'Santísima Trinidad', un coloso del mar en las playas de Doñana

Historia

Los días posteriores a la batalla de Trafalgar dejó en la costa onubense un reguero de cadáveres y los restos de numerosos barcos, entre ellos el mayor navío de su tiempo, el ‘Escorial de los mares’

El ‘Santísima Trinidad’, pintado a franjas carmesí y negras, el aspecto que tenía en la batalla de Trafalgar. Pintura de Geoff Hunt.
El ‘Santísima Trinidad’, pintado a franjas carmesí y negras, el aspecto que tenía en la batalla de Trafalgar. Pintura de Geoff Hunt.

La batalla de Trafalgar no solo acabó con la postrera honra del viejo imperio español y con buena parte de lo que quedaba de su flota, sino también con la vida de miles de soldados y marineros, que fueron llegando, a lo largo de los últimos días de octubre de 1805, a la orillas de lo que hoy son las playas de Matalascañas y Mazagón. Centenares de personas, militares y, sobre todo, civiles, la mayoría pescadores de Huelva y Cádiz, fueron llamados a su rescate. Y dedicaron las veinticuatro horas de cada uno de esos días a la ingente labor de sacar del mar a vivos y muertos y recuperar cuantos pertrechos y navíos fuera posible, aunque la mayor parte de estos últimos tuvieron que ser recogidos a trozos, haciendo aún más desolador el paisaje tras la batalla y el temporal posterior, que se llevó por delante a buena parte de los que no habían caído en el combate de días antes. Varias fuentes se refieren a que, entre aquellos restos, las playas onubenses recibieron también a los del Santísima Trinidad, el navío más grande y poderoso del mundo, joya de la corona de la armada española.

«Figúrense ustedes cuál sería mi estupor, ¡qué digo estupor!, mi entusiasmo, mi enajenación, cuando me vi cerca del Santísima Trinidad, el mayor barco del mundo, aquel alcázar de madera que, visto de lejos, se representaba en mi imaginación como una fábrica portentosa, sobrenatural, único monstruo digno de la majestad de los mares (…). Me quedé absorto recorriendo las galerías y demás escondrijos de aquel Escorial de los mares» - Benito Pérez Galdós. Trafalgar.

Un rescate difícil

El mar no dejaba de arrojar cadáveres. Uno tras otro, las olas traían a la orilla de la Costa de Castilla a todos los muertos de la batalla. A los que cayeron bajo el fuego y a los que lo hicieron después tratando de escapar de la tempestad. Los cuerpos se iban apilando en la arena, dejando un paisaje desolador, dantesco, de hombres semidesnudos, hinchados y mutilados, que llegaban envueltos en algas o enredados entre las telas de sus propios uniformes. Sus rostros, cubiertos por restos de arena mojada, aparecían y desaparecían en medio de la espuma de las olas, que iban y venían rompiendo cada vez con más fuerza, ansiosas, casi, como si trataran de deshacerse de los muertos vomitándolos poco a poco. También de los vivos, que los había pese a que sus gritos de socorro apenas se escuchaban en medio del estremecedor alboroto que causaban, todos a la vez, el poderoso oleaje, el bramido del viento y el griterío de los hombres que llegaban desde mar y tierra para rescatar lo que hubiera en la playa, con o sin vida. No daban abasto. Aquello se había convertido en una carnicería, un desastre que nadie podía siquiera imaginar cuando todo estaba por empezar, tan solo unos días antes, en las entonces tranquilas aguas de Cádiz. 

La batalla de Trafalgar comenzó oficialmente el 21 de octubre de 1805, aunque se cocinó mucho antes. España, Francia e Inglaterra se disputaban, unos con más esperanza que otros, la hegemonía continental y el dominio de los mares desde hacía dos siglos. La guerra era abierta entre franceses e ingleses, pero en 1804, tras el ataque a británico a cuatro fragatas españolas, España no tuvo más remedio que declararle la guerra a Inglaterra, uniendo su fuerza naval a la de Napoleón en una Escuadra Combinada que debía destruir a la Royal Navy inglesa del temido almirante Nelson. Las tres armadas terminaron encontrándose, claro, y lo hicieron frente al cabo de Trafalgar, en aguas de Cádiz. 

‘Combate de Trafalgar’. Justo Ruiz Luna - Museo del Prado.
‘Combate de Trafalgar’. Justo Ruiz Luna - Museo del Prado.

En una maniobra que todavía hoy se discute, Vileneuve, que comandaba de la flota hispanofrancesa, decidió que sus naves viraran en redondo y se colocaran en línea, con un barco al lado del otro hasta formar una suerte de barrera frente a los ingleses con el doble objetivo de encararlos y, a la vez, evitar que estos pudieran bloquear una posible retirada a Cádiz si la cosa se torcía. El viraje, por lo inesperado, dejó descolocados a los capitanes, que terminaron construyendo una línea desordenada, apelotonando las naves, en algunos casos, o dejando grandes espacios entre ellas, en otros. Consciente del error de su enemigo, el almirante inglés dividió su flota con el objetivo de cortar perpendicularmente la línea franco-española y acabar en un mismo golpe con el centro y la retaguardia antes de que las naves que quedaran en los flancos pudieran hacer nada para ayudarlos. El propio Nelson, a bordo del Victory, encabezó el ataque, dirigiéndose al mismísimo centro de la línea, donde se encontraban los principales barcos aliados: el Bucentaure francés y el Santísima Trinidad, la joya de la armada española. 

El mayor barco de su época

Con cerca de 1.200 hombres y 140 cañones a bordo, aquel era el navío más grande y poderoso del mundo: cuatro cubiertas, 63 metros de eslora, 16 de anchura y una altura sobre el mar de más de ocho metros, su sola presencia había atemorizado, desde su construcción en La Habana en 1769, a cuantos se habían cruzado a su paso. Aquellas extraordinarias dimensiones, sin embargo, no bastaron para asustar a Nelson, que estaba decido a atravesar el espacio que había entre su popa y la proa del Bucentaure, que estaba justo al lado. 

Conscientes de lo que tenían entre manos, los soldados lo observaban todo en medio de un silencio ensordecedor. Preparados para el combate, miraban la quilla del Victory rompiendo el océano, directa hacia ellos, tan callados que podían escucharse mutuamente la respiración, las largas pipadas de los fumadores, el chasquido áspero del tabaco ardiendo sin compasión, el crujido de la madera recién pintada, el sutil oleaje chocando contra el imponente casco… El silencio se les estaba haciendo tan ruidoso que oían incluso los latidos de sus corazones retumbándoles en las sienes como tambores de guerra mientras el barco inglés se acercaba cada vez más. Aquel extraño compás de espera, segundos que parecieron horas, solo duró hasta que el almirante Cisneros, que comandaba la nave española, ordenó acortar la distancia con el Bucentaure para dejar su espacios al Victory. Luego, enfiló los cañones de babor en su dirección, dispuesto a darles lo suyo a los ingleses. Eran poco más de las 12 del mediodía cuando se desató el fuego. El Santísima Trinidad empezó con buen pie, causando considerables daños al barco de Nelson y, lo más importante, frustrando su maniobra.

El ataque inglés

El inglés prefirió entonces irse directo a por el Bucentaure y atacarlo a corta distancia junto con otros dos navíos de su flota. En poco tiempo, el barco francés ya había perdido sus palos, así que Cisneros, viendo que se le venía encima, ordenó alejarse de él, con la desgracia de que en la maniora se topó con otras tres naves británicas que venían detrás de Nelson: el Neptune, el Leviathan y el Conqueror, a los que se unieron ensegida el Temeraire y el propio Victory, y después el Prince y el Africa. Hasta siete naves terminaron rodeando al Santísima Trinidad, que trató de defenderse como pudo del incesante fuego enemigo, aunque, como era de esperar, no hubo forma de evitar el desastre. Desarbolado, con la artillería inutilizada, la mayor parte de la tripulación muerta o herida y su hermoso casco agujereado como un queso gruyere, el coloso, que empezaba a hacer aguas, terminó por rendirse ante la imposibilidad de seguir peleand porque ya no había quién ni cómo lo hiciera. 

División de las armadas en la batalla de Trafalgar. Dibujo de Alexander Keith Johnston.
División de las armadas en la batalla de Trafalgar. Dibujo de Alexander Keith Johnston.

Eran las cuatro de la tarde, y la victoria inglesa era ya incontestable, aunque no parecía suficiente. Nelson, que había resultado malherido durante el combate, quería más, y en su lecho de muerte ordenó llevar el Trinidad como trofeo hasta Inglaterra. El Prince fue el encargado de engancharle los cabos para remolcarlo, pero ni el propio navío, ni el Santísima Trinidad ni cuantas naves habían participado en la batalla sabían que aún tendrían que enfrentarse todavía a un enemigo más poderoso que cualquier armada: la tempestad. Durante tres días estuvieron achicando agua y evacuando a la tripulación, pero fue imposible aguantar más y, a mediodía del día 24, los ingleses dejaron irse a pique lo que quedaba del antes poderoso navío, incluidos los 80 heridos que seguían a bordo. 

Una veintena de cañones en la playa

El lugar en el que se hundió el Santísima Trinidad es todavía una incógnita. Algunas fuentes históricas aseguran que naufragó a “siete u ocho leguas” (unas 26 millas) al sur de Cádiz, pero hay otros documentos, recogidos en el extenso Corpus documental de José Ignacio González-Aller, que contradicen esta versión y lo sitúan a poniente, mucho más cerca de la costa de Huelva. Las cartas, actas y oficios levantados por los funcionarios, capitanes y autoridades que formaron parte del dispositivo de rescate de personas y pertrechos dan cuenta del estado en el que lo encontraron todo a lo largo de los días en lo que entonces se denominaba Costa de Castilla, y que abarca prácticamente toda la playa de Doñana. En los oficios enviados por Manuel Atienza al general Juan Joaquín Moreno y fechadas el 30 y 31 de octubre de 1805, por ejemplo, el funcionario da buena cuenta de cada uno de los naufragios de Trafalgar en Huelva, como el del Berwick francés, el Rayo (actualmente identificado como el pecio de la Mata del Difunto), el Monarca o el Bahama, pero también se da a entender que pudieron ser muchos más: “Existe mucha madera y pertrechos de artillería de útil aplicación”, decían los oficios, que entre otras cosas señalaba cómo “se han hallado en la costa de Castilla cuatro pedazos de un costado del navio Trinidad, pintado a fajas encarnadas y negras (…) y en ellos, desde 18 a 20 cañones embragados”. 

¿Está el Santísima Trinidad, el último gran navío de la vieja armada española, hundido en alguna parte de la costa onubense? El arqueólogo subacuático e historiador Claudio Lozano, que conoce muy bien esas aguas (descubrió en 2003 el pecio del Rayo), tiene claro que, aunque es “muy poco probable que el Santísima Trinidad se hundiera en nuestra costa”, hay “muchísimas posibilidades” de que sus restos sí que terminaran en sus playas. De hecho, “así lo atestiguan los oficios en relación a aquellos hechos, en los que se advierte de que aparecieron trozos de un barco perfectamente adscribibles al Santísima Trinidad, tanto por su morfología como por la artillería que se menciona, y por supuesto por la pintura tan característica que se detalla”. 

Los restos del pecio del ‘Rayo’, otro navío de Trafalgar hundido en Mazagón / Claudio Lozano.
Los restos del pecio del ‘Rayo’, otro navío de Trafalgar hundido en Mazagón / Claudio Lozano.

Por el estado en el que quedó la nave después de la batalla, es “evidente” que no puede existir un pecio como tal, pero sí los restos tanto del Trinidad como de otras embarcaciones que participaron en el combate y que dieron con sus huesos en el fondo del mar situado frente a la costa de Doñana y el Golfo de Cádiz. “Por la documentación existente y los datos que tenemos, sabemos que en la cosa onubense están hundidos el Rayo y el Monarca, de la flota española, y el francés Berwick, pero es que, además de esos tres barcos, de los que hay una constancia clarísima, en la playa también se identificaron restos de otros muchos”, como el propio Trinidad o el Bucentaure, navíos “muy grandes, enormes, de edad contemporánea” que, pese a su indudable importancia patrimonial e histórica, “no deben hacernos perder la perspectiva”, no en vano, recuerda el buzo y arqueólogo, los restos de la batalla de Trafalgar “son solo una pequeñísima fracción de la enorme cantidad de pecios de época moderna y contemporánea que las fuentes documentales refieren a la zona” conocida como Arenas Gordas.

Buscarlos o no, solo “depende de nosotros”, aunque Lozano cree que “tenemos el mandato moral” de, al menos, investigar en profundidad este patrimonio subacuático “que forma parte de nuestra historia más reciente”, y que, además, “sabemos que se está deteriorando”. “No deberíamos”, dice el arqueólogo, “perder la oportunidad” de conocer qué se esconde más allá de las paradisíacas playas de Doñana, en el fondo de un océano que aún hoy continúa, de vez en cuando, devolviendo a la superficie, pop, algún trozo de madera para recordarnos que “ahí abajo” la historia sigue aguardando.

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