Choro: Y que viva tu tierra que es la mía
Antonio Molina 'El Choro' estrena su espectáculo #SiDiosKiere en el Festival Flamenco Ciudad de Huelva
Huelva/Contaba a finales de los setenta Antonio Montoya, el gran Farruco viejo, el abuelo -tal y como aparece en el libro `Molde Roto´ de Arcadi Espada, cuya lectura recomiendo encarecidamente-, que “el bailaor, cuanto más tío, más agrada”. Establecía una diferencia entre `bailaor´y `bailarín´, fundamentada precisamente en su masculinidad. “La diferencia está en que el bailarín es flojito, endeble...afeminado (poco viril), amanerado. El bailaor, cuanto más tío más agrada”.
Si Farruco resucitara, el menor inconveniente que tendría con el espectáculo Si Dios Kiere sería ese, porque Antonio Molina El Choro siempre se ha situado en el justo punto medio. Lo peor sería que, en un mundo globalizado lleno de mentes cosmopolitas, el abuelo de la saga bailaora probablemente no entendiera nada, ni viera el flamenco por ningún lado. Evidentemente, en una disciplina tan visual como la del baile, Choro no puede, ni debe quedarse atrás en una fusión tan espontánea, que acaba en apogeo de guitarras y palmas extenuadas en prácticamente todos los palos flamencos.
Cuando sube el telón, una luz central se abre paso desde arriba y precede a la afinación ostentórea y primitiva de guitarras y voces. De nuevo fundido en negro, y aparece el protagonista con su típica gabardina. Le persigue el onubense Jesús Corbacho haciendo unos fandangos del destierro (“Cuando salí de mi Huelva, volví la cara llorando...”) junto a su pareja y contrapunto al cante, Jonathan Reyes (no pudo encontrar mejores acompañantes el bailaor, ni más diferentes entre sí). Estamos ante un emigrante. Alguien que ha dejado su tierra atrás pero a buen seguro hallará experiencias casi inenarrables. Despojado de la gabardina llega la Soleá de los cañaverales, que cobra una dimensión totalmente abstracta, y transmuta descompuesta para ir transformándose en la caña. Luego luz absoluta y llega el toque bohemio, arrabalero y hasta porteño de Francisco Roca a la armónica y su guiño al pasodoble de la Ría de Huelva, saliendo brillantemente por garrotín para introducir a los cantaores en el tramo más callejero y cercano del espectáculo, vibrante y sin respiro Paco Vega a la percusión. El taranto da paso a los momentos de mayor recogimiento, para luego cambiar de vestuario prácticamente a nuestra vista, y entrar a media luz por alegrías, levita de pico y camisa blanca, fundido con el dúo cantaor y las guitarras de Eduardo Trassierra y Juan Campallo en otro fragmento intenso de molinetes y zapateao a todo lo largo que da el tablao, mientras le jalean: “¡Viva tu tierra que es la mía, caramba!”. Vuelta a la intimidad de la seguiriya, para cerrar por bulerías con el instante desbocado de guitarra, palmas y baile en todo lo alto.
El Choro, que ha cruzado el Atlántico y las fronteras tanto cuanto ha podido, nos hace portadores de un cuaderno, una agenda que habla del apego y el desapego a la tierra. Del arraigo, el desarraigo, y vuelta a empezar. Todo a través de un espectáculo mestizo y moderno que traspasa el flamenco (apenas esbozados algunos cantes) y que bebe también de la música callejera del mismísimo Manhattan multicultural. Piensen ustedes lo que quieran, pero entender este espectáculo es, en cierto modo, como revisitar sus fotos de facebook en las calles y plazas durante las giras por Estados Unidos. Hablo de las fotos que se ha hecho y de todas las que, si dios quiere, se hará.
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