Capítulo primero de la novela 'Pan y cielo', de Juan Cobos Wilkins
Editada por la Isla de Siltolá
Yo Soy el que Soy habló.
Lo hizo con voz tronante, parodiando, para divertirse, el registro cavernoso y teatral, apabullante e impostado, que aquel actor que tanto le gustaba, sí, el pelirrojo malhumorado ése, Fernán Gómez, exhibía magnífico en El viaje a ninguna parte. Habló. Y su imponente voz retumbó en los cumulonimbos y en los cirroestratos, vibró en los anillos de Saturno, llegó al asteroide de los constantes crepúsculos, el B 612, habitado sólo por una descarada rosa friolera y un marisabidillo príncipe melancólico, alcanzó a las naves que ardían más allá de Orión y hasta hizo titilar a la estrella recién nacida en los confines oscuros de la nada que deja de ser nada.
Ego Sum qui Sum habló, e incluso el niño que en aquel momento pegaba el cromo 59, La zarza ardiente, en su álbum Historia Sagrada -publicado con censura eclesiástica- tiró el Imedio y corrió sobrecogido, pues como surgiendo misteriosamente de aquellas páginas le pareció oír la misma voz que hablaba a Moisés en el monte Horeb.
Mas ni el mensaje iba dirigido al adoptado por la hija del Faraón ni trataba de cómo liberar al pueblo de Israel de la esclavitud. No. El convocado era otro. Alguien con gran prestigio y predicamento, tan querido como respetado y con un sinfín de seguidores. Cuán extraño. ¿Por qué Yo Soy el que Soy requería de tal forma al de Heraclea? Qué raro.
Erraron los grupos cotillas de querubines al cavilar que sería por lo de la enfermedad, el muy temido ergotismo, al que el monje daba inadecuado nombre: Fuego del infierno o de san Antonio. Equivocáronse los serafines al elucubrar: "Es por algo relacionado con los bichos, seguramente por ese gorrino suyo tan…" Tampoco. Ni como supuso la beata sor María Adeodata Pisani, por las celebérrimas tentaciones. No. Únicamente el dadivoso, el eremita, el protector de los animales, el muy tentado, intuía, por no decir sabía, el porqué.
¿Por qué?
Porque en un pueblo del extremo occidental de la agitada Europa, en el sur de España, y sólo unos años antes de que el país se convirtiese en una piel desollada y tendida a jirones al sucio viento sublevado de la guerra, desoladora contienda de incalculables y prolongadas consecuencias, a él, Antonio Abad, lo habían afiliado a la U.G.T. Y en medio de general alborozo, entre vítores y música y aplausos y cohetes, lo paseaban en procesión por calles y plazas con el carné sindical vistosamente prendido de su austero hábito.
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