Los baños en el molino harinero de La Vega
Historias del verano
La dársea tenía 180.000 metros cuadrados disponibles para el baño en los meses de verano
Cuando aprieta el calor hay que buscar darse un buen remojón. En una ciudad como la de Huelva no ha sido nunca difícil, además de un chapuzón en alguno de los esteros tenían fama en el siglo XIX los baños en el Molino de la Vega que son anteriores a los más famosos Baños flotantes en la Ría, que fueron puestos en marcha en 1852 por la Sociedad Económica de Amigos del País.
Aquellos baños en aguas del río Odiel aprovechaban las instalaciones que tenía el molino maquilero de la zona, del que habla Francisco Montero Escalera en 1955 en sus recuerdos en el libro Aires de Bacuta.
Aquel molino que le dio el antenombre a lo que todos llamaban La Vega que, como dice Montero Escalera, en 1876 estaba a cargo de “un tal José Pérez, apodado Tio Quico, de unos sesenta años de edad que tenía por ayudantes a dos sobrinos suyos y a José Mora ‘El Marinero’, también de la familia del Tio Quico”.
Diego Díaz Hierro ofrece otros datos en sus Temas de Huelva, de 19 de julio de 1963, en Odiel y señala que tiene datos de aquel molino desde el siglo XVIII y era propiedad del molinero Francisco Martín, arrendatario del conde Saltés.
El molino harinero era el más importante de los tres que había en Huelva y se encontraba situado “entre el estero de San José y la llamada salida nueva lindante de Sarda donde se criaban excelentes lizas, robalos, bailas y lenguados, amén de los referidos camarones”, recuerda Francisco Montero.
Contaba con un edificio “de proporciones alta” y “estaba techado con rejas morunas”. Contaba con casa-habitación para el molinero y una espaciosa cuadra para las bestias de los arrieros que allí acudían con el grano. Montero Escalera ofrece una idea, de aquello al destacar que esta “asentado todo en una lengua de tierra que se adentraba en el río ocupando un espacio de doscientos metros cuadrados”. Contaba con una dársena para el agua de las crecientes del río necesaria para el funcionamiento del molino, con una extensión de 180.000 metros cuadrados, “rodeada de un muro bastante consistente”.
Esto venía a proporcionar un lugar magnífico para los baños que se ofrecían en tiempos de verano.
Baños populares para ambos sexos, separados convenientemente, como recuerda Diego Díaz Hierro. En 1841 el gobernador dirigía al alcalde una comunicación de la que se infiere que por ser el molino de uso particular debe respetarse sobre todo “en las horas marcadas para baños de las señoras”.
El uso entre hombres y mujeres quedaba separado por los pudores de la época, aunque todo ello siempre estaba en conflicto. Así, en pleno verano de 1849, el acalde recibe un oficio del Gobierno Político, en el que se pide una mayor atención al respeto que en estos espacio se debía tener hacia las mujeres que toman el baño: “He llegado a entender que en los parajes donde se bañan los vecinos de esta capital (se refiere al citado molino y sus alrededores), no se guarda por los concurrentes el decoro y compostura que corresponde, reuniéndose ambos sexos en ofensa de la moral pública... Por tanto he acordado disponer que por usted se tomen las medidas oportunas..., previniéndole al propio tiempo me comunique las resoluciones que adopte con e fin expuesto...”.
Pero dónde estaban exactamente aquel mar que ofrecía la dársena del molino en los meses de calor. Francisco Montero señala que aquella gran extensión utilizada por el molino fue expropiada una parte de la dársena unos 70.000 metros cuadrados por una sociedad formada por Gustavo Bran y Federico Llorén, que instalaron una fábrica de cemento. Aquella funcionó durante un corto tiempo y doce años más tarde los terrenos de la fábrica fueron comprados por Manuel Pérez de Guzmán para una fábrica de harinas que llamó ‘La Luz’.
El molino dejó de molturar en 1880, pasando a la propiedad de Gustavo Bran que lo destinó a almacén de maderas.
Francisco Montero recuerda que aquellos baños en la segunda mitad del siglo XIX eran propiedad del industrial carpintero Manuel Mojarro, que utilizaban las mujeres por la cantidad de diez céntimos. Se supone que sería una zona más cuidada que la de los hombres.
‘El Marinero’, junto con José Ortega, instalaron otros baños por los que se pagaba igual cantidad, “haciendo una recaudación diaria de unos dieciocho duros, lo que demuestra la afición por los baños que antiguamente tenía la mujer”, refiere Montero Escalera.
Una dársena que no solo era utilizada de manera reglamentada para los baños, aquella gran extensión ofrecía la posibilidad a otros chapuzones para aquellos de los jóvenes más atrevidos en la zona de las compuertas, que aprovechaban su altura para tirarse a modo de trampolín, como se ve en la ilustración de estos Aires de Bacuta de Francisco Montero.
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