Juan Ladrillero: El explorador onubense que ocultaron de la historia
Historia
El navegante, nacido en Moguer y al que se considera el segundo descubridor del estrecho de Magallanes, fue el primer marino en cruzarlo de oeste a este en un viaje de ida y vuelta, pero el rey Felipe II ordenó silenciar su aventura
Las increíbles desventuras de Ximénez Rabadán, el obispo onubense de Canarias
No hacía ni un mes que había atracado en Sanlúcar de Barrameda después de culminar el viaje más famoso de todos los tiempos, así que, además de cansado, Juan Sebastián Elcano había llegado a Valladolid sin tener muy claro ni el alcance de lo que había conseguido ni mucho menos cómo explicárselo al mismísimo rey, al emperador, que lo esperaba, ávido de noticias, en Palacio.
El ilustre marino departió largo y tendido con Carlos I y le dio todos los detalles sobre aquella primera circunnavegación. Qué tierras había visto, qué riquezas prometían, qué peligros entrañaban… De aquella reunión salió una idea. En realidad salieron muchas, pero una es la que nos interesa contar aquí: había que regresar al paso que habían descubierto entre los océanos, conquistar las Molucas y hacerse con el control del lucrativo comercio de especias que otras potencias estaban ya amenazando.
Hubo que esperar tres años, hasta julio de 1525, para el primer intento. Una flota de siete naves y 450 hombres, al mando de García Jofre de Loaísa y el propio Elcano, partió del puerto de La Coruña en la expedición más grande que se había puesto en marcha hasta entonces. Su objetivo: atravesar y explorar el peligroso y desconocido Estrecho de Magallanes, colonizarlo y alcanzar desde allí las Molucas.
Después de seis meses de travesía, en enero de 1526, la flota llegó hasta la costa próxima al estrecho, pero cuando dieron con la entrada el mal tiempo ya había empezado a hacer de las suyas. Llegaron las tormentas, y con ellas los naufragios, las averías, las disputas y las deserciones. Solo una de las siete naves consiguió cruzar el estrecho y llegar al Pacífico. En el camino se habían dejado a más de 400 hombres, entre ellos Loaísa y Elcano.
La expedición había sido un rotundo fracaso, y a aquel desastre le sucedieron más. Uno detrás de otro, cada intento de explorar, cartografiar y tomar posesión de aquel enclave estratégico antes que ninguna otra potencia acabó fracasando. Decenas de barcos y centenares de vidas sacrificadas hacia una invariable suerte. Parecía que nadie podría conseguirlo nunca, y empezó a correr la idea de que se había convertido en un paso infranqueable.
Sin embargo, un cuarto de siglo después de aquella primera aventura, un hombre, un humilde pero adiestrado marino, logró atravesar aquel laberinto de islas, peligrosas e inaccesibles orillas y laberínticos canales y volver para contarlo. El primero, de entre todos los grandes navegantes que tuvo el mundo, en cruzar, en un viaje de ida y vuelta, el inhóspito Estrecho de Magallanes. Se llamaba Juan Ladrillero y era onubense.
Como la mayoría de sus vecinos de Moguer, su infancia transcurrió entre el campo, el mar y, por supuesto, los barcos. Muchos barcos. El puerto moguereño era en 1505, cuando nació nuestro protagonista, uno de los más importantes de Andalucía. Su privilegiada situación, en la ribera del caudaloso río Tinto y a salvo de los vientos y corrientes del mar abierto, le permitió desarrollar una intensa actividad comercial y pesquera, con una importante flota que iba y venía desde los más importantes puertos de Europa y África, y por supuesto de América.
El comercio, la pesca y el corso forjaron en Moguer hombres diestros, curtidos y respetados en el oficio de la marinería, que era transmitido con pasión y sapiencia de generación en generación. Cuando Ladrillero rindió examen como piloto de la Flota de Indias, con solo 30 años, ya había cruzado el Atlántico veintidós veces, se había hecho cosmógrafo y astrólogo y era un marino de tal renombre que fue llamado por el explorador Pascual de Andagoya para reconocer con él la costa de Tierra Firme y Perú al mando de tres navíos y dos bergantines.
Por aquellas aguas anduvo navegando, como explorador o soldado, hasta que en 1548 decidió tomarse un respiro e irse a vivir con su familia en la tranquilidad de Chuquiago, en Bolivia, donde exploró y cartografió por primera vez el lago Titicaca.
La paz le duró algo menos de una década: el recién nombrado gobernador de Chile, García Hurtado de Mendoza, se había propuesto lograr lo que no habían conseguido sus predecesores y pensó en organizar un nuevo viaje de reconocimiento del estrecho de Magallanes para explorar el paso y tomar posesión, en nombre de la Corona de Castilla, de cuantas tierras se fueran descubriendo. Sabía que para conseguirlo debía contar con el mejor, así que llamó a Ladrillero de su retiro para que dirigiera.
La expedición, compuesta por dos pequeñas naves de 50 toneles cada una, un bergantín y una tripulación de sesenta hombres, partió del puerto de Valdivia el 17 noviembre de 1557. Todos sabían que, como las anteriores, la travesía era prácticamente un suicidio. No había plan de regreso y ni siquiera una ruta definida, y la primera les dio en la frente: nada más salir, una tormenta se llevó el bergantín, y pocos días después el temporal separó a las dos naves.
La San Sebastián, al mando de Francisco Cortés Ojea, ni siquiera pudo llegar al estrecho. Los azotes del mar la dejaron prácticamente destrozada, aunque los supervivientes lograron construir con sus restos un pequeño barco, al que llamaron apropiadamente San Salvador, que los llevó de vuelta a Valdivia.
La nao San Luis, en la que viajaba Ladrillero, había desaparecido, así que todos la suponían ya en el fondo del mar. No imaginaban que el intrépido moguereño seguía a lo suyo.
Empeñado en cumplir la misión que se le había encomendado, se enfrentó a las tormentas y el oleaje, al frío y a la intrincada e inhóspita geografía de la costa Pacífica de Chile, el fin del mundo conocido, hasta que halló una entrada desde el borde exterior de la isla Desolación, y es que ningún nombre es casual en el estrecho de Magallanes: puerta Traición, isla Engañosa, puerto Hambre, bahía Inútil o Última Esperanza señalan a cualquier lector avispado hasta qué punto tuvo (tiene) que ser difícil la exploración emprendida por Ladrillero.
El navegante anotó con minuciosa prolijidad las características y la situación de cada rincón de aquella parte del mundo en un diario de viaje que se conserva en el Archivo del Museo Naval de Madrid. En su derrotero, al que se llamó Descripción de la costa del Mar Océano desde el sur de Valdivia hasta el estrecho de Magallanes, el moguereño apuntó todos los detalles de las costas, de su geografía, los recursos de que disponen o las peculiaridades de la población aborigen en un alarde de meticulosidad que aún sorprende.
No dio en su diario, sin embargo, demasiada información sobre las circunstancias que rodearon el trayecto, aunque no hay que ser ningún genio para suponer que no fueron nada fáciles. A mitad de camino, la San Luis y su tripulación tuvieron que detenerse en un puerto natural donde esperaron a que pasaran los días más duros del invierno. El piloto lo bautizó como Nuestra Señora de los Remedios (ya sabe el lector que ningún nombre es casual en el estrecho), y allí se repusieron durante más de cuatro meses, hasta que, ya en el mes de julio, prosiguieron con el viaje.
El 9 de agosto alcanzaron la boca oriental, en las mismas puertas de la Tierra de Fuego, en el cabo Posesión, donde tomaron el estrecho en nombre del rey Felipe II. Inmediatamente después, fiel, como siempre, a lo que le habían pedido que hiciera, Ladrillero dio media vuelta e inició la segunda parte de su aventura hacia un incierto camino de regreso.
Desde Valdivia al resto del mundo, mientras tanto, se extendía la certeza de que la tripulación de la San Luis, con su admirado capitán a la cabeza, no había sobrevivido y se encontraba ya convertida en cubitos de hielo en alguna escarpada y recóndita orilla o que servía de pasto para los peces en el fondo del mar helado. Las noticias (o más bien la falta ellas) venía a confirmar la creencia de que algún tipo de cataclismo había cerrado para siempre el paso del estrecho de Magallanes y que, por lo tanto, ya no era posible atravesarlo.
Sin embargo, en enero de 1559, catorce meses después de la partida de la expedición, la nave arribó al puerto de Concepción. Estaba prácticamente destrozada, con media tripulación desaparecida y la otra media desfallecida por el hambre, el cansancio, la enfermedad o por todo a la vez. Malogrados, pero vivos, Ladrillero y los suyos habían conseguido lo que nadie había sido capaz hasta entonces, pero no hubo gloria para ellos.
Aunque la pormenorizada descripción que el moguereño hizo de las más de 6.500 millas que había recorrido acabó a buen recaudo en el cajón de algún alto funcionario de la Corona, no salió de allí. La leyenda del cerramiento del paso y el consiguiente fracaso del navegante onubense venía como anillo al dedo a Felipe II porque reprimía cualquier intento de cruzarlo por parte de las demás potencias o de los temidos piratas.
El rey creyó que lo más oportuno, aprovechando el viento a favor, era dejar echado el cerrojo del estrecho y silenciar cualquier dato que apuntara al éxito de la misión, incluido Ladrillero. Nada más se supo de él. Probablemente, el onubense, que ya tenía sus años cuando emprendió aquella última aventura, murió poco después de culminarla a consecuencia de los males del propio viaje.
Su proeza, que permaneció oculta durante décadas, nunca logró la relevancia que se le debía, y aún hoy sigue sin narrarse en los libros de historia. Su nombre ha pasado desapercibido durante siglos, pero Juan Ladrillero demostró que la navegación del estrecho era posible y se le considera, de hecho, su segundo descubridor tras Fernando de Magallanes. No hay estatuas ni monumentos, ni hubo riquezas ni influencia ni fama, pero nadie podrá negar nunca la destreza ni la valentía del capitán Ladrillero. Un humilde marino de Huelva.
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