La memoria de los huesos
Huelva cuenta con siete Lugares de Memoria Histórica reconocidos
Casi 10.400 onubenses fueron oficialmente víctimas de la represión franquista, la cifra más alta de Andalucía en proporción con sus habitantes
Siempre llueve esas noches, como lo hizo aquellas siete. El número siete es casi mágico: están las botas de siete leguas y los siete sacramentos, los siete pecados capitales, las siete trompetas, las siete plagas. Aquello fueron siete lugares diferentes en siete momentos distintos, aunque todos en el mismo tiempo. Y las siete veces llovía: mares de agua, de sangre, de ira o de dolor. Siempre llueve en las noches tristes. Yo soy hoy solo un saco de huesos, pero lo vi todo.
Vi desaparecer una aldea entera. Membrillo Bajo era un lugar apacible, tierra de campesinos que malvivían como podían. Pasaban desapercibidos hasta que un día del verano de 1937 acogieron a un grupo de falangistas que buscaban cobijo, o eso decían, porque en realidad buscaban otra cosa. De una forma “lenta y sistemática”, como apunta el periodista onubense Rafael Moreno, autor del libro La raya del miedo, que narra aquellos sucesos, los 113 habitantes de Membrillo Bajo fueron desapareciendo. “Los vecinos empezaron a decir a los pocos días: aquí falta fulano y falta mengano”, cuenta Moreno, y entonces empezó el terror. “Llegó un momento en que los habitantes del Membrillo tenían prohibida la salida del pueblo”, y aunque algunos lograron esconderse o huir, pocos habitantes de esta pedanía de Zalamea sobrevivieron a la matanza. Hombres, mujeres y niños fueron víctimas de una lenta carnicería en la aldea, que terminó arrasada por las bombas y las llamas y, aún peor, desaparecida durante décadas de la memoria a pesar de que los restos de sus muros e incluso las siluetas de sus calles han seguido allí. Membrillo Bajo “ancla su terrible historia en una venganza ancestral” contra los aldeanos “por defender ante los terratenientes y caciques la propiedad comunal de los ejidos, cañadas, veredas y abrevaderos de la aldea”, explica Rafael Moreno. “Les enfrentó siempre a los grandes propietarios, que aprovecharon la Guerra Civil para apropiarse de lo era un terreno comunal”. Los habitantes de la aldea eran “muy religiosos, amantes de la fiesta de la Cruz, gente de paz”.
Vi camiones repletos de una carga terrible. Cadáveres apilados que llegaban al cementerio de Nerva, convertido en un macabro vertedero de fusilados. Su fosa común está considerada la más grande de la Andalucía rural. Los restos de centenares de personas sin identificar (pueden llegar a 600) se acumulan en varios niveles, apelotonados, tirados como escombros. La Cuenca Minera onubense “fue prácticamente la única oposición que encontraron” los del bando falangista durante la Guerra Civil, como dice Fernando Pineda, presidente de la Asociación de Memoria Histórica de la Provincia de Huelva (Amhph). No hubo guerra y “la conquista fue un paseo”, así que la contienda se tradujo en Huelva en “solo y exclusivamente represión”, con la Cuenca Minera como epicentro. La fosa de Nerva no guarda a todos los muertos de la comarca, ni siquiera a los del pueblo: “hay muchísimos más”, intuye Pineda. “Mucha gente huyó al campo y fueron cazados por partidas de falangistas que los mataban y los dejaban allí mismo” o bien eran rescatados -sus cuerpos, claro- por sus familiares, que los enterraban “donde podían”. Las fosas conocidas no son, ni mucho menos, las únicas de la zona. Apunta el presidente de la Amhph que “en cualquier sitio de cualquier término municipal de la cuenca minera hay fosas comunes”. Se sabe de dos en Zalamea, o que entre Nerva y Castillo de las Guardas “debe haber muchísimos más, como en toda la zona situada entre el Campillo y Almonaster”.
Incluso en las minas abandonabas “se tiraban directamente a los fusilado”. También fue la comarca una zona de guerra para las mujeres. Solo en Nerva se calcula que hay más de una veintena, y en El Campillo hay al menos 30. En la provincia, más de 300 madres, abuelas, esposas o hermanas yacen bajo tierra mezclando sus restos con los de otros hombres y mujeres, puede que incluso con sus propios familiares.
También vi rencillas y ajustes de cuentas entre las gentes de los pueblos. Vi a 99 hombres y a una mujer fusilados en Almonte y echados a las zanjas del cementerio viejo. Procedían de todas partes: de Hinojos, de Huelva, La Palma, Bonares o Bollullos: “había una estrategia de desarraigo de sus lugares de origen”, sostiene Fernando Pineda, “pero también era una cuestión casi logística. Sabemos que había camiones que cruzaban toda la comarca recogiendo cadáveres” para dejarlos en la misma fosa. También pasaba en La Palma. Su antiguo cementerio, que a punto estuvo de quedar sepultado bajo un parque infantil, esconde los restos de entre 300 y 400 onubenses no solo de aquella localidad, sino de otras de la zona. En julio de 1936 el ejército franquista controlaba, prácticamente sin resistencia, todo el Condado. En La Palma sí encontraron una ligera oposición que terminó en una serie de bombardeos contra la población civil y un brutal desquite sobre los resistentes.
Vi los muros de la explanada del Conquero, que ahora delimitan el recinto del bonito Parque Moret, recibiendo el rebote de las balas con las que mataron a quienes habían dirigido los destinos de la ciudad hasta entonces. Diego Jiménez Castellano, el último gobernador civil republicano de la provincia, Julio Orts Flor y Alfonso López Vicencio, tenientes coroneles de la Guardia Civil y de los Carabineros, y otras autoridades civiles y militares de la Huelva de entonces vivieron sus últimos minutos con la espalda pegada a aquellas paredes. Hubo más de 1.200 fusilamientos en la capital, prácticamente todos junto a esa tapia y las de los cementerios de San Sebastián y La Soledad, aunque las cifras oficiales de represaliados en la ciudad es muy superior. De ellos, cerca de 1.000 eran originarios de distintos pueblos de la provincia, muchos de los cuales habían pasado antes por la prisión provincial: “la mayoría de los sentenciados por consejo de guerra era fusilados allí”, afirma Pineda. Por sus celdas pasaron decenas de miles de detenidos, en muchos casos como última parada antes de morir ante el pelotón de fusilamiento. Cientos de reclusos fallecieron a consecuencia del hacinamiento, las deficientes condiciones higiénicas y una pobre alimentación
Pero aquel edificio fue mucho más que una cárcel. Su lado más siniestro lo vi pasado el tiempo. En los años 60 y 70 la prisión se convirtió en un tétrico ‘sanatorio’ de homosexuales. Tras una adaptación de la ley republicana de Vagos y Maleantes, “el Franquismo buscó de manera activa” corregir a “sujetos caídos al más bajo nivel social”, a los que trataba como enfermos mentales. “Hubo una política activa de persecución hacia el colectivo, como ocurrió con la represión de género o en los bebés robados”, asegura el periodista onubense Rafael Adamuz, autor de la novela histórica La memoria varada. “Se creó un engranaje de represión especifíco contra homosexuales y lesbianas”. Se destinaron dos prisiones españolas a la represión homófoba, una en Badajoz y la vieja cárcel onubense. “Por ella llegaron a pasar, que sepamos a día de hoy, 200 onubenses entre los años 1968 y 1979. Algunos testimonios han trascendido, como el de La Moni o el de Juan Rodríguez, que fue detenido y encarcelado tras vestirse de mujer en los carnavales de 1963”. En aquellos centros de internamiento la homosexualidad fue tratada “como una enfermedad a extirpar a través de trabajos forzados, humillaciones, vejaciones y palizas o la práctica de las descargas eléctricas”, unas ‘terapias’ auspiciadas bajo “el sadismo y la admiración nazi del doctor Antonio Vallejo Nágera, Jefe de los Servicios Psiquiátricos del Ejército franquista”, cuenta Adamuz.
Y vi un hermoso paraje, una isla rodeada de esteros y caños y cercada de alambres de espino. Prácticamente impenetrable. En la Isla de Saltés, frente a Punta Umbría, “se llegaron a hacinar casi 3.200 personas en los meses posteriores al fin de la guerra”, explica Rafael Moreno. Era uno de los 188 campos de clasificación en los que el franquismo repartió a sus prisioneros de guerra. Cuenta Moreno que “la gente de Punta Umbría los veía desde la otra orilla deambulando harapientos como almas en pena”. No tenían ropa y su única comida “era un chusco de pan con agua salobre donde se cocían huevos podridos”. Tampoco tenían un techo bajo el que guarecerse del sol, la humedad o la lluvia.
En Huelva hay siete Lugares oficiales de Memoria Histórica, pero fueron muchos más. De hecho, dicen los datos de la Amhph que en la provincia hubo casi 10.400 víctimas de la represión franquista. De Andalucía, solo en Granada hubo más, y si se compara proporcionalmente con la población de cada territorio las cifras resultan aún más espeluznantes. No hubo Guerra Civil en Huelva, como afirma Fernando Pineda, pero la deuda quedó saldada con creces. De esas 10.400 víctimas, más de 1.600 no fueron asesinadas en sus lugares de origen, sino que se repartieron por toda la provincia, por eso “es fundamental que se siga investigando”, sentencia Pineda, para que sus familiares, que ahora son bisnietos y tataranietos, “encuentren el consuelo de la verdad”. ¿Qué verdad buscan? ¿Acaso quieren venganza? “Para nada. Lo que quieren es simplemente saber dónde están enterrados para honrarles como es debido”, cuenta el presidente de la Amhph, que recuerda, emocionado, el caso de una mujer que lo localizó años atrás para pedirle información sobre su abuelo. Su padre, después de décadas de silencio acerca de la guerra y la dictadura, quería saber, antes de quedar atrapado en las garras de un Alzheimer recién diagnosticado, qué fue de su propio padre. Dónde estaba. Tuvo suerte: su nombre y su localización constaban en las investigaciones de Pineda. “Continuamente nos llegan cosas así”, explica. “Nos llaman o nos mandan mensajes. Gente desconocida que nos pide información, nos dan un nombre, los pocos datos que tienen, y sobre eso vamos recuperando la información que podemos, y que no es poca”. Pero “hay que seguir” porque “ellos y sus familias se lo merecen”.
Puede que la lluvia borre las huellas, pero no la memoria. Ya sé que soy solo unos huesos sin nombre, sí. Trozos de alguien que fue alguien hace tiempo. Solamente retales. El sonido en la boca de un nieto. Un apellido de una lista sumarísima. Ni siquiera sé dónde estoy, pero lo vi todo y me guardo en un recuerdo. No se trata de acusar ni de juzgar a nadie, se lamenta Fernando Pineda, sino de “ponerles nombre a los desconocidos y encontrar a los que se conocen”. Dice el presidente de la Asociación de Memoria Histórica de la Provincia de Huelva que “no existe el odio” en ninguno de los que les piden ayuda, sino solo “el ansia de verdad y reparación. Hay quien dice que con la Memoria se reabren heridas, pero no es verdad. Las estamos curando”.
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