Las tres 'muertes' de San Francisco, el convento de Huelva que cayó bajo la “piqueta destructora”

Patrimonio

Construido a finales del siglo XVI, el edificio fue finalmente demolido en 1964, perdiéndose para siempre una parte del patrimonio que albergaba

Retablo de Martínez Montañés, restaurado en los años setenta y que hoy se expone en el monasterio de Santa Clara de Moguer.
Retablo de Martínez Montañés, restaurado en los años setenta y que hoy se expone en el monasterio de Santa Clara de Moguer. / Josué Correa

Fue un verano, como ahora, entre finales de agosto y principios de septiembre de hace justo 60 años, cuando se consumó la demolición de uno de los edificios religiosos más antiguos de la ciudad. La “piqueta destructora”, contó el ilustre historiador y periodista onubense Diego Díaz Hierro, cayó “sin compasión” sobre la “vieja e histórica” iglesia del Convento de San Francisco de Huelva, aunque es verdad que por entonces ya solo eran las ruinas de lo que fue. La sombra, el esqueleto, de lo que había sido. El patrimonio que albergaba, que de por sí ya había encogido por diferentes visicitudes, acabó perdido o esparcido por la provincia.

El Convento de San Francisco tuvo tres muertes, como las tres negaciones de Pedro. Como la santísima Trinidad y los tres hijos de Noé. Tres, como las tres caídas o los tres dones de la Gracia, las tres veces Santo, las tres tentaciones o la resurrección del tercer día. Murió tres veces y ni por esas tuvo nunca un epitafio dulce, ni siquiera una despedida digna, y mucho menos un final feliz. Nadie veló sus últimos días, por eso la historia del convento de San Francisco es, en realidad, una historia triste, como lo son todas las historias de pérdida, aunque también es una historia de devoción, y una historia de amor (del patrio y también del otro), y de piratas y héroes, de catástrofes, de política, de guerra y de odio y, sobre todo, es una historia de abandono.

Una historia de devoción 

En el año 1588, a las puertas casi del siglo XVII, Huelva era una ciudad en ciernes. Sus poco menos de 5.000 habitantes se expandían ya desde las alturas de los cabezos hasta sus laderas y las orillas del Tinto y el Odiel. Sus necesidades espirituales, que, con tantos que eran ya, no eran pocas, se atendían en dos parroquias: la de San Pedro, la más antigua, y la de la Purísima Concepción, y dos conventos, el de Santa María de Gracia y el de la Victoria, así que empezó a plantearse la idea de que se necesitaba un nuevo templo. Casi por casualidad, gracias a la predicación cuaresmal de un fraile, el Padre Meléndez, que tuvo que ser más que satisfactoria, el Cabildo se decidió a que la presencia franciscana en Huelva fuera definitiva, y con esa idea donó a la orden un solar en la “parte nueva” de la ciudad, en su extremo suroeste, e incluso se ofreció a construirles el convento. A cambio de que los religiosos “asistieran a las procesiones generales y predicaran en las fiestas importantes”, explica el investigador y sacerdote Manuel Carrasco Terriza. El convento de San Francisco se situaría en el extremo sureste de la villa, “delimitado por las calles de Palos al norte, del Agua al este, de las Monjas al oeste, y de la Seña o Aceña al sur”, lo que hoy sería el espacio rodeado por las calles Palos, Fernando el Católico, Cardenal Cisneros, Arcipreste Manuel González, el Ayuntamiento y la Plaza de la Constitución.

Ubicación (círculo rojo) del convento en el mapa de Coello de 1869.
Ubicación (círculo rojo) del convento en el mapa de Coello de 1869. / Instituto Geográfico Nacional

Una historia de amor

El convento no iba a salir barato. así que “la construcción del edificio se realizó con aportación de todo el municipio, por medio de un cierto reparto vecinal”, explica Carrasco Terriza, que vendría, cómo no, en forma de tributos. Para completar la edificación del templo, especialmente del interior, “se acudió a las limosnas, a los donativos en materiales y a la concesión del patronato sobre las capillas”. A través de esta fórmula, los patronos asumían la obligación de construir una capilla a cambio del derecho a enterrarse en ella. La primera en edificarse fue la capilla mayor, llamada del Santo Sepulcro, que fue concedida a Miguel Redondo, que muchos años atrás había dejado su tierra para probar suerte en Perú, donde terminó amasando una gran fortuna. Asumió el patronazgo con la esperanza de pasar en Huelva sus últimos días y procurarse aquí el descanso eterno, pero no pudo completarlo. Redondo, que andaba ya muy mayor, murió en el viaje de vuelta, y fue su esposa, doña Francisca de Trujillo, la que terminó aportando, junto a su flamante nuevo esposo, el capital necesario para cumplir aquella última voluntad.

Una historia de piratas y héroes

Lápida sepulcral de Andrés de Vega y Garrocho, ubicada en el Santuario de La Cinta.
Lápida sepulcral de Andrés de Vega y Garrocho, ubicada en el Santuario de La Cinta. / Alberto Domínguez

Fallecido Miguel Redondo, el derecho de patronato de la capilla mayor fue asumido por el capitán, alférez y vicealmirante Andrés de Vega y Garrocho. El héroe onubense de Larache, capitán de la Armada Invencible, se comprometió a sufragar el retablo del altar mayor y la reja divisoria de la nave, además de aportar 1.000 ducados. No se anduvo con chiquitas el marino y para el retablo buscó al mejor: Juan Martínez Montañés, el Dios de la madera, realizó una impresionante obra dedicada al misterio de la Purificación. Una vez fallecido, le sucedió su hijo, que ya por entonces era famoso por haber apresado al temible pirata Papasali. Capitán, como su padre, y alcalde de Huelva, Juan de Vega y Garrocho encabezaba la defensa de las costas onubenses frente a los piratas berberiscos y turcos que en aquellos años tenían atemorizada a la población debido a sus temibles razias y los secuestros de hombres, mujeres o niño, que se vendían como esclavos o servían para pedir cuantiosos rescates. Al mando de la familia Garrocho navegó la célebre galeota de Huelva, una pequeña flotilla de tres naves encargada de proteger las aguas de Huelva y que fue una auténtica pesadilla para los corsarios, cuyas banderas y estandartes adornaron durante décadas, como recordatorio de sus triunfos, el interior del convento de San Francisco. La relación de los Garrocho con los franciscanos fue tan estrecha que terminaron considerándose “patronos no sólo de su capilla, sino del convento mismo”, cuenta Manuel Carrasco Terriza. 

La construcción del templo se completó con otras ocho capillas, además del altar de las Once Mil Vírgenes y la sacristía, que, aclara Carrasco Terriza, fue considerada también como espacio funerario pese a que se hallaba fuera ya de los muros del templo, en el espacio conventual, aunque comunicada con el presbiterio (a través del llamado patio de los jazmines), el claustro, del que se decía que era “de los más agraciados que hay entre los conventos de Andalucía”, y la zona residencial y demás dependencias, que ocupaban el resto del edificio. 

Una historia de catástrofes

Allí, entre aquellas paredes, vivieron los franciscanos con holgura y tranquilidad durante casi dos siglos, que pasaron afanados en sus ocupaciones conventuales y evangelizadoras sin mayores disgustos que los que de cuando en cuando les mandaba Dios, como el célebre terremoto de Lisboa de 1755, que afectó a todo el edificio, o el seísmo del 12 de abril de 1773, que fue aún peor: “quedó tan lastimado el convento que vino a tierra todo el dormitorio que cae a la huerta”, se explica en el manuscrito Centuria Bética. Para colmo, casi un siglo después, el 6 de septiembre de 1870, sobrevino un nuevo percance: un grave incendio hundió la cubierta contigua al templo, aunque nada de aquello, ni las desgracias divinas ni los accidentes humanos, pudieron con el convento de San Francisco, que, sin embargo, no fue capaz de resistirse a los políticos

Primera muerte. Una historia de política

Con el siglo XIX llegaron los primeros trenes, las primeras fotografías, los primeros teléfonos y también las desamortizaciones. La Real Orden de 25 de julio de 1835 suprimía definitivamente los monasterios y conventos con menos de 12 religiosos, que en la provincia fueron los de Escacena, Moguer, La Rábida, Nuestra Señora de la Bella, Ayamonte y el de San Francisco de la capital, que, cuenta Carrasco Terriza, pasó a disposición de la Junta de Enajenación de Edificios y Conventos Suprimidos, aunque la iglesia quedó abierta al culto “para atender a la población de la barriada”. Así permaneció incluso cuando llegó la conversión del edificio en cuartel, en la planta de arriba, y cárcel, en la de abajo, aunque según el Diccionario de Madoz, en 1847 serviría también para casas de “niñas expósitas” y como juzgado. Recién llegado el siglo XX vino otra reconversión: el arcipreste Manuel González García estableció en el ala norte del edificio las Escuelas del Sagrado Corazón, que, dirigidas y sostenidas por el escritor, abogado y pedagogo Manuel Siurot, pretendían dar respuesta a los problemas de una ciudad con unos alarmantes índices de analfabetismo (más de la mitad de la población no sabía ni leer ni escribir). Miles de onubenses, la mayoría pobres, pasaron durante años por sus aulas y patios para recibir una educación básica, aunque, debido a su origen católico, fueron cerradas en los primeros años de la II República hasta que Siurot logró reabrirlas en 1935. La alegría, eso sí, no le duró mucho.

Segunda muerte. Una historia de odio y guerra

Retablo de Martínez Montañés, restaurado, se expone en el monasterio de Santa Clara de Moguer.
Retablo de Martínez Montañés, restaurado, se expone en el monasterio de Santa Clara de Moguer. / Josué Correa

El estallido de la Guerra Civil pilló a la Escuela recién reabierta y en el punto de mira de los contendientes. En 1936 fue asaltada y prácticamente arrasada por exaltados del bando republicano, que destruyeron las aulas y la mayor parte del material: pupitres, pizarras y libros acabaron rotos y desparramados por el suelo o quemados en la plaza de San Francisco. Allí fue donde ardió también la mayor parte del patrimonio que durante más de 300 años había enriquecido la iglesia. El templo fue destrozado, y con él “sus imágenes, retablos y bienes muebles”, cuenta Carrasco Terriza, incluyendo obras de enorme valor artístico e histórico de las que hoy solo queda alguna pequeña constancia documental. Afortunadamente, se salvó, al menos en parte, la joya de la corona patrimonial del convento: el retablo de Martínez Montañés, que sobrevivió de milagro, probablemente porque por entonces ya no formaba parte de la capilla mayor y se encontraba pasando desapercibido en uno de los laterales. Acabada la guerra, la propiedad de parte del edificio pasó a manos de los jesuitas, que “ocuparon los locales que habían sido Escuelas del Sagrado Corazón y se hicieron cargo del culto” hasta que, en 1964, decidieron demoler lo que quedaba del edificio y de la iglesia y construirlo desde cero.

Tercera muerte. Una historia de abandono

La demolición de lo que había sido el convento de San Francisco se produjo entre finales de agosto y principios de septiembre de 1964. La noticia no pasó desapercibida, o al menos no para el historiador y periodista Diego Díaz Hierro, que dedicó varios de sus artículos a recordarlo y a destacar su valor patrimonial. Sin embargo, su existencia se olvidó pronto. Un convento del siglo XVI había sido borrado del mapa “como todo lo antiguo que ha habido en la ciudad”, que “está mejor en el vertedero que en pie”, dice Jorge Cotallo, presidente de la Asociación Arqueohuelva, quien, movido por la curiosidad, ha dedicado mucho tiempo a recopilar información sobre el convento, sus patronos más ilustres y el patrimonio desaparecido bajo sus escombros: “siempre me he preguntado dónde irían a parar todos los objetos de la iglesia. El convento había pasado por muchos usos diferentes desde su inauguración, pero la iglesia no. No podía creer que la tirasen con todo dentro sin sacar ni un solo cuadro, retablo o imagen”.

En la actual Iglesia de San Francisco todo es nuevo, así que “no hay nada que recuerde la iglesia del siglo XVI que un día fue”. Las investigaciones realizadas por la profesora Rosario Cruz García en su libro El Convento de San Francisco de Huelva. Estudio histórico-artístico, que precisamente mereció el Premio Díaz Hierro de investigación en 1997, y por el propio Manuel Carrasco Terriza, han logrado situar algunos de esos elementos. Lo que quedó del retablo de Martínez Montañés, de 1606, fue restaurado en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Sevilla, bajo la dirección de Francisco Arquillo, y se expone actualmente en el antecoro del Monasterio de Santa Clara de Moguer. La lápida sepulcral de Andrés de Vega y Garrocho, datada en 1608, se conserva desde 1975 en el pórtico del Santuario de la Cinta, en cuyos jardines se pueden encontrar también algunas de las columnas originarias del convento, de mármol blanco con capiteles toscanos, aunque uno de los capiteles se encuentra en la sede de la Hermandad de la Esperanza, que precisamente se fundó en el convento. En San Pedro se guarda la imagen de la Inmaculada, del siglo XVII, ahora bajo la advocación de Santa María, Madre de Dios (que se utiliza en el Belén que se instala en la iglesia por Navidad), y también se sabe de la existencia de algunos elementos del retablo mayor de Joaquín Cano, así como de algunas de las lápidas sepulcrales.

La mesa del altar, del siglo XVI, se encuentra arrumbada en un almacén.
La mesa del altar, del siglo XVI, se encuentra arrumbada en un almacén. / ArqueoHuelva

En cualquier caso, como explica Jorge Cotallo, todas estas piezas “se encuentran inconexas y sin siquiera una pequeña leyenda que cuente qué son”. Peor suerte ha corrido la mesa de mármol rojo jaspeado del altar, una obra del siglo XVI que se guardaba en el sótano de la que fue residencia de los jesuitas y que ahora se encuentra arrumbada en un almacén, rodeada de cajas de cerveza y mobiliario de hostelería. Recuperarla, cree Cotallo, “sería devolverle a la ciudad un trocito de su historia robada” y serviría “para dar a conocer uno de los edificios desaparecidos más significativos de la Huelva de la Edad Moderna”, no solo como sede eclesiástica, sino también tras su transformación en cárcel o escuela. “Poca gente sabe que el solar que ocupa hoy el Ayuntamiento era la huerta del convento, o que los restos de personajes ilustres de aquella Huelva, como los Garrocho o Miguel Redondo, se encuentran desparramados por algún lugar del subsuelo de la actual iglesia”. El Ayuntamiento de Huelva y la delegación de Cultura de la Junta ya conocen, gracias a las pesquisas de Arqueohuelva, la descorazonadora situación de la mesa, pero de momento han dado la callada por respuesta.

Aseguraba el propio Díaz Hierro, en una crónica publicada en el diario Odiel el 25 de septiembre de 1964, una vez consumado el derribo del convento de San Francisco, que conviene hacer todo lo posible por recordar la historia porque “del silencio al olvido hay menos de un palmo”, y aún menos cuando se trata de la historia local, que “se olvida pronto”. Nadie escuchó sus advertencias, y poco o nada se hizo por el convento y por la memoria de los onubenses que yacían (aún lo hacen) bajo su suelo. A lo mejor, quién sabe, sea verdad lo que el historiador sentenciera en ese mismo artículo de hace sesenta años: “Huelva” -decía Díaz Hierro- “se desprecia más a sí misma que ninguna otra", tal vez "porque ella nos conozca”, concluía, mejor que nadie.

Crónica de Díaz Hierro en el periódico Odiel. 25 de septiembre de 1964
Crónica de Díaz Hierro en el periódico Odiel. 25 de septiembre de 1964 / Hemeroteca Diputación de Huelva
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