Las hilanderas
Cien años de José Nogales
Es éste de Las Hilanderas un hermoso relato de rancio y auténtico sabor popular, al mismo tiempo que un escrito de un rico lenguaje lleno de sinestesias y adjetivación modernista. Nogales sabe como nadie recrear el ambiente de las casas populares, de sus trabajos y de su forma de hablar. (Ángel Manuel Rodríguez Castillo).
EN el fondo de la vieja cocina, sobre el rescoldo del fogaril, cantan su ronca salmodia mansurrona los pucheros de barro con tapaderas de hierro. Un candil, lloroso como ojo de vieja, alumbra las rubias mazorcas colgadas del techo: el oro de sus granos tiembla entre la leve humareda, que huela a resinas. También huele el aire a semillas secas y a madera de establo. La vaca, de pelambre dorada como las mazorcas, echada panza al suelo, rumia con calmosa mansedumbre; en sus ojos pacíficos hay una luz sagrada de inocencia, y de su ancho belfo cuelga un blando y ondulante hilo de cristal. Cercana a la lumbre está la más vieja hilandera: la triste, solloza y se arquea alargando su cuello hecho de cordeles.
-No es el flato; es una pena muy grande que no puedo echar.
Y luego, mirando a la gente moza que desgrana maíz entre retozos, dice clamo-rosa:
-El oficio se acaba. Ya no dormiréis en lienzos hilados por estos pulgares y mordidos por estas encías. El mundo se llena de lienzos de los Portugales... ¡Mal haya!
-¡Mal haya!- responden a coro las viejas hilanderas volteando los husos.
Corre un remusguillo que enfría los dedos como en mano de difunto. Son de-dos que crujen como si ya no tuviesen carne.
Un brazal de mazorcas sin grano, blancas y ligeras como panales vacíos, levanta en el hogar una alta llama de oro que tiembla como el velo de las princesas encanta-das.
-Cantadnos, madre Rocío, la copla del lino que vos enseñó la vieja del cangro.
-No cantaré la copla del lino que me enseñó la viejecita del cangro, porque ya están duros los labios para cantar. Pero mientras tostáis maíz en la tapadera del puchero, contaré el "Milagro de la rosa" que hizo la Virgen en tiempo de un santo Rey.
Esclavo de moros estaba un cristiano de limpio linaje de las Castillas. Metido en un pozo, atado a una cadena, hambriento y llagado lo tenían hasta que renegara de la ley de Dios. El devoto de Nuestra Señora rompió un día la cadena y escapó del pozo.
Corrió por los campos, durmió en los riscales, perseguido de moros y judíos que querían volverle a su esclavitud. Muriendo estaba de hambre cuando halló entre unas piedras un grano de maíz, En una candela que dejaron unos pastores, asó el grano, el que se hinchó y reventó y se volvió una flor.
-Ampárame, señora, y te ofreceré esta flor que ha salido de un grano de maíz sagrado y bendito.
Y la Virgen María, con el niño en sus brazos, bajó de los cielos a recoger la rosa blanca del cristiano que olía a pan caliente y a incienso del altar.
Lo supo el santo Rey, que vivía en Triana, y mandó hacer una grande iglesia, donde está el cuadro de la Virgen, y a sus pies la sepultura del esclavo. Todo el cuadro es de oro. El cielo parece la llama de la candela que dejaron encendida los pastores para que se hiciera el milagro. Y en ese relumbrón de cielo o de candela, se ve la rosa cristiana en las santísimas manos.
Llega el mendigo ciego empujando la puerta con el palo. Sus ojos son dos ciruelas heladas; su boca una puñalada negra y vacía. Es viejo y socarrón y de humor festero a pesar de su desgracia.
-¡Buenas y santas! Aquí huele a pan caliente... No es pan, es maíz Oigo reventar los granos encima de una cosa de hierro. ¿Hilanderas hay? Tampoco faltarán embustes.
Y con sus manos duras y sucias de ídolo viejo, rascó el testuz de la vaca que no se movió ni dejó de rumiar.
-¿Qué hay por el mundo, tío Pero?
-En el mundo no hay más que vanidades y mucha tontera y mucha engañifa, que es un contradiós. En tres lugares del monte no ha llovido gota, se están secando las fuentes, las hambres se echan encima como lobos y las muertes como granizos.
-¿No es allí donde mataron hogaño las golondrinas?
-Allí es.
Las hilanderas dicen a coro, a compás del huso:
Las santas golondrinas
quitan las espinas
de la cabeza del Señor.
Una blanda ráfaga de aire lloroso sacude el ramaje de los olivos. Pasa una voz clara y moza entonando un viejo romance. El viento baja barrenando la campana del fogón, apaga el candil y echa una oleada de humo en las narices de la vaca. Se oye un mugido profundo en la chimenea.
-¡Ay, Jesú; ha pasado la ánima!
-¿Ha pasado? Yo creo que está aquí -dice el ciego agarrando por un cuerno a la vaca.
Un mozo tardo y desmañado enciende el candil soplando en un ascua. Con la roja lumbre, sus carrillos hinchados parecen dos melocotones de los de sangre.
Brilla la luz del candil y una de las viejas dice:
Tan chica como una almendra
Y toda la casa llena.
Del oscuro establo sale una clara y fuerte nota de clarín. El gallo canta... los fantasmas huyen... Las manos de los esqueletos dejan caer husos y ruecas. Ya no volverán a recogerlos, ¡mal haya...!
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