El anónimo es la más incomprensible de las traiciones, con la que solo se gana satisfacer una pequeña pasión

Crónicas de otra Huelva

Ponce Bernal confiesa que recibía anónimos de algún onubense que “quizá cambia con nosotros el saludo o nos tiende la mano hipócritamente”, pero “se ve dominado por esta pasión inconfesable, nos detesta y no se atreve a decírnoslo”

La limpieza de la ciudad depende de la voluntad y el deseo de buscar remedio a las causas de su incompleto servicio

José Ponce Bernal.
José Ponce Bernal. / H.I.
José Ponce Bernal / Felicidad Mendoza Ponce

04 de noviembre 2024 - 05:00

La introducción

PERDURAR

Nuestra obra ligada a nuestro nombre

Se cumple un año de esta cita con los lectores de Huelva Información, una página en la que cada lunes reproducimos un artículo del periodista onubense José Ponce Bernal, alias Blanqui-Azul, y del comentario de su nieta, quien escribe y firma este prolegómeno sobre el artículo en cuestión. Elegimos para empezar un bello texto: “Motivos del Cementerio de San Sebastián”, lleno de poesía y de recursos estilísticos que daban cuenta de la talla de su autor. Para celebrar este aniversario hemos elegido este otro que analiza las ventajas y desventajas de utilizar el anónimo, lo que puede responder a una ausencia de vanidad o a la intención de hacer daño sin identificarse, que son cosas muy distintas.

En el ser humano existe un "deseo irreprimible de perdurar, de no morir, de que nuestra obra quede ligada en la tierra para siempre a nuestro nombre", razón por la que se inclinaba a pensar que las obras anónimas escondían una mala pretensión. De todas las traiciones, la del anónimo era a sus ojos la más incomprensible porque con ella no se ganaba nada, sino satisfacer una pequeña pasión. Dijo que los hombres más puros eran aquellos que no firmaban las buenas obras y respondían con su nombre de las agresiones.

Se confesó víctima de escritos anónimos que cada cierto tiempo le llegaban a la redacción del periódico, cartas en las que se le increpaba con cierta grosería. Y aunque afirmaba que no le hacían gran mella, sí confesaba recordar al leerlas cosas del pasado que le hacían sentir cierto malestar físico, no por lo que decían, sino por lo que significaban. Decía percibir una pesadumbre al pensar que un vecino, que quizá cambiara con él un saludo o le tendía la mano hipócritamente, se viera dominado por esa pasión inconfesable. “Nos detesta –decía- y no se atreve a decírnoslo...".

Quizá fuera el mismo que después de la guerra lo traicionara dando información deliberadamente en su contra. Quizá fuera un concejal, el tal Pérez –al que le dedicó todo un irónico y simpático artículo-, quien tanto detestaba al periodista. Nunca sabremos la autoría de esos anónimos. Ahora es una práctica muy habitual, como él dice, tirar la piedra y esconder la mano. Las redes sociales están regadas de perfiles falsos tras los cuales se esconden bajas y cobardes pasiones, como las del autor o autores de aquellos anónimos. Nosotros preferimos firmar lo que escribimos. Creemos que él también lo prefirió, pues el seudónimo que utilizaba era más que popular. Gracias a eso, pudimos rescatar su obra y preservar su memoria. 

En los catálogos de los Museos y en las antologías poéticas vemos de vez en vez en la reseña de una obra: anónimo. Así debieran ser todas las obras humanas: las de caridad, las de arte, las científicas… Habría menos estatuas y menos homenajes, y menos lápidas conmemorativas, pero en cambio, habría más pureza de intención, menos vanidad, mayor desinterés… Todo lo que se hiciera entonces se haría por la propia satisfacción y el bien que hiciéramos enaltecería de tal modo a los hombres, que lo humano sería patrimonio de los dioses.

Pero el anónimo para el bien es un ideal imposible. De tal modo queremos afirmar nuestra personalidad hasta en las obras más modestas. Y no siempre por móviles inconfesables, sino por el deseo irreprimible de perdurar, de no morir, de que nuestra obra quede ligada en la tierra para siempre a nuestro nombre. Para el mal ya es otra cosa. El mal que hacemos, aún cuando sea voluntario, siempre desearíamos que quedase en el anónimo. Nadie publica el mal por su gusto. Todos niegan ser autores del mal y nadie confiesa voluntariamente un crimen, una indignidad, una traición.

Pero aún es peor el que voluntariamente se acoge al anónimo para el mal. Dar la cara se dice… ¡y qué pocos hombres se deciden a dar la cara cuando hay un riesgo, aunque sea pequeño! “Esto lo digo aquí y en la calle”. ¡Bravatas inocentes de taberna! En la calle se dicen pocas cosas. Casi todos rehúyen la publicidad de una acción que exige editor responsable. Son muchos los que cuando tienen que dar la cara buscan un hombre de paja, o un cara dura para que la dé por ellos. Así se ha contratado a veces a un bergante por módico precio, para recibir bofetadas. Tirar la piedra y esconder la mano. Todas las frases que justifican el anónimo para el mal se están empleando constantemente.

Hay espíritus superiores que no leen nunca el anónimo que se les dirige. Yo confieso mi debilidad: de tarde en tarde me trae el correo un anónimo generalmente con sello del interior en el que, claro está , me increpa, más o menos groseramente, un lector de mis artículos. No suelen hacerme gran mella estos escritos, pero si pasado algún tiempo vuelvo el recuerdo hacia ellos, siento un cierto malestar físico, y no por lo que dicen sino por lo que significan. Por la pesadumbre que produce pensar que un convecino nuestro, que quizá cambia con nosotros el saludo o nos tiende la mano hipócritamente, se ve dominado por esta pasión inconfesable. Nos detesta y no se atreve a decírnoslo, quisiera nuestra destrucción, pero viéndola él detrás de la cortina, con una absoluta irresponsabilidad. Así los chicos, en los jardines públicos, manejan el tirachinos a espaldas del guarda.

¿Se escriben muchos anónimos? Yo no lo sé; pero pienso que no, que esta costumbre no es general y son muy pocos los ciudadanos que la ejercitan. Es de todas las traiciones, la del anónimo, la más incomprensible. Porque con ella no se gana nada, sino satisfacer una pequeña pasión. Los hombres más puros son aquellos que no firman las buenas obras y responden con su nombre de las agresiones. Dar la cara, en suma. La capa española tan exaltada por los casticistas es una prenda propicia al anónimo. Lo que ocurre es que en aquellos tiempos, para dar una estocada había que tirar la capa al suelo.

BLANQUI-AZUL

Diario de Huelva, 19 de agosto de 1930

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