A veces es conveniente y necesario callar
'war room'
El silencio es casi una virtud porque, si la palabra se encadena una tras otra, sin que existan silencios, el cerebro de quien la escucha queda bloqueado y no tiene espacio para recibir ideas
Huelva/Tras el asesinato de John F. Kennedy a finales de 1963, Paul Simon (Simon & Garfunkel) compuso la preciosa melodía The sound of silence considerada por la revista Rolling Stones como la número 156 dentro de las 500 mejores canciones de la historia. La letra es un intento de expresar el sentimiento popular tras el magnicidio; describe un mundo frío y oscuro donde las personas están atemorizadas por el gran dios de neón que les impone el silencio: “Tontos, les dije, no sabéis que el silencio crece como un cáncer”.
El silencio tiene una enorme fuerza y se impone casi como una necesidad en un mundo sobrepasado por el exceso de ruido. Tertulias televisivas y radiofónicas, todólogos, opinadores profesionales, redes sociales, troles, bots… La necesidad de reaccionar nos obliga a hablar permanentemente, muchas veces de manera irreflexiva, creando climas sociales desfavorables en el mejor de los casos, cuando no cargados de crispación y de irresponsabilidad. Pensar primero y hablar después puede ser un gran remedio contra el exceso de decibelios verbales.
Este mal aqueja también a la política, un terreno donde precisamente la palabra lo es todo… o casi todo. Aquí el silencio cobra extraordinario valor, sobre todo en tiempos de desconfianza política y donde la ansiedad por la batalla electoral puede llevar a los políticos a hablar en exceso.
Escribía el abate Dinouart en su ensayo El arte de callar (1771) que “es propio de un hombre valiente hablar poco y realizar grandes hechos”, principio que en este tiempo ruidoso tendría muy buena acogida, sin menosprecio de discursos memorables y de grandes oradores que ha dado la historia política.
El silencio en política no es sinónimo de ocultación ni de cobardía; es un tiempo para escuchar. “Hay un tiempo para callar, igual que hay un tiempo para hablar”, afirma Dinouart, y nos enseña los principios necesarios para callar en su debido momento. El eclesiástico recopila hasta diez tipos de silencio. El último es el silencio político, “el de un hombre prudente que se reserva y se comporta con circunspección, que jamás se abre del todo, que no dice todo lo que piensa, que no siempre explica su conducta y sus designios”.
En la actividad política se ha otorgado gran valor a la capacidad oratoria. Los tratados de retórica escritos a través de la historia para entrenarse en el arte de hablar desvelan también los valores del silencio. Saber manejar el silencio es difícil, sobre todo en una cultura como la nuestra donde los espacios en blanco producen cierta tensión.
En política los silencios se consideran falta de argumentos, olvidar lo que se tenía que decir e incluso quedarse en blanco. Nada más lejos de la realidad. Y, de hecho, las pausas son tan valiosas como el propio discurso.
Expertos en comunicación política están llegando a la conclusión de que es necesario innovar en la utilización de recursos comunicativos para darle prestigio a la palabra. La gestión estratégica de la comunicación implica que a veces es conveniente y necesario callar, un silencio entendido como tomarse el tiempo necesario para escuchar y analizar el contexto. Nos estaríamos ahorrando muchas declaraciones vacías, populistas y demagogas si sus autores manejaran el don de la prudencia y de la reflexión. Pensar primero y hablar después. Cuánto bien haría Donald Trump cambiando en ocasiones las palabras por el silencio y aplicando el proverbio árabe “si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo digas”.
Una buena comunicación se refiere más a la calidad de lo que se dice que a la cantidad de palabras empleadas. El contrapunto a la palabra es el silencio. Bien empleado puede asemejarse en importancia y ayuda a mejorar la comunicación. El consultor Antoni Gutiérrez Rubí cree que el silencio tiene valores especialmente útiles y eficaces a la comunicación política. Algunos de ellos son la resistencia (desafío hacia lo establecido), la fortaleza (no ofrece ángulos para el contragolpe y la pugna), la conexión (callo porque te escucho y porque tus palabras son las mías) y la iniciativa (el silencio crea expectación y desgasta al adversario por esquivo y gaseoso).
En política, algunos callan porque tienen mucho que silenciar. No es esa actitud silente la que demanda la sociedad, sino la administración del silencio para reivindicar el valor de la palabra.
El silencio es la mejor compañía de la palabra, la otra cara de la moneda. El experto en psicología política, Daniel Eskivel, afirma que el silencio es casi una virtud porque, si la palabra se encadena una tras otra, sin que existan silencios, el cerebro de quien la escucha queda bloqueado por un muro de palabras y no tiene espacio para recibir ninguna idea.
Se arriesga menos callando que hablando, decía Dinouart, pero no podemos aplicar este principio a las crisis, en las que el silencio es la admisión tácita de un comportamiento incorrecto, según el reputado analista político estadounidense Frank Luntz.
En la gestión de una crisis, el silencio puede conducir directamente al suicidio político. El silencio nunca es una buena opción porque cuanto más calles, más van a hablar de ti. Dado que el diálogo social no puede acallarse, controlar la desinformación en una crisis con datos y argumentaciones es la receta más aconsejable. La falta de explicaciones acrecienta las dudas y es el mejor caldo de cultivo de bulos y alarmismos.
“El silencio es un tema tan bello que podríamos estar hablando de él durante horas” (Julies Romains).
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