La medalla
Desde mi esquina
De los objetos que un cofrade guarda con más celo, la medalla de la hermandad se lleva la palma. Un sencillo objeto cargado de un simbolismo tal, que cuando pende de nuestros cuellos, se convierte en una especie de documento de identidad, que nos presenta ante la Iglesia como miembros de una hermandad y ante la sociedad como un cristiano que vive su carisma dentro de la Iglesia como cofrade. No obstante, hay algunos aspectos que siempre me han chocado, como el simple hecho de colocarnos la medalla, sólo cuando nos ponemos el traje, como si ésta fuera un complemento de vestir.
La medalla nos imprime un sentimiento de pertenencia a un colectivo al que hemos llegado por diferentes motivos y casualidades. Ese sentido de pertenencia, que imprime el portar una medalla, es lo que hace que sea chirriante, que en muchos momentos sea utilizada como objeto de regalo o recuerdo a alguien que no pertenezca a la hermandad que la regala, por el hecho de haber prestado un servicio a la hermandad. La medalla no tiene esa función. La medalla es un símbolo externo y visible que identifica al que la posee con la hermandad a la que ésta representa.
Es costumbre entre los cofrades imponer a los recién nacidos la medalla de la hermandad de la familia. Es un hermoso gesto, con el que ese pequeño hermano empieza a formar parte de esa otra gran familia que es la hermandad. En esos momentos nos sentimos felices y gozosos, porque el ADN de una hermandad es transferido a ese nuevo hermano. Hasta ese punto compromete el llevar una medalla; que los cofrades somos de una hermandad, en muchos casos, desde pequeño por ser otra ligazón más con la familia.
La medalla de cada hermandad es como es y, nada hay que opinar al respecto, pero, siempre he estado en contra de esos distintivos dorados o plateados en los cordones, respondiendo a la antigüedad en la hermandad, a ser miembros de una junta de gobierno u otros motivos. La medalla debe ser, a mi juicio, una para todos. Una medalla sin distinción. Si nos hicieron hermanos de una hermandad cuando nacimos, el mérito es de nuestros padres que son los que tomaron esa decisión y, la fidelidad a la hermandad, a lo largo de la vida, viene dado por estar vivos y, en eso el mérito es sólo de Dios. Estos reconocimientos a la antigüedad de un hermano, de los que estoy a favor, deben de ir en otra línea más íntima y menos ostensiva. La medalla nos hace a todos iguales en nuestras obligaciones y derechos en una hermandad, por lo tanto, no entiendo esos distintivos. Los colores corporativos de una hermandad son los que son y ninguno más.
Evidentemente, en circunstancias muy especiales, se puede reconocer a alguien en particular o a una institución con una medalla dorada, pero el cordón, que representa los colores corporativos, debe ser inmutable.
La medalla de la hermandad es algo muy serio. Ahora, cuando se va acercando la Semana Santa, veremos a muchos cofrades de nuevo y viejo cuño, el día de la salida de su hermandad con el traje y la medalla colocada. Hasta ahí, lo acepto, pero, lo que resulta muy irritante es ver a esos cofrades paseando por las calles viendo otras hermandades, pesando ajeno a su hermandad o en los bares, con las medallas colocadas al cuello. En estos casos, creo que no han entendido nada. Las hermandades deben, están obligadas, a hacer un poco de pedagogía en esta línea. A las medallas y a las túnicas de las hermandades, se le debe respeto y usarlas con decoro.
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