Los segadores (y II)
Cien años de José Nogales
LA voz del manijero llama al almuerzo: en pocos minutos dejan limpio el barreño en que volcaron la olla que, hirviendo aún, trajo el zagal de casa del "amo" metida en un capacho del serón, y lleno el otro de panes tiernos y sabrosos. Tumbados en las gavillas fuman el cigarro y vuelven a la tarea doblándose e irguiéndose, cortando y tendiendo sin parar hasta la siesta. El muchacho del agua va y viene sin darse reposo, y el perro, sediento, saca un palmo de lengua e infla los costados; el chorro de agua que cae de la boca del cántaro al suelo cuando alguno bebe, sírvele de refrigerio, pescándolo en el aire y tomándolo a tragantadas. La tierra arde, el aire se inflama, la mies quema, la hoz deslumbra...
La hora del gazpacho llegó; tres haces de punto forman una garita donde el viejo segador, con el gran dornillo entre las piernas, los cuernos de vaca a un lado y un montón de cebollas, tomates y verdes pimientos al otro, grave como un sacerdote antiguo, arregla el fresco manjar. El dornillo, rebosando caldo colorado, viene al centro del corro. Arremeten con él, ansioso de frescura, con tanta prisa como apetito. Allá a lo lejos se oyen voces y latigazos, y se ven en lo alto, entre el polvo de la paja que el sol dora, hombres y bestias moviéndose en ordenada confusión. Son las eras donde trillan la mies y la aventan para sacar limpio el grano.
Tras del gazpacho la emprenden con el mosto. El vaso de cuerno circula a la redonda, lleno hasta los bordes de un vinillo áspero y agradable. El espíritu y los sentidos y todas las potencias respiran aires griegos y se balan en luces idílicas y en auras del pasado. El cielo azul y luminoso, el sol abrasador y espléndido, la tierra fértil y amoroso, el sol del río y el rumor de las mieses, el aroma excitante del pinar, el olor de la fruta verde y el del pasto seco, los ecos de las eras, el balido del ganado, el canto de las cigarras en los olivos y el arrullo de las tórtolas en la húmeda espesura, forman como el ambiente de un sueño estival en que el alma se mece voluptuosamente complacida.
Un segador joven y robusto, para refrescar su cráneo ardoroso, coloca bajo el sombrero tallos de hierba olorosa y pámpanos tierno. El nimbo de verdura, rodeando las sienes del hombre del campo, que viste zahones de vellón de oveja y alza en su diestra el vaso de asta rebosando vino y espuma, recuerda la figura del dios Pan haciendo libaciones en honor de Ceres bajo la fronda del pino mitológico. La flauta de caña del zagal que apacienta su ganado en los rastrojos, trae notas pastorales dulcísimas que avivan la semejanza.
Ya llegaron las espigadoras, que van tras de los segadores cogiendo la espiga olvidada, como limosna del labrador; ninguno pone mal semblante ni reprende a las míseras mujeres; la leyenda bíblica de Ruth reprodúcese a través del tiempo... Es el espíritu cristiano que llega hasta nosotros, vivo y fecundo, siguiendo la cadena de las generaciones.
La tarde avanza con su cortejo de luces y neblinas; allá quedan los segadores envueltos en los destellos últimos del día, cortando mieses con sus cansados brazos. El río se despeña quejumbroso por la presa del molino; los grillos cantan bajo la grama fresca; las vides agitan sus sarmientos como llamando al aire de la noche, las cigüeñas vuelan hacia el nido de broza que labraron en lo alto de la espadaña bizantina; la estrella de la tarde, como globo de luz, hermosa y triste, álzase en el cielo cual heraldo de las sombras... Grupos de campesinos avanzan por el caluroso arrecife, entre el polvo que levantan las llantas de las ruedas de las carretas cargadas de grano, que gimen al rozar su ejes secos, con un ritmo pausado y dulce semejante a los ecos de la gaita pastoril; las murallas y torreones en ruinas de la ciudad morisca parecen temblar entre la niebla transparente y azul que los envuelve; las mujeres cantan en el camino, recogiendo el refajo en la cintura y clavando en el pelo espigas rubias que el viento mueve. La tarde es triste como el alba alegre; el campo descansa caldeado; los hombres van hacia sus lugares, y como llamándolos con sones melancólicos, lanza el esquilón de la iglesia el toque de Angelus, que sube en ferviente oración a los espacios.
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