'Muelle del Tinto': El ingenio de hierro que asombró al mundo
George Barclay y Thomas Gibson se encargaron de su diseño
Construido para el embarque del mineral que llegaba por tren desde Riotinto, está considerado un emblema de la ingeniería industrial del siglo XIX y un símbolo de la ciudad
Galería: Un paseo por el Muelle del Tinto
Aquella luz era hipnótica. No había nada igual en todo el mundo, estaba seguro. No la había ni siquiera en Madrás y desde luego no la había en Londres ni en su Earsdon natal. Tardaría un tiempo en volver a verla, así que se quedó allí, mirándola pasmado, como si la absorbiera. Empezaba a cambiar la marea y el viento agitaba las alas de su estrecha chaqueta. También lo echaría de menos. Y el olor. Añoraría muchas cosas de aquella tierra, pero hoy se iba a quedar con su luz. La guardaría en la pupila para sacarla siempre que la necesitara. Bastaría con cerrar los ojos e imaginarse allí de pie, como estaba ahora.
-Gibson, vamos.
Lo reclamaba su compañero de fatigas durante dos largos años de duro trabajo en Huelva, apretándole el hombro con gesto paternal. George Barclay Bruce era un hombre serio, aunque no adusto, y sobre todo tremendamente sabio. Casi no se lo creyó cuando llegó el telegrama que le enviaba la Compañía pidiéndole que volviera a trabajar con él. Tampoco es que pensara que era un don nadie. Era consciente de que había cumplido con creces en la India y en Newcastle, pero que su mentor quisiera tenerlo allí le hacía sentirse especialmente orgulloso. Aquel había sido un reto de los buenos, de los que determinan el éxito o el fracaso de una carrera. De los que pueden hacerte, o no, pasar a la posteridad. Aunque más que un reto fue una aventura, y también una osadía que recordaba ahora con cierta nostalgia mientras acariciaba el frío y suave hierro de las barandillas del muelle.
La Compañía estaba poniendo toda la carne en el asador para su proyecto en Huelva. La inversión iba a ser millonaria y no iban a dejar nada al azar. Sabían que tendrían que poner en marcha, y además hacerlo rápido, importantes obras de infraestructuras que lo llevarían, nunca mejor dicho, a buen puerto. Por eso contrataron al mejor. Comprar al Estado español las minas de Riotinto no había sido fácil, pero ni la larga espera ni los procesos frustrados (uno detrás de otro) acabaron con la paciencia de Hugh Matheson, que fue capaz de aunar el interés de un buen grupo de inversores que conocían muy bien las posibilidades de la mina, como Sundheim, Doetsch o Quentell, y negociar la compra a una España más ocupada en salvarse de la bancarrota y encontrar la estabilidad política que en su futuro. Así, en medio de la guerra de Cuba, de las guerras carlistas, el asesinato de Prim y el nacimiento de la Primera República, Minas de Río Tinto pasó a las manos británicas de la Rio Tinto Company Limited.
Sus jefes, le había explicado Barclay, pretendían diseñar, costara lo que costara, un sistema capaz de sacar todo el provecho posible de la explotación creando desde cero una infraestructura que llevara la materia prima desde aquellas tierras del norte hasta la costa, y de allí a los países compradores, a través de una línea de ferrocarril y un muelle para la carga del mineral, eliminando así el anticuado, lento e ineficaz sistema de carretas y pequeñas barcazas. Aquella era una mina de oro, en lo literal y en lo figurado, y también de cobre, plata y el codiciado azufre de pirita, un mercado en expansión que prácticamente solo dominaba Sicilia. Se trataba de una infraestructura imprescindible para llevar el mineral a Europa de forma masiva y rentable, así que el propio Matheson había viajado a Huelva con Barclay para que, sobre el terreno, concibiera el mejor trazado de la línea de tren y el diseño más adecuado para el muelle. No había límites pero sí una condición: debía hacerse rápido. Su mentor no perdió el tiempo: diseñó un ambicioso proyecto, lo llamó a él a dirigirlo y dos años después ya estaba funcionando el ferrocarril de Riotinto a Huelva. Una línea de vía estrecha de casi 84 kilómetros que enlazaría las minas con el cargadero, que por esa fecha todavía estaba en construcción. El trazado, brillante, evitaba pendientes imposibles de una forma tan simple como eficaz: seguir el propio curso del río, aunque para lograrlo tuvieron que construir ocho grandes puentes y cinco túneles, entre otras obras de mayor o menor envergadura.
El resultado final estaba ahí, bajo sus pies, pensaba Thomas Gibson mientras abandonaba por un momento su ensimismamiento y se giraba a atender a su amigo.
-Sí, sí. Deme unos minutos, George. Por favor.
Barclay sonrió y se alejó un poco, con paso lento, mientras miraba de reojo a poniente, contemplando la misma luz rojiza, prácticamente malva, que encandilaba a su amigo. Él también había disfrutado de ella unos días antes, cuando, recién llegado de Londres, dio un furtivo paseo para inspeccionar el resultado del trabajo que tantos quebraderos de cabeza les había dado. En eso mismo pensaba Gibson mientras escuchaba, abajo, el rumor del pequeño oleaje contra los grandes pilotes.
La primera vez que se enfrentó al problema, ya viviendo en Huelva, fue cuando se lo plantó sobre la mesa el responsable de la empresa adjudicataria de la obra, Clark and Punchard, un minuto antes de decirle que renunciaban al contrato. Ese muelle, decían, no se tendrá en pie. Tenían razón. El sistema de cimentación diseñado por Barclay (mediante pilotes de hierro enroscados al fango del fondo de la ría) no aportaba la estabilidad suficiente. Por más que se profundizara, el suelo era demasiado blando, así que las columnas, aunque quizás sirvieran para sujetar el muelle, no soportarían ningún peso más. Se vendrían abajo en cuanto pasara un vagón por encima.
El problema los mantuvo en vela durante días. No pegaba ojo pensando en una solución que no echara por tierra todo el diseño. Hasta que al fin apareció. Quizás fuera una locura, pero los cálculos decían que funcionaría, así que, con el visto bueno de Barclay y del nuevo responsable de la ejecución, John Dixon, se pusieron manos a la obra con una idea tan osada como inédita, de la que no había antecedentes conocidos y que podría suponer su éxito definitivo como ingeniero o su caída en desgracia para siempre. A falta de un suelo con suficiente resistencia, construirían unas grandes plataformas de madera que depositarían en el fondo de la ría, de forma que sostuvieran la mayor parte de la carga del muelle. Las plataformas se construirían en la orilla y se llevarían flotando hasta su posición definitiva. Luego las harían descender al fondo de la ría lastrándolas con lingotes y raíles de hierro y, finalmente, serían colocadas correctamente por grupos de buzos, que las ‘atornillarían’ a los pilotes hincados previamente.
La aprobación de Dixon era ya una garantía de que la idea, pese a las críticas suscitadas, no era del todo descabellada. El constructor era célebre por entonces por sus trabajos en los diques del Támesis o en la Isla de Man. Cuando lo llamó George Barclay Bruce se encontraba en Egipto, en plena construcción de un puente sobre el Nilo, pero Dixon no era un hombre al que le asustaran los retos, más bien al contrario. Dejó su puente a buen recaudo y, con las mismas, se presentó en Huelva. Corría el mes de julio de 1874. En septiembre comenzaron los trabajos.
La colocación de las bases de madera se hizo sin mayores contratiempos, pero hincar los pilotes fue obra de titanes. Por suerte, contaba con la experiencia de Dixon. En la cabeza de cada columna se calaron 8 radios de 5 metros de largo cada uno que eran girados por ocho hombres, al principio, y hasta 112 en los últimos metros. Con cada vuelta se avanzaba 1 centímetro. Poco a poco (muy poco a poco) se lograba hincar el pilote hasta la profundidad prevista, con algún que otro percance, eso sí, como la arena que iba adentrándose en el pilote hasta el punto de hacer casi imposible seguir girándolo y que eliminaron introduciendo agua a presión por dentro de las columnas.
Después de los primeros 62 pilotes llevaron a cabo las primeras pruebas de carga. Para hacerlo tuvieron que parar la obra durante tres meses, lo que costó más de una discusión con los propietarios de la Compañía. Superadas las pruebas, en diciembre continuaron con la cimentación. En total, el muelle se sostenía sobre nada menos que 240 pilares hincados a base de fuerza, tesón y astucia.
Allí, desde lo más alto, Gibson los observaba con satisfacción mientras el agua rompía contra ellos. Estaba orgulloso, como sin duda lo estaría Barclay, que volvía a llamarlo, aunque esta vez el tono de su voz barruntaba cierta impaciencia. Se giró, anduvo unos metros hasta llegar al grupo de hombres que lo esperaba, los saludó cortésmente y empezó a exponerles algunos detalles de la infraestructura, como la curva que hacía el muelle a unos 230 metros de la orilla, dispuesto así para situar el embarque de forma paralela a la cubierta de los barcos, salvándolos de tener que bregar contra las fuertes corrientes de la ría; o el impresionante (a su juicio, claro) sistema de carga por gravedad. El muelle estaba conformado por tres diferentes niveles, sobre las que se habían dispuesto 7 líneas de raíles. Los vagones que llegaban desde las minas hasta la estación eran empujados por una locomotora a lo largo de una pendiente ascendente hasta la cumbre del muelle, desde donde descendían por gravedad hasta los canalones de descarga a los barcos, donde volcaban el mineral. Después, los vagones descendían de nuevo por sí solos hasta la playa, eran arrastrados hasta la estación y se cargaban de nuevo.
-Cada vagón -se pavoneaba Gibson ante los satisfechos propietarios de la Rio Tinto Company Ltd.- puede descargar siete toneladas en menos de un minuto.
Tras recibir el aplauso de los presentes, hizo una pequeña reverencia con la cabeza y se volvió por donde había venido, dejando que George Barclay siguiera con las explicaciones.
Paseó de nuevo por el muelle, deslizando su mano derecha por la barandilla, y al cabo de un minuto se paró de nuevo a mirar el horizonte. Acariciaba el hierro como quien acaricia a un hijo. Pronto comenzarían las últimas pruebas de carga y, con suerte, en mayo comenzaría a funcionar. Quién sabe si por cien años, o incluso puede que más. No sabía, como nadie sabe, qué le depararía el futuro. No sabía si sería aceptado en la Institution of Civil Engineers por la ejecución de aquel gigante de hierro y madera, ni en qué país o en qué ciudad estaría dentro de unos años y mucho menos si sus nietos, o los nietos de sus nietos, podrían llegar un día a tocar esos mismos hierros que él acariciaba ahora. Posiblemente no. Posiblemente dentro de cien años aquella maravilla que tanto trabajo y tantas alegrías le había dado sería solo chatarra, y que otro muelle, con otra forma y fabricado con materiales que ahora ni siquiera podía imaginar, lo habrían sustituido. De lo que sí estaba seguro es de que aquella luz imponente seguiría asombrando a todos mientras hubiera atardeceres. Suspiró y se concentró en eso: en aprovechar el privilegio de ser el primero en admirar, desde allí arriba, una puesta de sol.
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