Cartas del Rocío
Cien años de José Nogales
En estas Cartas del Rocío, el insigne periodista de Huelva da detalles cultos de la historia y expresa su asombro de que la gente no se canse nunca. Lo hace con la curiosidad que despierta en José Nogales la devoción hacia la Virgen del Rocío.
Con estas y las otras, como el alba se iba anunciando, dejé "las ociosas plumas" mayordomales y comencé a pasear por el real, un tanto sosegado en aquellas horas. Vi los infinitos ranchos de gente durmiendo, unas, debajo de las carretas, otras, a cielo limpio, sin más tapadera que un costal, o sin tapadera ninguna, y, discurriendo entre esos grupos, como rata nocturna, iba mi amigo el cojo con dos o tres ayudantes, haciendo tretas, tiznando con tapones quemados la cara a las mujeres, poniendo despabiladeras ardiendo en las narices a los hombres, atando a muchos de los pies y pinchándolos con alfiler para que con el dolor se levantasen y bruscamente cayesen, con toda la variedad conocida de chanzas de entremés y romería.
Y es de notar que, aunque algunos se enfaden, y aun enojados tiren de la navaja, todo se compone y aquieta con un "¡viva la Virgen del Rocío!", y cuando esto no basta, dos morrocotudo bonetazos del capellán -que todos los años rompe uno- restablece la paz y concordia entre estos príncipes cristianos.
Apenas empezó a clarear, despertaron los tambores, siguieron las guitarras, desperezáronse las castañuelas, panderetas y acordeones con los triángulos y pitos. Nun-ca vi un tan alegre despertar de la muchedumbre. Según el orden de los ranchos, incensa dos ya por el humo de los primeros buñuelos, bailaban al fresco, y aquí se oían los jipíos trianeros, allá las seguidillas pileñas, en otra parte el fandanguillo de Andévalo, acullá la clásica copleta valverdeña, que huele a alfajores:
Al pilar de Valverde
voy a dar agua...;
por allí, la endecha minera y la malagueña de la serranía, y hasta la seguidilla culterana de la gente alosnera, que no pierde ripio siempre que puede en dar la noticia de que
La hermosa Judi
venció a Holofernes,
con la erudita y consabida,
Segundo Marco Antonio
soy en quererte;
que a vista de Cleopatra
se dio la muerte.
Y de este modo,
tú serás la Cleopatra;
yo, Marco Antonio.
Por cierto, prima, que tarde olvidaré la impresión recibida en este regocijado amanecer, viendo una vieja de aquel terruño cantar, acompañándose del adufe, una canción morisca, del todo morisca, una de cuyas coplas es como sigue:
Siempre en mi fe constante
voy con precaución,
por si acaso algún día
mudas de intención.
Voy con temores,
porque nunca te alabes
de mis favores.
¿No sabes qué es un adufe? Un pandero moruno, grande y cuadrado, que tañen a dos manos y aún usan en sus típicas fiestas del Andévalo.
Ya bien entrado el día, empezaron las misas, y la iglesia no se desocupó. Matamos el gusanillo con buenas tortas con que el capellán agasajóme, y conocí a cierto matrimonio que vive todos los años a solicitar no sé qué milagro. El milagro no se reali-za, y si es lo que presumo, no será grano de anís. No hay más que ver la endeblez y apocamiento del registrador -que tal oficio tiene- y la lozanía y exhuberancia de la registradora, para juzgar que hay desequilibrio y poca conveniencia de edades y complexión.
Recordé aquellos versos de Baltasar del Alcázar a otro matrimonio por el esti-lo, y a punto estuve de soltárselos al registrador:
Pintábaos fuerte varón
dentro en la imaginación;
pero ya la pobre entiende
que fue tesoro de duende,
que se convirtió en carbón.
Pero, ¡qué tonto soy! Te hablo de cosas que para ti son textos hebreos. He visto a la Virgen con su áureo vestido en forma de campana, que según dicen, costearon los hermanos Tello de Eslava y el canónigo Carrillo, y tomara yo que no lo hubiesen cos-teado por ver la efigie en la propia talla del siglo XV, en que se apareció el cazador, según la tradición piadosa. Ya sabes que esta imagen debe tener en la espalda una ins-cripción latina, que declarada en castellano dice: "Nuestras Señora de los Remedios", título y advocación que fueron convirtiendo en el de La Rocina y del Rocío, por el nombre de la Dehesa, en uno de cuyos árboles la encontraron.
Son buenas las ráfagas de plata labradas a martilló que rodean la imagen; no así la representación pictórica de los milagros operados por su intercesión. De estos ex-votos los hay por cargas, sin que falte su buen golpe de pelo en trenzas, muletas y mortajas, con miembros de cera y faluchos de a palmo, testimonios de piedad sincera y re-cuerdos candoroso de muchos dolores.
El día lo pasamos bien…, salvo el ruido, salvo el calor y salvo los mosquitos… ¿Pero esta gente es de hierro?, me pregunto al ver bailar a todo el mundo, lo mismo al sol que a la sombra, en la arena ardiente y a la vera del pozo, detrás de la ermita, dentro de las casas de cofradía…La fiesta está en su punto: los puestos y carros, con sombrajo de blanquísimas sábanas, alegran la llanura; el hormiguero humano no cesa de moverse con sordo zumbido; el sol implacable parece llover polvo de fuego sobre la angustiada tierra, y allá a lo lejos, detrás de una matucas grises en que empieza la ma-risma, suenan unos tambores, llenando el campo de ecos pastorales que huelen a idilio.
Yo sí que no sé a lo que huelo, mas de seguro no es a ámbar, según los humos de sartén con que me sahumaron.
Tuyo hasta la muerte, el caballero de tal y tal.
La tercera carta narra el rosario, la Misa solemne y sus ritos, y la proce-sión, destacando el sonar de los cohetes y las campanas, con una serie de detalles que parecen al lector contados desde dentro. Llama la atención Nogales sobre la ausencia de cualquier autoridad normativa, pues aquello funciona solo. Tras la procesión, Noga-les constata la prisa que les entra a todos los romeros por marchar, y nos va narrando el paisaje triste que queda después del bullicio y la alegría de la fiesta. Adivinamos en el cronista un punto de nostalgia al abandonar la aldea, a la que llegó con curiosidad, y de la que se va con una copla en los labios y el corazón.
Carta tercera
Con el poco dormir y el grandísimo cansancio, ando por aquí como sonámbu-lo, prima mía. Ya no sé si las cosas pasaron en un día o en otro, y con este tamborileo incesante los sesos se me hacen agua.
Anoche hubo gran rosario de gala, que hizo estación en los sitios donde acam-pan las Hermandades. Con este motivo hubo refresco en todas ellas, y cuál más, cuál menos, quemaron vistosos fuegos de artificio y derrocharon los cohetes. Dicen que los navegantes que esas horas buscan la entrada de la barra de Huelva ven estos fuegos, y desde el mar les parece cosa divina este lujo y esplendor. Parecíamelo a mí, que estaba en tierra, porque te juro que ninguna fiesta tan verdaderamente popular y andaluza vi en mi vida. Aquí el pueblo es amo y señor, sin que ningún poder, si no es el de su entu-siasmo y fervor, lo refrene, y en esta confusión, en que la bebida no se tasa ni se atan las lenguas, apenas sucede otra cosa fuera de los términos del orden.
La marcha del rosario parece una fantasía; aquel relumbrón de faroles en el oscuro campo; aquel largo desfile de luces movedizas entre la masa rumorosa de gente que reza o canta; las posadas ante las Hermandades apercibidas con sus estandartes, sus barras doradas y sus carretas engalanadas con ramos de adelfa y hierbajos bien olientes; todo aquel estruendo en que se confunden voces, músicas, rezos, repiques y estallidos, es algo conmovedor que lleva al corazón alegría: la alegría de vivir entre gentes buenas, que saben ver el mundo por el lado menos feo.
El mayordomo de Almonte invitó a las Hermandades para la función de hoy, y con este motivo hubo muchos comedimientos y cortesías, que no dejan de ser gracio-sos. Acabado el rosario, continuó la danza y jaleo, y algo más tarde repitióse escena de los mosquitos, que verdaderamente nos comen. El capellán brindóme con cierto refugio seguro dentro de la ermita, de que él tiene la llave, y me apresuré a aceptarlo, dejando a mis amigos que se defendieran, y aun advirtiendo a doña Micaela que mudare de cama, por si acaso sobrevenía otra inundación, de la que habría mil envidiosos.
Antes de la función se celebraron no sé cuántas misas, que oyeron las Her-mandades, y en la ermita no cabía un grano de trigo. Cuando empezó la solemne, pensé ahogarme: tal era el calor. El sermón fue de los buenos; al menos, ningún otro me hubiese parecido mejor, dicho en aquel púlpito, desde el cual se ven leguas de campo y se oye el balido de los ganados marismeños. Mi buen amigo el padre capellán echó "el de siempre", y ojalá no lo varíe, pues, como él dice, para quien es padre, buena está la capa; esto es refiriéndose al auditorio; que por lo que toca a la Virgen, para él no hay nada en los cielos y la tierra como la Señora.
Acabada la misa, salió la procesión. Todo cuando te diga es poco para ponde-rarte la majestad de esta sencilla ceremonia. En pleno campo, bajo un cielo azul purísi-mo que el sol abrillanta, muévese el ordenado concurso; las Hermandades, por su cate-goría, con todos sus estandartes e insignias, con sus tamboriles batiendo una pomposa marcha pastoril, los romeros que cumplen votos, las músicas, la clerecía, con sus ropa-jes blancos y dorados, la Virgen, áurea, refulgente, llena de luz y de amor, entre ráfagas que parecen rayos del sol mismo, con su corona estrellada, hollando la luna y bendi-ciendo los campos henchidos de aromas, con su sonrisa de paz y de alegría.
Al columpiarse los incensarios, parecen luceros que van y vienen, guiando el trono por el mundo; chorros de humo azul y oloroso envuelven la imagen; gritos mil de un entusiasmo que hincha los corazones mueven el aire, sacudido a la vez por centena-res de ruedas y cohetes que estallan y se desgranan en la altura. Todas las músicas lan-zan sus sones, todas las campanas, sacudidas por febriles manos, estremecen el concur-so con el vibrar de sus bronces; la tierra arde, los ojos lloran, las manos se alzan en un anheloso afán de llegar hasta la Virgen, y ojos piadosos creen ver cómo el pozo rebosa y echa sus aguas fuera, al paso de la procesión y a vista de la imagen.
En esto óyese un clamoreo que parece un trueno lacrimoso… Algún milagro: algún mudo que habla; algún paralítico que estira sus remos…; el suceso siempre queri-do y siempre esperado.
Desde lo alto de las carretas las mujeres gritan, gesticulan y envían besos a la Virgen; los hombres gritan también y, como espoleados por súbitos impulsos, galopan jinetes en sus caballos andaluces, como corriendo la pólvora por aquel llano ardoroso.
Te digo que no puedes imaginar cosa más bella ni más soberbiamente pinto-resca que esta procesión sin alcaldes, sin civiles, sin más bastones de mando que las barras doradas de los mayordomos y el bonete gigánteo del señor cura.
No queda un romero sin su cinta y su rosa planteada, y las llevamos además por docenas, para regalo de los que no vinieron. De estampas, un cargamento, y de rosa-rios y medallas, por fardos.
Cuando la Virgen entró en su casa entró el vértigo de marchar a toda la gente. Yo me he metido en el aposento mayordomal para escribirte ésta, en tanto que engan-chan las mulas y preparan el carro. Y como todo el mundo trajina en lo mismo, el real parece el campamento de un ejército que se da a la fuga.
Doña Micaela ésta que trina: hase encontrado al carrero con una zangarriana muy decente y trae a las mozas al retortero, recogiéndolo todo, acomodándolo todo, con su espíritu casero de hormiga hacendosa. Don Bartolomé echa tabaco y filósofa, dejan-do hacer a su hermana, en tanto que afuera se oye el estruendo de la marcha, las voces de los carreros, el pataleo de las bestias, el son de los incansables y durísimos panderos (que aún viven, aunque parezca milagro), el coro más incansable de las voces humanas y el golpeteo de la porreta en el parche de los zumbadores tamboriles…
Al pasar por delante de mi aposento, va cantando un mozo:
¡Qué solo te quedas,
Virgen del Rocío!
¿Pa qué quies más compaña
que la de tu Niño?
Sí, ¡que sola te quedas! Nuestro carro es el último que sale del real. La carava-na inmensa se desparrama a lo lejos con toda su gritería. Aquí queda sola y triste esta llanura salobre, impregnada de olores de marisma, manchada por los detritus y despojos que trajo la ola humana. Una augusta serenidad va envolviendo el paisaje: los altos pi-nos mecen su fronda con rumor de rezos y suspiros; las matucas marismeñas se despe-rezan a los soplos de la brisa salada; el campanario blanco y silencioso parece un palo-mar saqueado; la llanuras descansa, el terruño duerme….
"¡Al carro, eh, al carro!", me gritan. Al carro, ¡ay!, y que Dios me ampare. Pe-ro yo también he de soltar la mía, ahora que estamos solos:
¡Qué sola te queas,
Virgen del Rocío!
……………………………….
Adiós, adiós, tunantuela. Compadéceme... ¡Ruega por mis huesos!...
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