El arte de la Navidad en la calle

El arte era la juventud de la ilusión y la educación y la esperanza de los padres puesta en todos nosotros · Hoy, la calle se viste de arte con ahorro energético

Alumbrado navideño de la Gran Vía onubense.
Alumbrado navideño de la Gran Vía onubense.
María Pérez Mateo / Huelva

29 de diciembre 2009 - 01:00

Cuando Baltasar cerró sus puertas, hace ya tantos años, la Navidad dejó de existir en las calles de Huelva. Su tienda era un cuento de Dickens pasado por la turmi de los hermanos Ozores y Tarantino. Bombas fétidas, ratones en movimiento, cacas de todos los tamaños y colores, máscaras de boriscarló y ciquitraques interminables (con dedos requemados), bengalas de la ilusión, petardos ensordecedores, bombitas detonantes, flores regaderas de poca gracia, matasuegras (como siempre, de menos gracia)…

Las calles eran una puesta en escena sin maestro de ceremonias. Todo era instintivo. Por costumbre. Secular. Puro arte popular. Arte del desconocimiento. Arte de la ficción sin fondos. Arte de la rutina. Arte heredado. Arte de la desesperación. Arte de la búsqueda de la felicidad. Arte de la continencia. Arte de la picardía. Arte de salir para adelante. Arte de la libertad desconocida. Arte por el arte (sin saber qué, y para qué, es el Arte).

El arte era la calle. El arte era la juventud de la ilusión. Y la educación y la esperanza de los padres puesta en todas nosotras (es decir, y en todos nosotros). La ciudad se engalanaba con la torpeza cateta de la miseria. O, si quieren, de la carencia. Pero era arte. Y costumbre. Las niñas nos vestíamos de más niñas para hacernos con la maldad de los niños. Y los niños, de más niño para ser más mayores que los mayores. Y los mayores, de menos niño para no acabar en lo indecoroso o en la comisaría.

Hoy, la calle se viste de arte con ahorro energético. Y, lamentablemente, con ahorro creativo. Antes eran dos las calles con privilegio de ser vestidas de gala. Hoy son raras aquellas que no encuentran un símbolo críptico cruzando las aceras donde la luz de la nada te indica, por las fechas, que es la Navidad. Significado por aproximación.

Hoy la Gran Vía, que lo fue, vía grande para dos peatones despistados y un ciclista esnob en busca de comercios y bares, se adorna con una serie de luminarias que bien podría valer para la Navidad como para las Colombinas o el Carnaval que próximo se acerca. En Cádiz, tierra con mucho talento, le dan la vuelta a las luminarias del símbolo para que sirvan para el roto y para el descosido de una y otra fiesta, y así el gasto es menor. En Huelva no. Las cambiamos. Gastamos. Dinero. No hay crisis. Lo perverso, por el significado de la Navidad, es que no sabemos qué significa el dibujo ni el artista talentoso que la ha creado, ni el gestor avispado y entendido que la ha elegido. Lo único que sabemos es que la corona lúgubre del escudo del Valencia se ha posado en la Navidad de Huelva. Qué triste. Abierto hasta el amanecer (sin bingueros y con liguero mágico).

Mis niños no saben si ven a Batman y al Bakugan volador colgados entre la Subdelegación del Gobierno y el antiguo Instituto Nacional de la Prevención, ese edificio que algún día, si SSMM los Reyes Magos tienen a bien, se restaurará, acondicionará, se abrirá o lo que sea. Parece que pronto. Ya tiene cartel… y logo (cuestión fundamental hoy). A mis niños, como tantos otros, no les gusta la iluminación de la Navidad que nos han puesto con tanto juicio y criterio en la Gran Vía y adyacentes. Prefieren ir a la tele y saciarse con el sacrificado Bob Esponja.

Yo que conocí adolescente la luz del misterio de la tienda de Baltasar, hasta prefiero sacrificar mi intelecto en los biopic de Jorge Javier o Cantizano (esos que nadie ve pero todos comentan) con tal de no ver la triste luz de la triste figura de la triste Navidad de hoy.

Baltasar cambió de acera dejando su puesto a los chinos. Huelva es hoy una ciudad china. U oriental. Pierde su personalidad al son del dejarse llevar por la inercia de la aculturación casi clandestina. No pasa nada, ya vendrá don Pelayo, el redentor. O Santiago con su apodo políticamente incorrecto. O Carlos III, que tuvo una corte en Nápoles para ejemplarizar. Roma también está llena de chinos, pero es Roma y guarda sus colinas. Aquí, ni los cabezos. Ni su subsuelo. Ni nada.

Todo cambia sin darnos cuenta. O…, qué horror, cumplimos con el "hay que cambiar para que todo siga igual". Los petardos y los ciquitraques ya no son tan tóxicos como antes. Ahora te matan. Qué pena. Antes te dolía el impacto y el dedo requemado. Te sentías heroína. Daba igual el dolor. Pese a la escasez, hasta te sobraba un duro, toda una fortuna, para comprarte un bocadillo de choco (y algún espécimen más) en los Gallegos. Puro Arte. Hasta eso se nos ha olvidado. La higiene o la asepsia han matado la estrella de la Navidad. Menos mal que nos queda el macdonal y el burguenquín. No son chinos, pero nos saben.

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