este prenda que le ha quitado la vida a esta chiquilla. Yo nunca la había visto, ni me lo había cruzado por la calle”. Participó en la movilización para aferrarse a la mínima esperanza que se extendió por un pueblo que tiene el pánico metido en los huesos.
María José regresa a casa como antes lo hizo de Sevilla. Tenía que cuidar a su padre, enfermo de alzheimer.Aprovecha un espacio y el color amarillo de los papeles de Correos delatan de dónde viene. Lo que tiene menos claro es a dónde va, especialmente desde hace unos días: “me da miedo salir sola por la calle; de hecho, no paro en casa, pero desde ahora me lo pienso dos y tres veces antes de hacerlo”. Pasa delante del centro Guadalinfo centro desde donde se coordinó la búsqueda de Laura y centro del desconsuelo desde que se conociera su tragedia. De prosperar la propuesta municipal llevará su nombre para que nadie olvide su nombre, aunque nadie lo hará.
“Se hubiera arreglado desde el primer día si los guardias civiles y los periodistas se hubieran ido durante cinco minutos”. Echa espumarajos por la boca. “Si es que no hay derecho. ¿ahora tenemos que seguir pagándole la comida y el alojamiento a esa alimaña? No podemos vivir con esa gente en el mundo”. No conviene interrumpirle aunque apenas treinta segundos después, la razón de la ira asoma la cabeza por la puerta de una casa que, como el resto, no se cierra. Apenas tiene unos catorce años y la mirada de su padre lo dice todo sin apenas pronunciar una palabra más.
De regreso a la plaza de las lajas, el mañanero tribunal rural se ha transformado en una tertulia cada vez a mayor volumen. A un lado, cinco guajes llegan de Nerva dispuestos a no perderse ni un segundo de un espectáculo que para ellos es simplemente eso, algo en lo que pasar la mañana. Uno de ellos estudia en el mismo colegio recién entrenado por Laura a la que reconoce que “no vi nunca”. A la pregunta de “¿no tenías que estar en el colegio?” sigue un coro de risas que apenas dejan escuchar la justificación: “hoy no”.
La tertulia sube el tono. “Tengo una hija de ocho años y antes salía y entraba de casa cuando quería. No me preocupaba de nada. Ahora, ella misma tiene miedo de salir por si le pasa algo y yo ni te cuento”. Quien habla así es el padre de una pequeña, esta mañana en el colegio que reconoce que “estoy preocupado por mi, por mi hija y por mi mujer. Le llamo un montón de veces a lo largo del día para ver cómo está”. “Así no se puede vivir y encima nos echan la culpa a nosotros porque no avisamos. ¿De qué vamos a avisar si no sabíamos nada de esta gente? Lo que nos ha fallado es la justicia, que tenía que haber impedido que esta bestia esté en la calle. Nos han fallado todos”, asegura una de las campilleras “de siempre”.
“Ojalá vengáis cuando pase algo bueno o a ver el paisaje que tenemos”. Es la resignación de querer que estos días pasen cuanto antes, que terminen de una vez y que sus calles no sean una sucesión de parabólicas que miran al cielo y ven poco lo que hay debajo. Ahí están ellos. Dos mil personas que viven con miedo y rabia, con casas en las que antes las puertas estaban abiertas y hoy cerradas con dos vueltas de llave. Tal vez sea lo que más duela que hayan perdido después de una semana que no olvidarán.
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