La 'San Miguel' de Mazagón, el último recuerdo del ‘Puerto de Hambre’
Historia
La playa del arroyo Julianejo esconde los restos de uno de los 23 barcos que iniciaron en 1581 la frustrada conquista española del Estrecho de Magallanes
Hay destinos que están malditos. Lugares escritos en algún libro de futuros inciertos. Cartografiados sobre mapas secretos y marcados, con grandes cruces de color rojo (de rojo sangre), en las derrotas de los viejos marinos. Hay sitios a los que es mejor no ir, y el pirata supo que aquel era uno de ellos en cuanto puso un pie en tierra. Port Famine, lo llamó Cavendish. Puerto de Hambre, aunque también pudo haberlo llamado Puerto de la Desesperanza, o directamente Puerto de la Muerte, y no hubiera errado lo más mínimo. Lo primero que notó, antes incluso que el frío húmedo que le calaba los huesos hasta el tuétano, fue el olor a podrido que desprendía el poblado. No era por los restos descompuestos de los cormoranes, que habían servido de alimento tanto tiempo, ni por las chozas sucias y abandonadas o los fortines desechos de suciedad y ruina, sino por los muertos. Los había por todas partes. Tirados por el suelo, atados a sogas que colgaban de los árboles, tumbados en sus catres… Algunos aún respiraban, pero ya eran muertos vivientes. Caminantes que sobrevivían, como sonámbulos, a la inanición y la locura. El corsario había hecho una última parada en Rey Don Felipe para rescatar algunas piezas de artillería y algo de comida. No esperaba encontrarse con aquel sobrecogedor escenario, así que quiso poner agua de por medio cuanto antes. Solo uno de los 15 hombres y 3 mujeres que quedaban vivos había accedido a embarcat con él de regreso a Inglaterra con la promesa de dejarlo libre en el primer puerto cristiano que encontraran. Solo Tomé Hernández se convertiría en el único superviviente de entre los más de 300 españoles que trataron de poblar por primera vez las tierras del Estrecho de Magallanes.
La trágica aventura había empezado nueve años antes, en agosto de 1578, cuando Francis Drake cruzó por primera vez el Estrecho para llegar al océano Pacífico desde el Atlántico e iniciar una imparable carrera de saqueos a naves y ciudades coloniales españolas, que se habían quedado tan sorprendidas por la irrupción del pirata que apenas pudieron reaccionar. Alarmado, el virrey de Perú, Francisco de Toledo, envió a dos grandes navíos a cazarlo. No alcanzaron al inglés, pero la expedición sirvió para que el capitán de la flotilla, Pedro Sarmiento de Gamboa, que además de marino era un erudito e inquieto aventurero, aprovechara para realizar un viaje de exploración y sondear durante unos meses los secretos del Estrecho, que seguía siendo un perfecto desconocido pese a que había sido descubierto por Fernando de Magallanes sesenta años atrás. Allí, a bordo del Nuestra Señora de Esperanza, el gallego recorrió sus costas para reconocer las aguas, las islas, cabos, golfos y calas de la inhóspita región, y regresó a España en 1580 con una idea en la cabeza: convencer al rey Felipe II de que pusiera en marcha una gran expedición para poblar y fortificar el Estrecho. De esta forma, pensaba, se cerraría el tránsito de barcos enemigos (y de piratas como Drake) entre los dos océanos y España aseguraría su supremacía militar y colonial en América.
La conquista del Estrecho ya había rondado en Palacio desde su mismo descubrimiento. En tiempos de Carlos I, padre del rey, el proyecto había sido desechado por el Consejo de Indias, pero esta vez parecía diferente. El Plan de Sarmiento de Gamboa era muy concreto: se trataba de construir dos fuertes bien provistos de artillería, uno a cada lado de la que llamaron Primera Angostura, que conformaran un cerrojo definitivo al paso de cualquier nave que no fuera bienvenida. Contaba Gamboa, además, con la baza de su experiencia y su conocimiento de la zona, así que el rey Felipe aceptó poner en marcha la arriesgada y ambiciosa empresa. Nombró al gallego “gobernador y capitán general del dicho Estrecho y de los fuertes y poblaciones que en él se hicieren” y designó a uno de sus mejores soldados, el capitán general de la flota de Tierra Firme Diego Flores de Valdés, para dirigir militarmente una expedición que apuntaba maneras de histórica. Lo que pasa es que la Historia, al fin y al cabo, no es más que la consecuencia de las buenas o malas decisiones de quienes la protagonizan, y la elección de Flores de Valdés terminó siendo una de las malas, o quizás lo fuera no haber escuchado sus consejos. Sea como fuere, la realidad es que la propia expedición fue en sí misma una mala, malísima, idea. Pero eso, claro, se supo después.
Y así nació la efímera Armada del Estrecho. Una gran flota conformada por 23 navíos y más de 3.000 personas, entre soldados y pobladores, que tenía como misión, primero, llegar al Estrecho de Magallanes -que no era poca cosa- y, segundo, fundar, fortificar y mantener en pie las que serían las primeras ciudades españolas de la Patagonia Chilena. A Flores de Valdés el proyecto no le gustaba nada, así que anduvo poniendo objeciones desde el primer día. Creía el soldado que la Corona tenía asuntos pendientes mucho más importantes en América que entretenerse en poblar un territorio hostil y baldío que no quería nadie no era. Pero es que, además, ni siquiera pensaba que fuera posible. Fortificar el Estrecho era prácticamente una quimera debido a su extensión y a su geografía angosta y salvaje, pero la sola idea de intentar poblarla casi le hacía reír. ¿Con qué sustento? ¿Qué podrían cultivar o criar allí, entre arena, macizos y glaciares? ¿Quién sobreviviría al frío, la lluvia y el viento constantes? Y aunque así fuera, ¿para qué? Las dudas de Flores de Valdés no bastaron para que el rey desistiera de la idea, ni por supuesto para que Sarmiento de Gamboa se la replanteara siquiera. Más bien al contrario, daba por hecho que el capitán estaba inventando objeciones porque en realidad estaba celoso de su papel secundario en la aventura, si es que no escondía otras razones más turbias. La poderosa escuadra empezó a prepararse en Sevilla en 1581, pero, a pesar del empeño de unos y para gusto de otros y sus cortapisas, no estuvo lista hasta dos meses después de la fecha fijada por el Rey. Al fin, harto de retrasos, el duque de Medina Sidonia (capitán general de Andalucía) ordenó que se preparase la salida para el 27 septiembre.
Uno de los grandes errores que se ha achacado históricamente a los responsables de la expedición para la conquista del Estrecho ha sido el de no haber prestado nunca la debida atención a la opinión de los marineros, que poco sabían de política, pero mucho de la mar y sus demonios. Las advertencias de los más veteranos sobre la inminencia de un fuerte temporal de lluvia y viento no frenó el empeño del duque en que fuera ese día y no otro cuando la galeaza San Cristóbal, que hacía de capitana, y las otras 18 naos y 4 fragatas que constituían la flota salieran del puerto de Sanlúcar para encontrarse frente a frente con el desastre o, los menos afortunados, con la muerte. El cordonazo de San Francisco (que fue látigo, más que cordón) les dio de lleno, tal y como habían predicho los que sabían de eso, deshaciendo la formación de la flota al primer golpe. Pronto, el viento y el oleaje dispersaron las naves, que se las fueron componiendo como pudieron para encontrar el camino de vuelta a puerto. Como tantas veces había ocurrido antes, y otras muchas ocurriría después, algunas se toparon con la implacable costa de Arenas Gordas.
A la nao La Gallega, al mando de Martín de Quiroz, se la tragó el mar onu
bense después de ponerla boca abajo en algún punto cercano a la zona de La Higuera, en la Playa de Castilla, que -contaron- estuvo recibiendo cadáveres durante varios días. Casi al lado, en El Picacho, se hundió la Espíritu Santo, de la que solo se salvó el piloto, aunque por poco tiempo, porque murió poco después de pisar tierra firme. La nao San Miguel, que tocó fondo frente al arroyo del Julianejo, en Palos, tuvo la suerte de hacerlo cerca de la orilla, así que tuvieron que contar menos muertos que en las otras dos. Agunos, eso sí, eran insignes personajes como don Diego Martínez, que iba a ser el alcaide de uno de los dos fuertes, cuyos planos, para colmo del mal augurio, viajaban también en el barco bajo el brazo del mismísimo arquitecto de Felipe II, Bautista Antonelli, que se salvó de milagro. Por último, la vieja nao Nuestra Señora de la Esperanza se perdió más allá de Cádiz y poco más se supo de ella. En total, cuatro naufragios y cerca de 800 muertos y desaparecidos. Los demás barcos regresaron a Cádiz como buenamente pudieron. La expedición ya era un desastre y aún no había comenzado.
Dos meses duraron las tareas de reparación y apresto hasta que, al fin, el 9 diciembre, la flota, ahora con 16 naves, partió de nuevo hacia el Estrecho. Para entonces, las diferencias entre Flores de Valdés y Sarmiento de Gamboa era ya una guerra abierta. El primero insistía en que la misión era prácticamente una fantasía imposible de llevar a cabo, además de temeraria y muy cuestionable estratégicamente. El segundo, por el contrario, pensaba que las dificultades que Flores ponía a cada paso eran exageradas, cuando no se basaban en la mentira, y que aquello no era más que una treta de Flores para ocultar su miedo y su falta de pericia al mando de la flota. En medio de las deserciones, los robos y los sabotajes, la flota zarpa hacia Cabo Verde, y desde allí, ya en el mes de febrero de 1582, inician el viaje hasta Río de Janeiro, a donde llegan en marzo. En el camino habían perdido otras 153 vidas a causa de la mala alimentación y la escasez de agua potable, y otras 200 personas llegaron enfermas. La parada en Brasil duró hasta noviembre. Nada menos que ocho meses que acabaron siendo otro despropósito: los víveres y pertrechos fueron robados o vendidos ante la desesperación de Sarmiento de Gamboa y la indolencia de Flores de Valdés. A pesar de todo, la flota termina zarpando a Buenos Aires, última parada antes del Estrecho. Solo cinco barcos llegaron a Magallanes, pero allí se encontraron con un nuevo problema: el clima. El viento, las corrientes y el oleaje hacían imposible adentrarse en el canal, así que Flores de Valdés, harto de tanta penuria (puede que feliz de que los hechos le estuvieran dando la razón), ordenó dar media vuelta hasta Río para desde allí regresar a España. Sarmiento, sin embargo, no se rindió y pidió a Felipe II más tiempo y nuevos barcos para acabar el encargo por sí mismo. El rey se los dio y el gallego se hizo de nuevo a la mar, asumiendo esta vez el mando de la flota. Al fin, en febrero de 1583, las cinco naves y 550 expedicionarios que quedaban de la flota lograron desembarcar en el Estrecho de Magallanes. Cerca de 180 colonos se quedaron para fundar Nombre de Jesús, la primera ciudad española en la región, y otros 153 se marcharon en busca de un emplazamiento para la segunda. El resto, unos doscientos, se habían vuelto a España tras un motín, llevándose consigo tres de las naves. Finalmente, a unos 350 kilómetros de Nombre de Jesús, Sarmiento de Gamboa funda Rey Don Felipe, deja allí a unos cuantos colonos y se marcha, en el único barco que les queda, en busca de una ayuda que nunca llegó, aunque no porque el gallego no quisiera, sino porque las desgracias continuaron en un viaje de regreso en el que naufragó dos veces, fue apresado otras dos y rescatado hasta que acabó muerto en el mar en su último intento de volver a América. Sin ropa, sin provisiones y prácticamente sin fuerzas, en un entorno totalmente desconocido y a todas luces hostil, los pobladores del Estrecho quedaron a merced de sí mismos y acabaron muriendo poco a poco. Tras el invierno del 1586, en Rey Don Felipe ya son solo quedaban 15 hombres y 3 mujeres. Port Famine, lo llamó Cavendish: Puerto de Hambre, y así se la conoce hoy en Chile. Sus ruinas, que se conservan como monumento nacional, sirven hoy como recordatorio de su aciaga y trágica historia. Pero no es el único: al otro lado del mundo, en la playa de Mazagón, sigue escondida la San Miguel. Cuentan los pescadores que, hasta no hace mucho tiempo, la marea baja mostraba sus restos de vez en cuando. En la playa del Julianejo duerme, desde el 27 de septiembre de 1581, el único vestigio español de una aventura desgraciada y horrible. De una aventura que estuvo maldita desde entonces.
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