Mackay: El 'buen doctor' que metió a Huelva en la historia del fútbol

Historia

La vida de William Alexander Mackay estuvo marcada por la desgracia familiar, por su labor como médico y por su cariño a una ciudad que ayudó a transformar en los primeros años del siglo XX

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William Alexander Mackay.
William Alexander Mackay.
Paco Muñoz

26 de marzo 2023 - 07:00

Cada fotografía es un sortilegio. Un truco de magia sobre papel baritado, capaz de detener el tiempo y dejarlo así, quieto, para siempre: una mirada, un beso furtivo, un rayo de luz. Cada fotografía es un recuerdo al que aferrarse, una amistad, un amor, un deseo, una aventura, una desdicha. Un lugar. La que sostiene en su mano es una de esas últimas. La agarra fuerte para que nadie se la arrebate. No quiere perderla de vista porque es probable, y lo sabe muy bien, que sea la última vez que la vea.

Qué puede ser, sino magia: su casa está a miles de kilómetros de distancia y sin embargo puede verla a apenas unos centímetros de los ojos. Casi puede sentir el calor del sol, que ilumina con su fuerza cósmica el cielo azul, inmaculado, bajo el que paseó tantas tardes. La fotografía no puede enseñarle los colores, pero es fácil recordarlos, intuirlos, como intuye el verde brillante y tupido del jardín que abre paso a la finca, el crema de las paredes y el ceniciento roto de las tejas en la altiva y hermosa torre. La veleta negra y brillante y el blanco poderoso de las rosas recién nacidas, o el de la coqueta escalinata. Por un segundo, percibe el tacto gris del granito de la barandilla enfriándole la mano mientras la recorre de arriba a abajo.

Adoraba quedarse quieto allí, atento al canto de los pájaros y al trasiego intermitente de la gente. Fijándose mucho, uno podría escuchar en la foto el ding-ding de la bicicleta del chico de los recados, y apretando los ojos sería fácil verlo llegar por la derecha, paseando por el camino de gravilla de las Viñas de San Pedro y dejando un ejemplar de La Provincia por aquí o una barra de pan por allá, para enfilar después el camino de vuelta tomando el callejón de Montrocal, luego San Sebastián hasta la calle del Puerto, donde seguro le espera el patrón para hacerle los últimos encargos antes de regresar a las pescaderías. A su espalda, allá en el cerro, el Hospital, y más abajo se perfila la cuesta que lleva al barrio del Matadero.

La casa del doctor Mackay a principios del siglo XX. A la izquierda puede verse la clínica que regentaba con Ian Macdonald.
La casa del doctor Mackay a principios del siglo XX. A la izquierda puede verse la clínica que regentaba con Ian Macdonald.

La ciudad había cambiado mucho desde que llegó, hacía ya más de cuarenta años. También él. Aquel día, el coche lo había dejado en la puerta del Hotel Colón, el fastuoso edificio inaugurado hacía apenas un mes y que se convertiría en su casa por unos años. Atrás, un largo viaje desde Edimburgo, pasando por Londres, París, Madrid y Sevilla, hasta llegar a aquella pequeña y prometedora ciudad. Huelva. No sonaba tan mal, al fin y al cabo, por mucho que a simple vista pareciera, al menos desde allí, un despoblado y pobre erial. No podía por entonces imaginar la vinculación que llegaría a sentir por aquella tierra en la que viviría los mejores días de su vida. También los peores. Pero antes de llegar a eso lo mejor será dejarle ahí, frente al impresionante hotel, cargando una enorme maleta mientras observa el paisaje, y contar su historia desde el principio.

William Alexander Mackay había nacido 22 años antes, “el 10 de julio de 1860, en la calle Russell de Lybster, una pequeña localidad del condado de Caithness, en las Highlands de Escocia”, cuenta el historiador Alejandro López, miembro del departamento de Historia del Recre y biógrafo del fundador del Decano. Hermano de otros diez niños, su infancia transcurrió feliz entre juegos, imponentes acantilados, un mar embravecido y los primeros años de estudio en la escuela elemental. En 1874, tras la muerte de su padre -el reverendo John Mackay- se marchó con su madre y sus hermanos a vivir a Edimburgo, donde continuó sus estudios, primero en el Royal High School y después en la Universidad de la ciudad, en la que ingresó en 1878 para estudiar Medicina. Precisamente acababa de terminar la carrera cuando su hermano, John Sutherland Mackay, lo llamó para que que se fuera con él hasta Huelva para ayudarle en su trabajo en la Rio Tinto Company Limited y, de paso, curtirse en el oficio. Corría el año 1882 y la Compañía acababa de reestructurar y ampliar su organigrama médico ante la evidencia de que había mucho por hacer en aquella pequeña provincia del suroeste español, donde la comunidad británica estaba empezando a echar raíces y, con ellas, a requerir cada vez más servicios. Comenzaban, además, a ser alarmantes los problemas que estaban causando en la población enfermedades como el paludismo, o los males respiratorios provocados por las ‘teleras’ en las que se quemaban las piritas de las minas.

Y allí estaba ahora, maleta en mano, frente al que sería su hogar hasta unos cuantos años después. William Alexander firmó su primer contrato con la Rio Tinto Company el 12 de julio de 1883, aunque para entonces ya había desarrollado una intensa actividad médica. Nada más llegar se convirtió en el primer médico residente del Hotel Colón, donde atendía a los empleados de la empresa en Huelva y también a los marineros británicos que llegaban al puerto en los barcos que cargaban el mineral. Aquel mismo año puso en marcha las primeras ‘casas de reposo’ en lo que hoy es Punta Umbría, donde se alojaban empleados y directivos de la Rio Tinto para reponerse de sus dolencias. Mackay se trasladaba semanalmente en barco para atenderlos y constatar que, tal y como pensaba, no había tónico más poderoso y saludable que el sol y la brisa del mar.

Sus métodos novedosos, incluso revolucionarios, hicieron que su nombre empezara muy pronto a destacar en las revistas científicas de la época. Cuando se inaugura el primer Hospital de la Rio Tinto Company en Huelva, en la calle San Andrés -que posteriormente fue el edificio, ya desaparecido, del Colegio Francés-, el doctor Alexander Mackay (Don Alejandro, como se le conocía en la ciudad) era ya un cirujano respetado en la profesión y un ciudadano muy querido y admirado. Y eso que había llegado hacía solo tres años.

Mackay dejó de vivir en el Hotel Colón tras su boda con Catherine María Bannerman en Edimburgo. La pareja se mudó a los altos de su consulta de la calle Monasterio (la actual Vázquez López), y unos años más tarde se trasladó a la calle La Fuente. El mundo se asomaba ya a las puertas del siglo XX y Mackay se había convertido en un ejemplo de hombre de su tiempo. Su prestigio como cirujano empezó a extenderse por toda Andalucía, y el Hospital Inglés de la calle San Andrés, cuyas instalaciones había diseñado él mismo atendiendo a las novedosas medidas higiénico-sanitarias de las que tanto se empezaba a hablar en la época, estaba considerado una muestra de modernidad. La vida le sonreía, pero empezó muy pronto a mostrarle su cara más amarga.

En 1896 murió, con solo seis meses, su hijo Alex, abriendo la puerta a una sucesión de desgracias que continuó con el fallecimiento de su esposa Catherine durante el parto del que hubiera sido su sexto hijo. Luego Sheila y los gemelos Juanito, en marzo 1899, y Molly, en enero de 1902, y seis meses más tarde murió su hija Anita, todos ellos como consecuencia de la misma enfermedad hereditaria: la fibrosis quística. En el plazo de unos pocos años, que casi podría haber contado con los dedos de una mano, Mackay había perdido a toda su familia, y aunque hoy en día eso hubiera bastado para hundir a cualquiera, por entonces la gente estaba hecha de otra pasta, más aún si eras un miembro del clan Mackay, uno de los más antiguos y poderosos de Escocia, conocido por la capacidad de resistencia, la fuerza y el tesón de quienes formaban parte de él. El médico hizo gala de la leyenda familiar y se aferró a su vida en Huelva refugiándose en sus dos grandes pasiones: la medicina, por supuesto, y también su querido club de fútbol.

Si por algo es popular William Alexander Mackay en Huelva es por su participación en la fundación del Recreativo, pero es probable que, ciento treinta y tantos años después, aún no se conozca en toda su dimensión el papel real que desempeñó en todo aquello. Mackay empezó a jugar al cricket desde muy joven, aunque fue en la Universidad donde destacó tanto en aquella disciplina como en otras como el tenis o el fútbol. Era un gran amante del deporte, pero es que además, como médico, tenía muy claros sus beneficios para la salud, así que no es de extrañar que, en cuanto vio, desde la ventana de su habitación del Hotel Colón, a algunos de sus compatriotas jugando al fútbol, decidiera hacerse cargo de la organización de un pequeño club. Le echó el ojo a un solar al final de la Vega Larga, frente a la Fábrica de Gas -propiedad del también escocés Charles Adam- y lo convirtió en un terreno de juego. Aquel extraño deporte atrajo muy pronto a los jóvenes onubenses que iban a menudo a ver los partidos, y terminaron pidiendo permiso para participar. Y ahí es donde la presencia de Mackay termina siendo fundamental, como explica Alejandro López: “A diferencia de otros compatriotas, Mackay era de carácter abierto y generoso, y no se consideraba de un nivel social superior”, no en vano era el hijo de un pastor presbiteriano de un pueblo de menos de 1.000 habitantes, por lo que “se mostró muy receptivo a incorporar a cualquier joven local que quisiera a los partidos que organizaba”. De no ser por él, “probablemente en Huelva no habríamos pasado de tener un club social exclusivamente para los británicos”.

Gracias a ese carácter abierto, José García Almansa, Ildefonso Martínez, Alfonso Le Bourg, y algunos otros “se convirtieron en los primeros españoles que jugaron asiduamente al fútbol”, cuenta López. Lo que vino después ya es historia: Mackay vio muy claro que había llegado el momento de organizar un club serio y convocó dos reuniones, los días 18 y 23 de diciembre de 1889, en las que quedó legalmente constituido el Club Recreativo de Huelva. Charles Adam, el mayor del grupo y propietario de los terrenos donde se jugaban los partidos, fue su primer presidente. El médico, que tenía en esos momentos 29 años, fue solo vocal en aquella primera directiva, aunque participó activamente en la construcción del Club: el campo de fútbol del Velódromo (el primer estadio de España) o el escudo azul y blanco (los mismos que las banderas de Huelva y Escocia -y los colores de los Mackay-) fueron, nada menos, sus primeras aportaciones. En 1896 fue nombrado presidente, un cargo que mantuvo hasta 1924. Ninguna otra persona ha estado tanto tiempo dirigiendo los destinos de un Recreativo que ya por entonces llenaba de orgullo a los onubenses y que, además, se había convertido en un modelo a imitar en toda España. Cuando en los años 20 el fútbol empezó a profesionalizarse, Mackay entendió que los tiempos habían cambiado y decidió dejar en nuevas manos el club que tantas satisfacciones le había dado.

Don Alejandro logró rehacer su vida, por supuesto. Volvió a casarse (en 1906), tuvo otros cuatro hijos (Louisa, Ursula, Ian y Alastair) y levantó su propia clínica: un enorme y bonito edificio en la zona de Viñas de San Pedro (donde, además, construyó su casa) que dirigió junto a su sobrino, el también cirujano Ian Macdonald, y que terminó siendo una referencia a nivel nacional “para el tratamiento de ciertas enfermedades, y para operaciones quirúrgicas que entonces muy pocos hacían en España”, cuenta Alejandro López. A su clínica venían a operarse personajes de la alta sociedad de buena parte del país, “lo que sin duda dio buen nombre a una ciudad tan pequeña" como Huelva. Hasta el mismísimo Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de Medicina, se pasó por la ciudad expresamente para conocer las técnicas usadas por Mackay y Macdonald en la clínica. El doctor tenía sitio para todos: los jueves los dedicaba a la atención de los pobres, “e incluso hacía visitas a enfermos de pueblos de la provincia cuando se le requería, o cuando había algún accidente de los primeros vehículos a motor que circulaban por nuestras malas carreteras”. También tuvo una amplísima vida social: el doctor organizaba grandes veladas en su casa de las Viñas de San Pedro (que aún se conserva) y “aparecía habitualmente en las listas de donantes de cualquier cuestación que se organizase”. También su mujer “solía formar parte de las organizadoras de rifas benéficas”, entre ellas las Galas de la Cruz Roja que se celebraban anualmente en la Casa Colón.

Rótulo original de la "calle de los doctores Mackay y Macdonald".
Rótulo original de la "calle de los doctores Mackay y Macdonald".

En 1923, Mackay fue nombrado Hijo Adoptivo de la ciudad. El acto, en el que también se rotuló una calle de la ciudad con su nombre y el de su sobrino Ian, terminó con un pequeño discurso de agradecimiento en el que reconocía que había “sufrido en Huelva las mayores angustias de mi vida y las mayores alegrías también”, y que por esa misma razón no le disgustaría pasar en aquella tierra sus últimos días: “Muy contento me quedaré para siempre”, dijo, “bajo la sombra de los cipreses, rodeado de amigos, durmiendo el último sueño y esperando el eterno amanecer bajo las estrellas del firmamento azul de Huelva”.

Pero el destino, si es que es verdad que está escrito, suele tener planes muy diferentes a los nuestros. En mayo de 1925 firmó su renuncia como consultor de la Compañía. En junio de 1926 se marchó a pasar unos meses de vacaciones a la casa familiar de Heathmount, en Escocia, para regresar a Huelva en noviembre e irse de nuevo a Heathmount en el verano 1927, solo que esta vez ya no pudo volver. Mackay murió lejos, pero en realidad no lo estaba tanto. A su lado, sostenida con mano fuerte, le acompañaba una foto que llevaba en el bolsillo siempre que salía de viaje. Una foto de su casa. De su querida Huelva.

La estatua que nunca se hizo y una calle mal rotulada

La muerte de Mackay en julio de 1927 dejó a la ciudad de Huelva huérfana de uno de sus principales valedores, un activo ciudadano y social cuya pérdida no pasó inadvertida para los onubenses. Al poco de su fallecimiento ya se hablaba de la necesidad de reconocer su labor en la ciudad a través de una estatua. La promesa quedó en el aire, y aunque en los últimos años se ha retomado la idea en contadas ocasiones, sigue siendo una deuda pendiente: “Creo que tanto Huelva como el Recreativo están en deuda con él y ese monumento ha de hacerse”, reconoce Antonio López, para quien no hay duda de que “si se hubiera fundado el primer club del deporte más popular y universal del mundo en cualquier otra ciudad de España, el fundador tendría una gran estatua desde hace décadas”. Incluso el estadio “llevaría con orgullo su nombre”. De momento no estaría mal, al menos, corregir el error de rotulación de la ‘Calle de los Doctores Mackay y Macdonald’ que le dedicó la ciudad en 1923, porque, efectivamente, nunca existió en Huelva nadie que se llamara ‘Mackay Macdonald’.

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