Roberto Scholtes
Implicaciones de una Reserva Federal en pausa
Historia
La navaja de Occam. En igualdad de condiciones, la explicación que parece más sencilla suele ser la acertada. Este principio, que aplicó el mismísimo Sherlock Holmes en sus investigaciones, fue formulado en la Edad Media por el filósofo Guillermo de Occam y ha sido desde entonces una regla más o menos generalizada a la hora de plantear hipótesis científicas. La navaja de Occam. Imaginen a un hombre de la Edad de Bronce, o si no son capaces piensen mejor en un hombre de ahora, pónganle algo más de pelo (no demasiado, que prácticamente ya ha terminado la Prehistoria), algunas pieles encima y trasládenlo 5.000 años hacia atrás en el tiempo. Sostiene algún tipo de objeto y permanece de pie junto a una potente hoguera que calienta un horno hecho de barro y piedra. Sus compañeros avivan las llamas con rústicos fuelles mientras él, con mucho cuidado, maneja un espeso líquido de color rojo anaranjado que ilumina su rostro. Está serio, concentrado en lo que hace. Está creando un metal. Funde cobre y nadie en el mundo entero lo hace como él. Como ellos. Nadie. Por eso atraen la admiración de tantos desde tierras tan remotas. Navegan miles de millas desde oriente en busca de sus preciados metales. El cobre que se funde ahora, pero también la plata, el oro y aleaciones que parecen obra de la Alquimia.
Con el paso del tiempo, miles de años, terminan controlando no solo el proceso, desde la extracción del mineral, un poco más arriba, hasta su fundición en diferentes emplazamientos como el que ahora ocupan, sino también de desarrollar toda una infraestructura de transporte hasta la costa, donde sus comerciantes tratan con otros comerciantes venidos de distintos puntos del mapa, con los que llegan a acuerdos de venta e intercambio. Aquel hombre y sus descendientes han terminado ocupando, poblado a poblado, camino a camino, un área geográfica estratégica y ahora poseen una cultura propia, una lengua, tradiciones. Casi sin darse cuenta han creado una gran civilización, y como en toda gran civilización hay un lugar, un punto de encuentro en el que se concentran el conocimiento y la riqueza. Una gran ciudad portuaria en la que entran y salen embarcaciones cargadas de sus míticos metales. Una ciudad extraordinaria, a los ojos de aquellos extranjeros que llegan asombrados y se van admirados, y cuentan de su existencia y de sus virtudes o las plasman en dibujos y grabados.
Y entonces llega el colapso. Una catástrofe natural de proporciones extraordinarias. Terremotos e inundaciones que terminan arrasando la ciudad y sumergiéndola bajo el mar, dejando tan solo la leyenda de su glorioso pasado y de su abrupto final, que se transmite de padres a hijos durante siglos y que, como toda tradición oral, termina deconstruyéndose en una suerte de realidad y mitología que acaba llegando, de diferentes formas, a los antiguos escritos.
Puede que aquellos pobladores ni siquiera se hubieran puesto nunca nombre. Puede que cada uno de aquellos pueblos extranjeros que los visitaban tuviera una denominación diferente para darles. Que unos contaran unas cosas y otros, otras, y es muy probable que ninguna fuera del todo cierta ni del todo falsa. El Antiguo Testamento es el primero en recoger numerosas referencias a una tierra llamada Tharshish (del acadio, ‘fundición’, ‘refinería’) de la que provenían el oro, la plata y otros metales del Rey Salomón, que incluso tenía una flota dedicada al transporte de aquella mercancía. Las historias bíblicas de Tharshish se refieren a un pueblo único en el dominio de la minería y la extracción y fundición de metales, con una capital costera a la que arriban barcos de todo el mundo en busca de esos preciados tesoros, pero tampoco ofrece muchos más detalles salvo que, de la noche a la mañana, desaparecieron del mapa. Como si se los hubiera tragado la tierra. O el mar. También en los Diálogos del filósofo griego Platón, concretamente en el Timeo y el Critias, se habla en profundidad de una cultura similar, situada más allá de las Columnas de Hércules (como se denominaba en la antigüedad al Estrecho de Gibraltar), antiquísima, muy avanzada para su época, con acceso a las minas, capacidad para explotarlas, el control de toda la zona y la infraestructura necesaria para vender sus excedentes. Un reino peninsular, o puede que una isla, formado por tres anillos de tierra y bahías circulares concéntricas a cuyo centro se accedía en barco a través de un canal. Platón, en este caso, recurre a la vieja historia de ambición y soberbia castigada por los dioses que, según su relato, destruyen la ciudad agitándola con terremotos, diluvios e inundaciones. Una leyenda muy parecida a la de la Tharshish bíblica, solo que aquí recibe otro nombre: la Atlántida.
Durante siglos, la Historia y la Arqueología han tratado de confirmar de mil formas distintas la existencia del mito de Platón. Se ha buscado por todas partes y hay decenas, centenares de teorías al respecto, tantas como ubicaciones posibles. Ha habido quien rechaza de pleno que tal lugar fuera real y quien cree que, como todo mito, se apoya en un sustrato de verdad y que, atendiendo a las únicas fuentes existentes al respecto, es posible, como mínimo, lanzar una hipótesis sobre su ubicación.
La navaja de Occam. La explicación más sencilla suele ser la acertada: “el único lugar más allá de las Columnas de Hércules en donde hay abundancia de mineral, donde se sabe que existió una civilización que dominaba la fundición de metales, que se adelantó a su tiempo, que ejercía un control geoestratégico de la costa, incluyendo las vías navegables del Guadiana y el Guadalquivir, y que fue asolado por tsunamis de grandes proporciones es Huelva”, explica el arqueólogo y doctor en Historia Claudio Lozano Guerra-Librero. Obviamente, Lozano no se refiere a una enorme ciudad de piedras blancas, de avanzada tecnología y “más grande que Libia y Asia Menor juntas”, como se explica en el Critias, pero sí a una civilización cuya existencia está suficientemente probada. Hay evidencias científicas sobre la destrucción de los asentamientos tartésicos costeros en un tsunami en el siglo VI antes de Cristo en Huelva, poblaciones del Bronce Medio arrasadas por un evento similar en el 1000 a.C y restos del Neolítico que también colapsaron en el 2500 a.C en Doñana. El yacimiento del Cabezo Juré, en Alosno, muy cerca de las minas de Tharsis, demuestra que los pobladores de la zona se dedicaban a la fundición de cobre con crisol en la Península Ibérica. Dos mil años antes de que llegaran los fenicios. Hace 5.000 años.
Probablemente, cree el arqueólogo, la historia de la Atlántida “no sea más que ese contraste geográfico y cultural que hallaron los más antiguos navegantes orientales en la zona más remota a la que iban a por metales” para llevarlos a Naucratis, el emporio griego en Egipto donde llegó en forma de leyenda. Los “eventos de destrucción masiva de aquel pueblo antiguo y poderoso llegaron a los oídos del sacerdote del templo de Sais, este se lo transmitió al legislador ateniense Solón, desterrado en Egipto, y este, a su vez, lo traslada al abuelo de Critias”, que es el joven interlocutor de Platón protagonista en los diálogos “en donde la Atlántida cristaliza por primera vez”.
Es una hipótesis avalada por otros expertos, pero no deja de ser eso: una hipótesis por confirmar. El turno es ahora para el trabajo de campo, pero encontrar en algún lugar de costa, más allá de las Columnas de Hércules, los restos de una posible ciudad perdida no parece tarea fácil. La primera vez que se plantea que la Atlántida, o lo que sea que haya existido, puede estar en la desembocadura del Guadalquivir, en el entorno de Doñana, fue en 1922. La puso sobre la mesa el arqueólogo Adolf Schulten basándose en más de veinte coincidencias entre los textos de Platón acerca del mito y lo que se conocía sobre Tartessos. Murió sin poder demostrar nada, pero en 2004, dos juegos de fotografías aéreas de la Marisma de Hinojos (uno realizado por la NASA en 1956 y el otro por el Eurosat en 1996) abren la caja de Pandora. En las fotos se aprecia un conjunto de estructuras circulares muy parecido al que describe el filósofo griego.
Tras el hallazgo, un grupo de expertos coordinados por los arqueólogos del CSIC Juan José Villarías y Juan Celestino Pérez pusieron en marcha en 2010 una campaña de prospecciones en la zona (alrededor de veinte kilómetros cuadrados) que se prolongó durante cinco semanas. El objetivo oficial, identificar y datar posibles restos arqueológicos. Prácticamente a la par, otra gran expedición, patrocinada por National Geografic y dirigida por el arqueólogo estadounidense Richard Freud, realizó prospecciones similares en la marisma y, como en el caso del CSIC, no pudo sacar conclusiones concluyentes, aunque sí algunos indicios tan sorprendentes como enigmáticos. Bajo la zona de marisma en la que se observaron los círculos concéntricos en las fotos de los satélites se llevó a cabo una prospección geofísica mediante tomografía eléctrica para el equipo del CSIC por parte del doctor Philip Reeder, que identificó una capa anómala situada a unos 6 metros de profundidad bajo la marisma. Aunque Freund se apresuró a atribuirla a los restos de la mítica ciudad, ninguna de las prospecciones arqueológicas ni geológicas llevadas a cabo pueden sustentar con solidez científica esta afirmación. “Aunque conocemos personalmente que existen algunos interesantes resultados de índole arqueológica que apuntan a periodos posteriores”, afirma Claudio Lozano. Habrá que esperar a una campaña arqueológica sistemática para identificar exactamente qué son esos restos de lo que parecen muros bajo el fango de la marisma. En todo caso, si existió algo parecido a la Atlántida es muy posible que ni siquiera esté en la costa actual, sino mar adentro.
Apunten esto también: Transgresión Frandiense. Tras el deshielo de la última glaciación, el nivel del mar comenzó a subir a un ritmo acelerado. Tanto es así que hace unos 12.000 años se encontraba alrededor de 100 metros por debajo del nivel actual y en el periodo transcurrido desde entonces se elevó a un ritmo de unos 15 centímetros cada 10 años, “un ritmo de subida muy considerable y muy agresiva para las comunidades que vivían a orillas del mar o en las desembocaduras de los ríos”. Los trabajos de los doctores Ángela Alonso y José Luís Pagés sitúan el momento de formación de la costa onubense actual, tal y como está hoy, en torno a los 3.500 años antes de Cristo, por lo que los restos de cualquier civilización anterior, como asentamientos o estructuras portuarias, pueden haber sido perfectamente tragados por el mar. Y es allí, y no en tierra, donde habría que buscarlos: en la orilla de hace miles de años, decenas de kilómetros más allá de la actual.
Una curiosa combinación entre Arqueología y Geología se está encargando de buscarlos, o al menos de empezar a acercarse a ellos. El arqueólogo Claudio Lozano, con el apoyo de otros especialistas como el geólogo y catedrático Juan Antonio Morales, se encuentran estudiando toda la costa onubense, desde la desembocadura del Guadiana hasta la del Guadalquivir, a bordo del ‘Rey Gerión’, el catamarán que da nombre a un ambicioso proyecto en el que se pretende conocer cómo era el litoral que hoy está a 60 metros de profundidad. O, dicho de otra forma, cómo era la costa onubense y cómo ha evolucionado desde el Neolítico. Para ello emplean una sonda multihaz, un sónar de barrido lateral, un magnetómetro de protones, un perfilador de fondo, un robot capaz de tomar imágenes del fondo marino y, por supuesto, toda su pericia. Ya hay algunas conclusiones que se han presentado al Congreso de Arqueología más prestigioso del mundo, el IKUWA, que se celebrará en Helsinki en 2022, como la existencia probada de paleocauces (esto es, cursos de ríos que una vez estuvieron en tierra). Haberlos encontrado es “esencial”, afirma Lozano, “porque los asentamientos humanos siempre se producen cerca de fuentes de agua como los ríos, por lo que si hubo ríos es muy probable que hubiera poblaciones alrededor de ellos”. El fondo marino también guarda otros secretos: los barcos. “Hay un gran número de embarcaciones hundidas, de todas las épocas, que probablemente comercializaban con aquellas poblaciones y que son claves para entender quiénes eran”.
¿Atlantes? Probablemente no. O al menos ellos mismos no se llamaron nunca así. Pero a todas luces hubo una civilización que hizo de la minería, los metales y el comercio su forma de vida, que eran poderosos porque nadie en el mundo lo hacía igual y que intercambiaron no solo riquezas, sino también, y muy especialmente, cultura. “Pensemos en un reino que funde metales para generar excedentes al menos desde el 2500 antes de Cristo; que fortalece redes comerciales con Oriente y que participa de una realidad cultural impresionante, diferente, territorialmente extensa y mítica como el megalitismo atlántico para los ojos de los navegantes orientales que arribaban a sus costas”. Y un día, de la noche a la mañana, son tragados por un tsunami. No parece tan raro que acabaran convirtiéndose en un mito. La navaja de Occam.
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