El prisionero del miedo

El moguereño Manuel Piosa 'El Lirio' se ocultó en su casa durante 32 años por temor a represalias durante la dictadura · Salió de su escondite tras la amnistía de 1969 pero nunca se demostró su autoría de crímenes

Manuel Piosa, con gafas de sol, enciende un cigarrillo ya en libertad, a las afueras de Moguer.
Manuel Piosa, con gafas de sol, enciende un cigarrillo ya en libertad, a las afueras de Moguer.
Javier Ronchel / Huelva

12 de febrero 2012 - 01:00

"Yo pensé siempre que la muerte es lo último. Por eso, antes de que me mataran, preferí esto, el escondrijo, el ataúd, el olor a mierda de mula y cochino".

Sabía que si le cogían, no le meterían en la cárcel. Probablemente lo matarían. Y él mismo se impuso su condena, escondido 32 años en su casa, por propia voluntad, preso del miedo, convertido casi en un fantasma, en una presencia irreal. Es la historia de Manuel Piosa, más conocido en Moguer como El Lirio, que hace 75 años se convirtió en uno de los muchos huidos de la Guerra Civil, ocultos durante décadas, para sorpresa de amigos y vecinos, y asombro de un país.

Hay quien les consideró cobardes por no hacer frente al riesgo. Quizá un juicio demasiado ligero y vulgar. El inicio de la guerra fue duro para todos. También el fin; especialmente para los vencidos, víctimas por partida doble. Algunos de éstos no tuvieron la suerte de salir del país pero huyeron de la muerte escondiéndose en su propia casa, como hizo unos años después Ana Frank y su familia de los nazis. Se autodenominaron topos, recluidos en la sombra por miedo a las represalias durante la dictadura franquista, enterrados en vida, lejos de la luz del día, sacrificando una vida por temor a la muerte.

El de Manuel Piosa es el único caso documentado en la provincia de Huelva. Sufrió uno de los cautiverios más prolongados de la posguerra y en su momento fue toda una noticia en su pueblo. Ahora su familia prefiere pasar página y no hablar de ello. Los jóvenes del lugar ni siquiera saben que algo así pudo ocurrir allí. Ni en ningún otro sitio. En Europa oían entonces la historia y creían que se trataba de pura ciencia ficción. De Hollywood. Porque ni en los casos más extremos se pensaba que una persona pudiera sacrificarse de tal modo.

El Lirio lo contó con sus propias palabras a los periodistas Jesús Torbado y Manu Leguineche, que recogieron su testimonio, y el de muchos otros, en el libro Los topos.

"Mi padre y mi madre me aconsejaron que no me entregara y también por ellos lo hice. En 32 años -se lo juro por mi padre, la persona que yo más quise en el mundo- ni un día ni una hora ni un minuto salí de mi escondrijo".

Ese escondite del que hablaba era la casa familiar, en la popular calle Galinda moguereña, ahora Domingo Pérez. Primero, al cuidado de sus padres; después, al de su hermana Esperanza y su cuñado Gabino. Nadie supo de su existencia en la casa salvo la familia más directa, la única que podía soportar la presión de los perseguidores. Entró por el umbral de la puerta el 20 de enero de 1937 y no volvió a salir por ella hasta el 6 de junio de 1969. Una condena voluntaria de 32 años, cuatro meses y 17 días que cumplió a medias entre un desván y las caballerizas, donde cavó un hoyo, del tamaño de una tumba, para esconderse bajo el estiércol en los momentos críticos.

"Al escuchar una voz desconocida, sentir un movimiento raro, me tendía a toda prisa en el ataúd. Con el roce de la espalda, la madera llegó a quedarse con los años tan suave como el afilón de un barbero". Junto a él, formando parte de su ocasional mortaja, "tenía siempre a mano una escopeta de 16 mm y cuatro cartuchos que procuré por todos los medios que no se mojaran". El arma era para defensa. Una defensa digna. Si entraba la Guardia Civil a hacer un registro, el cañón apuntaba al mentón, dedo en el gatillo, dispuesto a disparar si lo descubrían: "A una cosa estaba dispuesto, a matarme antes de que me mataran. Por eso conservé a mi lado la escopeta y los cuatro cartuchos hasta que se pudrieron".

No fueron pocos los malos momentos. Las pesquisas, las visitas y una obra de albañilería en la casa le obligaron a meterse en su cubículo durante horas, inmovilizado, emparedado realmente, en sólo dos metros de largo, 70 centímetros de ancho y 60 de profundidad, oculto bajo la paja y los desperdicios animales, aguantando la rigidez, la frialdad y el mal olor del lugar.

Mejores eran los días tranquilos, en los que podía dormir en una habitación, aunque siempre alerta. Buscó actividad, contribuyendo a la economía de la casa y a las ventas de la tienda de su hermana Esperanza arreglando sillas de enea, aliñando aceitunas, elaborando dulce de membrillo y hasta liando cigarrillos, como él mismo contó después.

El Lirio dejó el colegio a medias por un incidente con un profesor, sacerdote. Pero sabía leer y escribir, fue considerado un niño inquieto e inteligente y nunca perdió su interés por saber más. En su encierro, la lectura era su más preciado entretenimiento, con periódicos y revistas atrasados que pedía su hermana con la excusa de envolver género en la tienda.

En uno de esos diarios conoció la aprobación de la llamada Ley de Amnistía y todo cambió. Para empezar, recelo, porque antes hubo hasta once anuncios fallidos de un posible perdón para los huidos de la guerra. Pero la salida indemne de los primeros topos, entre ellos el alcalde republicano de Mijas, Manuel Cortés, le hizo pensar por primera vez en poner fin a su reclusión.

El Decreto-Ley 10/1969, de 31 de marzo, declaraba prescrito cualquier delito cometido con anterioridad al 1 de abril de 1939, fin de la Guerra Civil. "Sentí tal alegría...", reconoció emocionado a su salida. Con 58 años, ya era hora de que todo acabara.

Tras prestar declaración, confirmó su libertad y la materializó al día siguiente, antes de que la casa se llenara de curiosos. "He querido volver a contemplar la naturaleza y esta mañana, a las seis, me marché al campo. Al enfrentarme con ella sentí la misma sensación que debe tener un pajarillo al que abren su jaula", confesó al diario Odiel ese mismo día.

Y el pajarillo lirio voló. Alquiló al Ayuntamiento de Moguer un terreno por 1.200 pesetas al año para cultivar fresas. Y allí mismo vivió el resto de sus días, sin dejar de fumar tabaco negro, parando en alguna tasca para echar un aguardiente con una corrida de toros en el televisor. Dejando atrás una pesadilla que acabó con su juventud a los 25 años.

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