A la caza del tesoro de la ‘Fama Volante’. El oro del Rey que se perdió en Huelva

Historia

Más de 400.000 monedas de la Flota de Nueva España fueron arrojadas al mar durante una persecución en la ría en plena guerra con Inglaterra

Las monedas del Puerto que podrían ser de la 'Fama Volante'

El Eendracht, una urca holandesa como la 'Fama Volante', en plena batalla. Pintura de Ludolf Bakhuizen de 1675. National Gallery (Londres).
El Eendracht, una urca holandesa como la 'Fama Volante', en plena batalla. Pintura de Ludolf Bakhuizen de 1675. National Gallery (Londres).
Paco Muñoz

06 de noviembre 2022 - 06:00

¿Cuánto vale un tesoro?” El ensordecedor ruido de la draga apenas le dejaba pensar en ello. Las sostenía entre sus manos mientras se preguntaba si el sencillo gesto de llevárselas al bolsillo valía más que el buen nombre. Si eran acaso la avaricia y la vanidad más poderosas que el honor o que los propios sentimientos. Al fin y al cabo, aquella Huelva de principios de siglo tenía tanto futuro por delante que muy pocos reparaban ya en su pasado. Podría limitarse a esperar a que las máquinas hicieran su trabajo y siguieran profundizando en el frío y negro suelo de la ría. Sin embargo, ahí estaba él, al cuidado de lo que pudiera aparecer. Y vaya si apareció algo. Las miró una vez más, sopesando pros y contras, y por fin dio el aviso: “¡Parad! ¡Parad! ¡Son monedas!”.

Nadie parecía escucharle, así que gritó más fuerte, acompañando esta vez las voces con frenéticos aspavientos: “¡Parad! ¡Son de oro!”, insistió hasta que el motor de la pequeña draga finalmente se detuvo. Sacó un pequeño cepillo y limpió con cuidado una de ellas. Casi no podía verla sin su lupa, pero allí seguía, grabada a pesar de todo, una cifra: 1655. Más de dos siglos de vida, advirtió. Podría haber mil historias tras ellas, o quizás solo una y breve. Podría haber crímenes, viajes, leyendas, preguntas... ¿Cómo habrían llegado hasta allí? ¿Quién las traería? ¿Había más ahí abajo? Tal vez, imaginaba, algún osado y viejo capitán se había preguntado lo mismo que él tres siglos antes: si aquel tesoro valdría tanto como para perder su dignidad.

Puede que Hooch no se planteara, aquella mañana de junio de 1657, tan decorosos principios, pero sí sabía que se estaba jugando la vida. 400.000 reales de a ocho, más todo el oro, la plata, las especias… eran razones más que poderosas para arriesgar el pellejo. Al fin y al cabo lo había estado haciendo cada día desde que recuerda. A la vela, al timón, fregando la cubierta o dando órdenes a perezosos marinos, no sabía hacer otra cosa que jugársela en el océano, así que por una vez más tampoco iba a amilanarse. Menos aún, claro, si en esta ocasión aquello podía hacerle rico.

Desde luego, no pensaba regalar las cosas. La urca navegaba a todo trapo, lo más pegada posible a la orilla para que no se le acercaran demasiado pero dejando el espacio justo para no acabar embarrancada. Aquellos demonios, sin embargo, no se le quitaban de encima. Los avistó cuando navegaban muy cerca del cabo de Santa María, y desde entonces algo le decía que aquellas cuatro fragatas inglesas no venían con buenas intenciones. Ordenó virarlo todo antes de que los vieran, y aunque la maniobra no les sirvió para ocultarlos, sí que les propició al menos cierta ventaja en la precipitada persecución en la que se metió después.

Todo había empezado un año ante, en el de 1656, cuando, tras su declaración de guerra a España, el inglés Oliver Cromwell mandó a su mejor almirante, Robert Blake, a capturar las flotas del tesoro español, que por esas fechas deberían estar llegando de América a Cádiz como hacían cada año. El Lord sabía que si interceptaba a los barcos españoles en algunas de sus rutas desde las Indias mermaría no solo la moral hispana, sino, sobre todo, sus finanzas. Las remesas de oro y plata que venían de América eran vitales para la hacienda real, así que acabando con ellas y con los barcos que las transportaban se reducirían también sus posibilidades de ganar la guerra y por fin, o esa era la pretensión de Cromwell, podrían acabar con el domino del tráfico de mercancías con el Nuevo Mundo que los españoles llevaban ejerciendo durante casi dos siglos.

Blake, que mandaba una escuadra de 28 navíos, bloqueó la entrada a la Bahía de Cádiz para esperar desde allí a los galeones españoles. Los primeros fueron los de la Flota de Indias, que conducía Marcos del Puerto, y que fue atacada allí mismo, cerca de la ciudad. Los ingleses se hicieron, o eso se contaba, con un botín que alcanzaba los 2 millones de pesos, además de echar al fondo del mar un buen puñado de barcos. Con la segunda flota, la de Diego de Egües, no tuvieron tanta suerte. El almirante fue prevenido de la que le esperaba justo cuando iniciaba el último tramo del viaje, desde Tenerife hasta la Península, así que dio media vuelta y atracó en Santa Cruz, donde, siguiendo las instrucciones de Felipe IV, se quedó hasta nueva orden. Egües, que no se fiaba un pelo de los ingleses, ordenó desembarcar toda la carga en el interior de la isla para ponerla a salvo. No se equivocaba el marino, porque en cuanto Cromwell supo de la estancia de la flota en la isla ordenó a Blake dirigirse hasta allí para asestar a los españoles el golpe definitivo.

Grabado holandés sobre la Batalla de Santa Cruz.
Grabado holandés sobre la Batalla de Santa Cruz.

La del 30 de abril de 1657 en Santa Cruz de Tenerife fue una batalla difícil para los dos bandos, y aún no tenía claro, por lo que le habían contado, quién había resultado vencedor. A su juicio -pensaba Hooch mientras veía a estribor el leve dibujo de la barra de Huelva y daba las últimas instrucciones a sus hombres-, cada cual perdió y ganó según lo suyo. España obtuvo su victoria porque consiguió defender la plaza y guardar el tesoro, aunque lo hiciera a costa de varios centenares de muertos y de los once barcos (dos galeones, ocho mercantes y un patache) que componían la flota de Nueva España. Inglaterra, por su parte, se llevó el placer de hundirlos, algunos, o incendiarlos, el resto, y de dejar muy malherida a la armada española, que se enfrentaba ahora a una guerra con pocos barcos y aún menos moral.

La cosa es que el Rey dio por terminado en Tenerife el viaje de la Flota de Egües y dispuso que el tesoro, de casi 10 millones de piezas de a ocho, fuera poco a poco embarcado en naves pequeñas que no llamaran la atención y fueran capaces de poner agua de por medio si las perseguían. Otra forma de evitar a los ingleses sería utilizar en el transporte los barcos de los aliados holandeses que iban de camino a Flandes, y ahí fue cuando entraron ellos en juego. Unos días después de llegar a las Canarias ya estaban de vuelta, en mitad del océano y cargados de plata y oro. El tesoro del Rey, o al menos una parte, viajaba ahora bajo sus pies, en las anchas bodegas de la Fama Volante.

Era una urca mediana, versátil y endiabladamente veloz para su tamaño, aunque por lo visto no lo suficiente frente a las fragatas inglesas, que se le estaban acercando peligrosamente. En cuanto vio la barra, Hooch ordenó el viraje para adentrarse en la ría y llegar lo más rápidamente posible a tierra para desembarcar antes de que los atrapasen. No contaba el capitán con que tocarían fondo anticipadamente. Con la urca encallada y las fragatas cada vez más cerca, comenzó una frenética carrera para evitar que el tesoro llegara a manos británicas: algunos marineros se apresuraron en echar la carga al mar; otros, una docena de los más avispados, saltaban por la borda con todo lo que pudieron llevar encima para llegar a nado hasta Huelva mientras que los de allí, que habían estado observando el espectáculo desde la orilla, no perdieron el tiempo y tomaron rápidamente sus botes para hacerse con algunas piezas.

Para cuando llegaron los ingleses apenas quedaba ni una de las 400.000 monedas de plata y oro del Rey ni de los cofres que transportaba la Fama Volante, aunque tampoco les importó demasiado. Las órdenes de la armada británica eran atrapar o destruir cualquier barco español u holandés que se cruzara en su camino. No había objeción si podían hacerse con el tesoro, pero lo importante era que no llegara ni un real a la Península. De las 460 personas que conformaban, entre tripulación y pasajeros, el pasaje de la urca, escaparon solo los 12 que se marcharon a nado. El resto, 448, terminaron como prisioneros de guerra, aunque fueron liberados unos días después, a mediados de julio, tras aceptar España un canje por otros tantos presos ingleses.

Lo cierto es que gran parte de lo que ocurrió con la Fama Volante sigue siendo un misterio. La Casa de Contratación ordenó que se realizaran pesquisas para aclarar el suceso. Querían saber, sobre todo, por qué habían salido de Santa Cruz sin autorización y por qué no habían buscado refugio en el puerto de Ayamonte, que se encontraba mucho más cerca cuando se inició la persecución. No terminaron de aclararse los motivos, y a pesar de que todos los testigos parecían apuntar a un error o una orden equivocada, siempre quedó la duda de si el objetivo real de la tripulación no era robar el tesoro que se le había confiado. El intercambio de misivas de cónsules y espías españoles, ingleses y holandeses dan buena idea de hasta qué punto llegó el desconcierto con respecto a lo que había ocurrido, también, después del ataque. Según Nieuport, el embajador holandés en Inglaterra, se contaba que Blake había recuperado parte del tesoro y que había enviado la urca a los Downs para ponerla a la venta. Sin embargo, explicaba, “en la corte del almirantazgo no hay conocimiento de tal barco”.

En cualquier caso, lo que había quedado claro tras la cacería de la Fama Volante es que los ingleses no iban a dejar pasar ni una. El Atlántico estaba siendo un infierno, y seguiría siéndolo no solo para los barcos españoles, sino también para quienquiera que ondeara una bandera amiga de estos. La amenaza era clara: cualquier intento de mover la plata terminaría en su captura o en su pérdida. La noticia de lo ocurrido en Huelva enervó a Felipe IV, que dio “toda prisa a que se provean medios suficientes” para que el duque de Medinaceli terminara de armar la flota que se estaba construyendo en Cádiz y poder así disponer de ella cuanto antes frente el feroz y ambicioso enemigo inglés, que por entonces ya había perdido, víctima del escorbuto, a su mejor almirante: Blake no volvió a pisar suelo británico después de Santa Cruz.

Hasta el 28 de marzo de 1658, casi un año después de la batalla, no consiguió Egües arribar al Puerto de Santa María con la última carga del tesoro. Nunca es tarde, al fin y al cabo, si la dicha es buena, aunque en realidad nunca estuvo completo del todo… La mayoría del oro, la plata y el resto de mercancía de valor que los marineros de la Fama Volante arrojaron al mar fue rescatada gracias a la labor de los buzos, que ya había por entonces, y a los rastrillos de almejas que tan habilidosamente utilizaban los pescadores de Ayamonte y que ya se habían utilizado en más de una ocasión. Una parte, sin embargo, se quedó para siempre en el fondo de la ría de Huelva, como tantos otros tesoros. A la espera de que algo, por ejemplo la succionadora de una draga, los saque de nuevo a la superficie. O quizás no esperan nada a estas alturas. Quizás les basta con no ser olvidados. Al fin y al cabo, ¿cuánto vale un tesoro si nadie lo recuerda?

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