La caja del Cacique
Cien años de José Nogales
Este artículo due la respuesta que Nogales dio a la encuesta que Joaquín Costa hizo en el Ateneo de Madrid sobre el Caciquismo.
Hay que conocer la vida íntima de los pueblos -que tiene más de opereta que de idilio-, para juzgar del soberano enojo de los caciques por esta brava campaña contra los consumos.
El aspecto político de esta contribución, a la que Sagasta ha llamado "odiosa, perjudicial e injusta", sin perjuicio de sostenerla por el qué dirán, hay que brindárselo al señor Costa, uno de los pensadores más serios y más patriotas de la España decadente.
¿Qué sería del caciquismo sin consumos? Sería cosa de prender fuego, como a trasto inservible, a toda la maquinaria de turno, con sus telones deslucidos, sus apestosas candilejas administrativas y sus feísimos bastidores parlamentarios.
Así, no me extraña que protesten y se retuerzan esos pedazos del Estado que se llaman alcaldes, concejales, caciques, políticos de los que ejercen poder o esperan ejercerlo en el improrrogable plazo sabiamente establecido para estas cosas.
Sabido es que en todos los pueblos hay un alcalde y un contratista de consumos. En los más modestos hay sólo un alcalde, que él se lo cobra y él se lo gasta, lo cual siempre implica una saludable economía.
Donde existen los dos, se viene a reproducir el inseparable dualismo clásico del alma y el cuerpo. Podrán no poder verse el uno al otro, reñirán acaso, se reprocharán sus peculiares o comunes vicios...; pero, ¡adónde irá usted sin mí, señora mía!, dice el cuerpo al alma, y ¡adónde querrías tú ir sin esto que te mueve!, responde el alma al cuerpo; de lo que resulta que, por buenas y malas, han de ser amigos, o por lo menos, consocios.
"Penetrados de esta verdad", el contratista estrujan al vecino, sin olvidar al forastero; el alcalde estruja al contratista y entrambos no se dejan estrujar por alma viviente; que para eso está la maravillosa cadena caciquil, que, sacudida en la aldea, remueve un ministerio.
Al tomar posesión el contratista, pone en manos del alcalde la consabida fianza, que hoy es de verdad o de boquilla. En el primer caso, ya puede cantarle el responso, porque no la verá en sus días. A cambio de ella, se le darán compensaciones a última hora, que para eso están el tres por ciento de conducciones de caudales, los atrasos del extrarradio, los conciertos con los hacendados, etc., etc.; y si la cosa urge, no se le da ninguna, y que apele al nuncio.
Establecida la cobranza, el alcalde se entiende con el contratista por el tan cómodo y acreditado sistema de vales. "Vale por tantas pesetas. Vale por cuantas..." y así como dicen que antes había sacerdotes tan sin conciencia, que de muchas misas cobradas y no dichas hacían un misón, éstos hacen de muchos vales una carta de pago, cuando le conviene al alcalde, que antes no, así se hunda el Universo.
Con esto, hay muchos alcaldes que pelechan y van haciendo el gasto de casa "sin tener que hacer chanchullos"; el contratista se crece con esta confianza y no hay particular que se le ponga delante, ya que del particular han de salir todas estas misas; y cuando alguno tan necio que se resiste al saqueo, una Junta administrativa, presidida por el alcalde, le condena, y otra Junta superior le recondena, porque, como ha tenido que depositar, no es justo que con sus manos limpias se lleve otra vez el dinerito que ya el Estado contaba por suyo.
Y para rematar y apagar los humos del indócil particular, queda luego el proceso por desacato o por desobediencia; la subida de su líquido imponible en los amillaramientos; los expedientes de policía urbana; las multas por daños reales o fingidos que hizo o pensó hacer su ganado... y así hasta lo infinito.
De la caja de consumos sale el dinero para las elecciones, para el banquete al diputado, para el regalito a las oficinas tales o cuales, para el capricho del gobernador, para el lustre del secretario, para ayuda de costa del oficial, para quitarse de encima comisionados que vienen a devengar dietas y comer de posada algunos días; y porque sabido es que no pudiendo pagar más el vecino, no puede pagar menos el Ayuntamiento, el cual, en la inmensa mayoría de los casos, debe un dineral a los maestros, al Tesoro, a la Diputación, a la cárcel del partido, a los empleados, a las once mil vírgenes...; con todo lo cual van trampeando gracias al caciquismo, esa cosa terrible que comienza un poco más abajo del alguacil y acaba un poco más abajo de la Corona.
Estos dignos representantes del hampa rural son tan listos que han agregado un verbo a su argot: el verbo enjugar. Los vales del alcalde los enjuga el secretario con las esponjas del libramiento por empedrado, socorro, alumbrado, medidas sanitarias, gratificaciones, reformas urgentes de la Casa Municipal, guardería, suscripciones... y un sinfín de cosas que no existen sino en el canto de la memoria.
¿Cómo extrañar que todo ese elemento se plasme, espeluzne e irrite ante la descabellada idea de acabar con los consumos? ¡Quitar su caja al caciquismo! El dios Estado se derrumbaría ipso facto, como un hermoso ídolo. Su sacra mole nos aplastaría...
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