La leyenda de Onoba: En busca del barco fenicio de la ría de Huelva
Historia
Los datos y diversos testimonios apuntan a la existencia, cerca de Mazagón, de un pecio de origen fenicio de casi treinta siglos de antigüedad. Sería el tercero que se localiza en España y el primero en la zona occidental
Una leyenda se forja a fuego lento, fundiendo despacio, siglo a siglo, historias reales con un pasado incierto y misterios por desvelar. Después se alimenta de relatos arcanos, de cuentos que cuentan los padres a los hijos, que se escriben en los antiguos libros o se dibujan en rudimentarias piedras. Una leyenda no es más que una verdad contada a través de rutilantes cristales de colores, que tapan, con sus destellos de magia, tesoros, amor, aventuras, muerte o guerra, una historia, más o menos real, más o menos inventada, de los más famosos héroes, de los grandes reyes y las antiguas ciudades.
La leyenda de Onoba empezó a forjarse hace tres mil años. Los faraones de Egipto, asentados ya en su XXI dinastía, vivían en relativa armonía con sus vecinos de Israel, cuyas tribus gobernaba David, y su hijo Salomón después de él. Muy cerca de ellos, en la ciudad de Tiro, vivía un pueblo reconocido en todo el mundo por sus cualidades como comerciantes y por la destreza de sus marineros. Los fenicios no ponían inconveniente en adentrarse a mar abierto apoyados en su conocimiento de las corrientes y los vientos, la tecnología de sus embarcaciones y su capacidad para orientarse, de día y de noche, mediante la observación del sol, la luna y las estrellas. No era de extrañar, por tanto, que en más de una ocasión se aventuraran a navegar más allá del mar conocido en busca de pueblos con los que comerciar. Los propios egipcios, los sirios, los griegos e incluso los primitivos íberos recibieron alguna vez la visita de aquellos pacíficos y misteriosos hombres del mar con los que intercambiaron alimentos, especias y metales, pero hubo otros territorios en los que, además, se terminó estableciendo una relación tan fructífera y duradera, un vínculo tan estrecho con sus habitantes que acabaron conviviendo y formando un mismo pueblo. Cuenta la leyenda que el oráculo del templo de Melqart, el más importante de Tiro, los envió a fundar nuevas colonias más allá de las Columnas de Heracles, bajo promesa de grandes riquezas y tiempos de prosperidad. En el primero de los viajes llegaron hasta el estrecho de Calpe (hoy, de Gibraltar), y como creían que los promontorios que lo formaban eran los confines de la tierra habitada se dieron media vuelta sin encontrar lo que había descrito el oráculo. Sin embargo, conscientes de que aquel era el deseo del dios del mar, pronto se dispusieron a emprender un segundo viaje en el que, esta vez sí, se aventuraron a cruzar el estrecho y navegar hacia poniente. Guiados por fuertes corrientes, alcanzaron una isla consagrada a algún dios nativo y, frente a ella, una franja de mar, calma y larga hasta donde alcanzaba la vista, que serpenteaba buscando refugio bajo montes que cercaban la orilla con su imponente sombra. Sobre ellos, salpicándolos de pequeñas chozas de barro y matorral, habitaban poblaciones indígenas que los recibieron con buen ánimo. Les mostraron objetos de oro, plata y cobre, y les contaron dónde encontrar preciosos metales en aquella tierra a la que llamaron Onoba.
En el tercer viaje fundaron la ciudad de Gadir, pero después hubo un cuarto, y un quinto, y decenas de viajes más. Durante siglos, los fenicios compartieron costumbres, riquezas y conocimientos como los del arte de fundir los metales, que llevaron como preciosa mercancía a lejanas tierras de levante y de poniente, al norte y al sur. Así, Onoba acabó convirtiéndose en una ciudad-puerto de fama legendaria. Entonces, como ahora, los esteros y el escaso calado ya eran un problema para la navegación en la ría, y en aquel ir y venir, a pesar de la pericia de los pilotos, no fueron extraños los naufragios. Algunos de aquellos barcos, puede que muchos, acabaron yéndose a pique, y con ellos todas las riquezas que transportaban. Sedas, joyas, vinos, aceites, especias o cerámicas acabaron en el fondo del mar. Pero había tesoros aún más valiosos para los fenicios: los dioses que debían protegerles y cuya efigies, contaban las leyendas, llevaban a bordo para servirles de guía y escudo en cada viaje. También ellas se hundieron para permanecer escondidas, sobre un lecho de arena y fango, esperando durante milenios a ser rescatadas. Y lo hizo quien menos cabría esperar.
Era una mañana de pesca como cualquier otra, o eso creía Pedro mientras recogía el último trasmallo. Poca captura para tanto trabajo, pero no quedaba otra si quería ganarse el pan. Aquel día, sin embargo, las redes trajeron algo más que peces. Atada a las cuerdas, casi agarrada, el pescador sacó del agua una pequeña figura de metal. Un muñeco, contó años más tarde, al que le faltaba un brazo. Decidió llevárselo a su casa de Punta Umbría para regalárselo a su esposa. Parecía antiguo, así que lo limpió un poco y lo dejó guardado a buen recaudo dentro de una vieja lata. Tiempo después, justo en el mismo sitio, las redes trajeron de vuelta a la superficie una nueva estatuilla. Estaba algo más deteriorada que la primera, pero Pedro no dudó en recogerla. Las dos figuras vivieron en la casa del pescador durante más de 20 años, guardadas con mimo por la familia porque, pensaban, aquellos muñecos seguro que les daban buena suerte. En cierto modo no se equivocaban. Puede que, de alguna manera, intuyeran lo que suponían para los fenicios aquellas dos estatuas. Aún así, no pudieron menos que sorprenderse cuando los guardias civiles llegaron a casa a reclamárselas.
La Operación Tartessos se llevó a cabo en 1998, cuando el entonces director del Museo de Huelva, Manuel Osuna, se encontró con una publicación internacional en la que aparecían fotografiadas ambas figuras. Pidió ayuda al Seprona, que localizó a Pedro en tiempo récord. El pescador, no sin cierta tristeza, las donó al Museo, que desde entonces las conserva como uno de sus tesoros más preciados. Las estatuillas, fechadas entre finales del siglo IX y los inicios del siglo VII antes de Cristo, representan a dos divinidades antiquísimas: Melqart (conocido como Reshef en Egipto), que era adorado como protector de los hombres del mar y del comercio, y Anat, la diosa semita de la fertilidad y la guerra.
El hallazgo fue recibido como un hito por la comunidad científica y, junto con otras piezas encontradas en la ría, como el conjunto de armas del Bronce Final o el popular casco griego, venía a confirmar la importancia que se le presumía a la la ciudad-puerto en la Antigüedad. Curiosamente, en todos esos descubrimientos siempre se ha planteado la misma pregunta: ¿Los objetos fueron arrojados al mar o, por el contrario, proceden de un naufragio? Cuando se hizo pública la recuperación de las estatuas, la Junta de Andalucía explicó que, por lo que había contado Pedro, existía la posibilidad de que aún estuviera allí el barco, así que prometieron que se realizaría una prospección subacuática en su busca. Poco más se supo de ella, salvo que los técnicos del Centro Andaluz de Arqueología Subacuática bucearon en la zona descrita por el pescador y que no encontraron nada.
Años más tarde, sin embargo, durante la elaboración de una carta arqueológica para el Puerto de Huelva, se detectó que las coordenadas con las que trabajaba la Consejería de Cultura no coincidían con las del área a la que se referían los testimonios del pescador y de la Guardia Civil. Los técnicos examinaron los mapas batimétricos de la zona hasta dar con lo que buscaban: en el canal del Padre Santo (cerca del muelle del vigía, en Mazagón) y a muy pocos metros de la orilla, la imagen del sónar mostraba una protuberancia en el fondo de la ría, una “anomalía” que había sido pasada por alto y que “era compatible con un pecio”, explica el buzo, historiador y arqueólogo subacuático Claudio Lozano, a quien se le encargó realizar una inmersión para contrastar in situ lo que mostraban los mapas. El arqueólogo, que bajó acompañado por el bombero y especialista en buceo Patricio Romero ‘Patri’, comprobó que “había un abultamiento anormal” en el que se observaba lo que en arqueología se denomina una ‘concreción’, esto es, la acumulación en un punto concreto de elementos ajenos al mar, como cerámicas, hierros o maderas. Lozano, que ha trabajado en numerosas excavaciones submarinas, no tiene ninguna duda: “estoy convencido de que ahí hay un pecio”. Por supuesto, es “muy probable”, por la aparición en ese punto concreto de las estatuillas de Reshef y Anat, de que se trate de un barco de origen fenicio que podría tener, siglo arriba, siglo abajo, en torno a los 3.000 años.
Hasta ahora, en España solo se han identificado dos pecios de la misma época, ambos en Mazarrón (Murcia), así que la posibilidad de que en la ría se encuentre un tercer barco “además de poner a Huelva y su puerto en un lugar privilegiado a nivel mundial en cuanto a arqueología subacuática”, nos daría “mucha información sobre lo que pasaba aquí hace 3.000 años”, asegura Clara Toscano, arqueóloga, profesora e investigadora de la Universidad de Huelva. Qué productos venían, de dónde y quiénes los traían, qué se llevaban de aquí… La carga de ese barco “es una fuente única de información”, ya que, pese a que Huelva es uno de los lugares del mundo donde hay más evidencias de comercio fenicio y griego, jamás se ha encontrado un pecio de la época: “Que en Huelva, el puerto tartésico por antonomasia, no haya restos de un solo pecio es cuanto menos extraño”, asegura Toscano, que, al igual que Claudio Lozano, está convencida de que lo que yace en la ría, a escasos seis metros de profundidad, es un barco fenicio, y que el material que transportaba “seguro que permanece allí”, explica la arqueóloga. Lo que toca hacer ahora “es darlo a conocer, excavarlo y extraerlo, si se puede garantizar su conservación, o protegerlo si no”, como se ha hecho con el pecio de Mazarrón, que una vez investigado y documentado permanece justo donde se encontró, aunque guarecido en el inferior de un cofre hecho a medida.
Para todo eso, claro, hacen falta iniciativa y recursos. Sobre la mesa ya hay algunos proyectos para poner en marcha la excavación, pero sigue faltando el dinero. Un hallazgo de esas características podría ser solo el primero de muchos: “la ría tiene que estar llena de pecios”, sostiene Clara Toscano, “y no solo fenicios, sino de todas las épocas. Lo que tenemos que hacer es buscar” para “por lo menos no destruir” el legado de aquellos que escribieron la historia de una ciudad, la primera de Occidente, que fue cuna y casa de las más antiguas civilizaciones. Huelva, la vieja Onoba, ha estado habitada permanentemente desde hace tres milenios, y desde entonces, en su ría, el origen de todo, aguarda enterrado un humilde barco que conecta, como un hilo invisible envuelto en agua salada, fango y arena, el pasado y el presente. El tesoro de una ciudad que aún no se cree su propia leyenda.
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