Pedir perdón en política
War Room
La petición de perdón es un hecho controvertido entre los representantes políticos de todo el mundo, ya que debe hacerse con convicción, aunque pone al descubierto la debilidad de la persona
Huelva/Por fin se ha estrenado la tercera temporada de American Crime Story, titulada Impeachment. En esta ocasión Ryan Murphy nos trae el escándalo sexual de Bill Clinton y Monica Lewinsky, quienes mantuvieron una relación extramatrimonial entre 1996 y 1997 que desencadenó el proceso de destitución de Clinton como presidente de EEUU. El escándalo estalló en 1998 cuando se conoció que el presidente había tenido una relación con la becaria de la Casa Blanca en el lugar de trabajo y había mentido sobre ello. En una declaración televisada, Bill Clinton se vio obligado a reconocer su error, lo que le permitió continuar en su puesto.
Tratando de evitar un juicio político en el Congreso que pudiera llevarlo a la renuncia del cargo, Clinton pronunció ante toda la nación estas palabras: “lamento profundamente haber engañado al pueblo de Estados Unidos y a mi familia por haber ocultado una relación no apropiada. Soy el único responsable”.
Actualmente, internet y las redes sociales exponen a los políticos un implacable escrutinio. La fiscalización es continua, y con ello, los errores que cada uno pueda cometer se sitúan más a la vista. Este aumento de la visibilidad conlleva un incremento de la rendición de cuentas y pone a los políticos al borde del abismo, ya que cualquier error puede acabar con su carrera política si no se toman a tiempo las medidas oportunas.
Y, aun así, no es frecuente ver a un político pidiendo disculpas, especialmente en países como España, donde lo más frecuente es que unos que exijan a otros que rectifiquen o que se disculpen por una acción determinada.
El perdón transmite que la persona que ha cometido el error entiende el daño que ha causado y, por tanto, muestra honestidad y un elevado nivel de empatía.
Sin embargo, pedir disculpas es un hecho controvertido en política y existen varios puntos de vista al respecto. Por un lado, quienes opinan que reconocer que se ha obrado mal da pie al adversario a armar una potente estrategia de ataque, y, por otro, quienes opinan que las disculpas humanizan la figura de quien las pronuncia y lo acerca a los ofendidos.
Para que la disculpa se produzca primero debe existir un hecho que cause daño, o al menos, la percepción de que esa circunstancia existe. Además, la persona que es considerada culpable debe querer restañar el daño causado en su reputación y restaurar los vínculos.
El profesor norteamericano William Benoit estudió, entre otros, el caso de Bill Clinton, afirmando que, en tanto que el discurso de perdón es una estrategia para reparar daños en la imagen pública, debe catalogarse como un discurso de persuasión con el que la persona trata de convencer a la audiencia para que le disculpe y le perdone.
Desde este punto de vista, el discurso del perdón es una herramienta para restablecer la imagen pública del político, si bien su puesta en escena no es fácil. Implica primero una correcta evaluación del contexto y, posteriormente, la elección de una estrategia adecuada orientada a asumir responsabilidades y a superar la crisis.
La cuestión es si sirven para algo las disculpas. A Clinton le valió para obtener el perdón de su esposa (al menos de cara a la galería) y de la nación. En líneas generales, los ciudadanos suelen acoger bien que una persona aparque su ego y sea capaz de mostrar capacidad de escucha, reconocer su error y restaurar vínculos dañados.
Sinceridad
No existe un patrón concreto que determine la necesidad o no de pedir disculpas, ya que la decisión va a depender de muchos factores. En lo que sí parecen coincidir los expertos es que, para que el discurso de perdón funcione, ha de ser un acto sincero. Un político sobreactuando o con la boca pequeña no tiene ningún valor; la persona que se disculpa debe mostrar coherencia entre lenguaje verbal y no verbal y expresar claramente la voluntad de no volver a repetir ese comportamiento desafortunado. Si no es capaz de convencer, el efecto es letal para su reputación y su imagen porque se rompe el vínculo de confianza.
Sinceras sonaron las disculpas de Angela Merkel cuando, tras anunciar de madrugada nuevas restricciones por la Covid que incluían el cierre total durante los días de Semana Santa, tuvo que dar marcha atrás y reconocer el fallo: “un error debe ser reconocido como tal y sobre todo debe ser corregido, si es posible cuando aún se está a tiempo”. Dicho y hecho.
Un poco más tardó Tony Blair en admitir los errores de la guerra de Irak, concretamente 12 años. Y eso que las escenas de perdón no son sorprendentes en ese país. En septiembre de 2012 el viceprimer ministro británico y líder del Parido Liberal Demócrata, Nick Clegg, grabó un video para pedir perdón por haber apoyado como miembro del gobierno la subida de tasas universitarias que él mismo criticó durante la campaña electoral.
El caso de Clegg sería casi impensable en nuestro país, donde a diario vemos a líderes políticos actuar en sentido contrario a cómo se han manifestado con anterioridad. Una de las disculpas más inmediatas fue la del Rey Juan Carlos I por su cacería en Botsuana. Sus lacónicas palabras ya son hoy historia de la comunicación política: “lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir”.
Un mes y un día más tarde del accidente del Prestige, en diciembre de 2002, Aznarpidió perdón a los gallegos por los errores cometidos en la gestión de la crisis, mientras que Zapatero esperó a estar fuera de la Moncloa para reconocer que “fue un error clarísimo resistirnos a utilizar la palabra crisis”.
¿De qué sirve pedir perdón 12 años después? Para los expertos, el perdón es efectivo cuando, además de sincero, se produce inmediatamente después del error y no por cálculos electorales. Pedir perdón cuesta mucho, porque pone de manifiesto las debilidades de la persona y quizás porque, tal como admitiera Zapatero hace ya unos años, “la palabra perdón no entra en el vocabulario de las responsabilidades políticas”.
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