El nuevo amanecer de Tarteso
Historia
La ciudad tartésica de Tejada la Vieja, un legado único en el mundo que reivindica más atención y ayuda para potenciar su futuro como destino para el turismo patrimonial
Siempre ha amanecido. Siempre, desde que el mundo es mundo, pase lo que pase. Después de la más cruenta batalla, de cada muerte o de cada nacimiento, de cada catástrofe, cada día, a lo largo de millones de años, ha salido el sol, y hoy no iba a ser menos. La primera en percibirlo es una pequeña lechuza, que ulula por última vez antes de acostarse. Luego se percata el gallo, que lo hace notar entonando un kikirikí potente, sonoro. Se desgañita gritando a la ciudad que empieza un nuevo día, otro más, y enseguida le siguen los demás gallos, que insisten hasta despertar a los pájaros de los árboles, que empiezan a cantar alegremente. También las gallinas cacarean. Lo hacen poco a poco, como si no tuvieran prisa en despertarse. Sobre ellas, en el tejado, dos gatos se ensarzan, maullido en grito, en una absurda pelea de miradas asesinas. Se observan el uno al otro, profiriéndose extraños lamentos, pero ninguno retrocede hasta que oyen el tintineo metálico de las espadas de los guardas, que observan lo que pasa más allá de la muralla. Abajo ladran, entusiasmados, los perros, y se oyen los cerrojos que abren las puertas de las casas, y a los chiquillos que salen a correr por las calles de arena y piedra, con su vaivén de gritos y risas, mientras sus madres los llaman a desayunar, soliviantadas, apuradas por la prisa. Hoy vienen los mercaderes y hay mucho que hacer. Los cencerros anuncian el paso de las ovejas, que avanzan a la voz del pastor: “iee, iee”, les dice, conduciéndolas puertas afuera. Balan, mansas, en busca de la hierba fresca que les ha preparado la mañana, y se alejan despacio, monte abajo, hacia las viñas. Dentro, en la ciudad, dos jóvenes arrastran en silencio un carromato. Suben la cuesta casi sin aliento, resoplando al compás del traqueteo de las viejas ruedas de madera que conducen hasta el corral, donde esperan los mulos, que no parecen muy dispuestos. Relinchan y cocean, como si supieran lo que les depara el día, hasta que uno de los muchachos los calma chasqueando la lengua repetidamente mientras el otro los ata fuerte al yugo. Con un zas rotundo de la vara sobre el lomo del más viejo, el carro echa a andar calle arriba. Es el comienzo de una larga jornada de idas y venidas.
Todas las casas se han despertado ya aquí bajo. Algunas ancianas zurran las pieles y otras atizan con ramas los cueros que curtirán luego al sol. Mientras, sus esposos preparan la arcilla remojándola en agua fresca antes de darles útiles y hermosas formas. Las hijas más jóvenes mezclan con presteza mecánica los ingredientes para la masa del pan y después la aporrean contra las tablas recién pulidas por los carpinteros. En el almacén, unos cuantos hombres recogen el grano y lo arrojan a las amarillentas espuertas de esparto mientras otros, los más fuertes, preparan la leña. Cortan los troncos uno tras otro de un solo tajo, catacrac, con afiladas piezas de hierro atadas con pita a astiles hechos de almendro. Después cargan los carros y los llevan al norte, hasta los hornos, para arrojar la leña al fuego, que crepita con intensidad. El ruido sordo de la cámara de fundición es tan intenso que se hablan a gritos. Dentro, el metal fundido burbujea y deja caer algunas gotas a la tierra mojada, provocando un sonoro siseo. Allí, hasta el humo negro hace ruido mientras se eleva al cielo, que ya brilla, azul, iluminado por un sol reluciente. Queda todo un día por delante en la ciudad.
A lo largo de cientos de años salió y se puso el sol, cada día, sobre Tejada la Vieja. Vista desde lejos, a un neófito podría parecerle un viejo poblado abandonado. Los restos, más o menos ordenados, de casas destruidas durante alguna guerra. Solo piedras, amontonadas las unas sobre las otras. Pero si uno se acerca lo suficiente; si las observa con la debida atención, puede sentir cómo todavía respiran, y si cierra los ojos puede imaginar cómo desde sus entrañas se alzan poco a poco las paredes de tierra rojiza, y cómo se van formando las puertas y ventanas de madera y las techumbres de las casas, una tras otra, formando primero pequeñas calles, y luego otras más grandes, y así hasta la completa reconstrucción de toda la ciudad. Grande y poderosa. Una de las más importantes de su tiempo.
Si hubiera que destacar una sola cosa, una sola -que ya es difícil- del enclave arqueológico de Tejada la Vieja, esa sería sin duda su singularidad. Es única en el mundo, porque constituye el único caso de una ciudad tartésica cuya estructura original podemos conocer completamente. Una auténtica “cápsula del tiempo” que “nos permite pasear por las mismas calles por las que lo hacían sus habitantes en la Edad de Hierro”, hace casi 3.000 años, como explica Clara Toscano, arqueóloga del grupo Vrbanitas de la Universidad de Huelva, que gestiona los trabajos arqueológicos en el yacimiento, ubicado en Escacena del Campo. Tejada la Vieja es un privilegio, un tesoro arqueológico (uno más) de la provincia que, pese a que se investiga desde los años ochenta del siglo pasado, aún guarda muchos secretos.
Sí que se saben cosas, claro. Por ejemplo, que se fundó en torno a finales del siglo IX y principios del siglo VIII antes de Cristo. De esa fecha, al menos, data su muralla, que es la estructura conocida más antigua de la ciudad y que fue levantada por los fenicios, o más bien por la civilización surgida de su mezcla con la población local: Tarteso. También se sabe que se desarrolló en tres etapas. En la primera, anterior a la llegada de los fenicios, se conformó un primer poblado de cabañas. Luego, de forma coetánea a la construcción de la muralla, se levantaron las casas de piedra y, tras una fase de expansión en la que se conformó la figura urbana que puede verse en la actualidad (en torno al siglo VI o V antes de Cristo), hubo un tercer período histórico de paulatino declive de la ciudad hasta su posterior abandono. Lo más curioso de Tejada, lo que la hace única, es precisamente que no ha habido nada más desde entonces. Ninguna otra civilización ha puesto una sola piedra sobre una ciudad que se mantiene tal cual la dejaron los tartesios hace 2.500 años. “No existe nada igual”, señala Toscano. “Se trata del único ejemplo que tenemos” de una ciudad de la mítica civilización, “con todo lo que ello implica”.
Si se habla de Tejada como una ciudad es porque lo era. Y además, una muy grande. La muralla delimita una superficie de nada menos que once hectáreas, de las que actualmente solo se ha excavado una décima parte, en la que ya se constata que existía un diseño de ciudad, un planeamiento urbanístico, adelantado a su tiempo. Hay una “clara disposición radial” de las calles principales, que dividen la ciudad en sentido este-oeste y norte-sur y que están dispuestas en forma de manzanas, con grandes espacios públicos y edificios representativos, como templos, almacenes o fábricas, construidos con un mayor tamaño y materiales más nobles.
Una de las cosas que más ha llamado la atención de los investigadores es que Tejada la Vieja tenía “una grandísima densidad urbanística”, lo que sugiere que en la urbe tartésica vivió “bastante población” y que posiblemente se trató de “una de las ciudades más grandes y relevantes de la época”, tanto en lo que se refiere al número de habitantes como a su importancia económica. La “esencia cultural” de la ciudad fue el comercio, tanto de productos minerales y de la metalurgia, especialmente de la plata, como de otros productos agropecuarios como el vino, afirma Clara Toscano. Y es que la localización de Tejada tampoco es casual. La ciudad se encuentra situada en un lugar estratégico, entre las minas de la faja pirítica (el mineral de plata de Aznalcóllar lo tiene a tan solo tres kilómetros al este) y los principales centros de salida de mercancías hacia el Atlántico, a través Niebla y el Tinto, a unos cuarenta kilómetros al suroeste, y hacia el Mediterráneo, usando la desembocadura del Guadalquivir, por el sureste y a una distancia muy similar. Hasta hace poco se pensaba que el producto se comerciaba prácticamente en bruto, y que en Tejada solo se hacía una primera limpieza, muy básica, del mineral. Sin embargo, la aparición de grandes concentraciones de escoria (residuo de la metalurgia) encontradas en la zona norte, en donde debieron estar los hornos, hacen suponer que en sus fundiciones ya se fabricaba un metal mucho más depurado para ser distribuido al resto del mundo.
Aunque el yacimiento fue identificado en 1974, hace ahora 50 años, y desde entonces se han realizado casi una decena de campañas de excavación, la información que se tiene de Tejada la Vieja es todavía una mínima parte de la que puede ofrecer, no solo sobre el enclave en sí mismo, sino fundamentalmente sobre las civilizaciones que la ocuparon: los tartesios y quienes los precedieron. Su forma de vida, cómo y con quiénes comerciaban, las relaciones interétnicas que establecieron, los cultos, la religiosidad, la escritura, el papel de la muerte… “Por ahora solo hemos arañado la superficie” del yacimiento, dice Toscano, cuyo potencial “es enorme”. Y no es amor de madre, no. No hay ninguna exageración en lo que dice la arqueóloga: de las once hectáreas que ocupa Tejada la Vieja, solo se ha excavado una, aunque también se conoce cómo es la planta de otras dos hectáreas más gracias a los datos de una prospección geofísica que ha arrojado un resultado “sorprendente”. El número de casas identificadas por el georradar es “espectacular”, sentencia Toscano, como seguro que también lo es toda la información que ocultan. Por lo que respecta a las ocho hectáreas que aún no se han prospectado, no se sabe prácticamente nada. “El 90 por ciento de la ciudad está todavía por conocer”, explica la arqueóloga, pero eso es solo “si hablamos de la parte intramuros”, ya que más allá de la muralla debe haber elementos tan relevantes como la necrópolis, que ni siquiera se ha localizado. Tampoco se sabe gran cosa de lo que hay más abajo. De la única excavación en profundidad que se ha llevado a cabo hasta el momento, los arqueólogos han sacado ya algunas conclusiones relevantes sobre las primeras fases de la ciudad, pero todavía hay muchas preguntas en el aire, como cuál es su origen o quiénes fueron sus primeros pobladores. Quiénes estuvieron antes de Tarteso.
El yacimiento tiene mucho pasado por mostrar, pero también un futuro por definir. Asumida su trascendencia científica a nivel internacional (aunque el dinero para los trabajos de investigación sigue llegando a cuentagotas) y su valor como “seña de identidad”, Clara Toscano destaca también su potencial como motor de desarrollo económico desde el punto de vista turístico: “El hecho de poder pasear por sus calles y de pisar el mismo suelo que pisaron los tartesios genera una experiencia única en el visitante. Es algo incomparable que deberíamos aprovechar” y difundirlo, no solo para la “sensibilización social y cultural” en torno a su valor patrimonial y la necesidad de protegerlo y estudiarlo, sino también como recurso turístico. Para eso, asegura la arqueóloga, es importante “la participación, la colaboración y la implicación” de las administraciones y los agentes sociales y económicos. “A mucha gente le va la vida en ello, y no es ninguna metáfora. Para una población como la del Campo de Tejada es vital diversificar sus ingresos y sus recursos económicos”. En las manos “de todos” está dar al enclave una nueva vida. Toscano es moderadamente optimista: “se están dando algunos pasos”, dice. Quién sabe. A lo mejor, dos mil quinientos años después de su última noche, vuelve a amanecer sobre la ciudad tartésica de Tejada la Vieja.
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