Estandarte calorro
Séptimo Festival Flamenco Ciudad de Huelva
Israel Fernández presenta con Diego del Morao al toque su 'Ópera flamenca' en el Gran Teatro
Huelva/El embrión de los estímulos calés se había cocido desde bien pronto en el gallinero del Gran Teatro onubense, antes de que Diego del Morao, de blanco impoluto, se acomodara en su silla del escenario.
La bandera gitana colgada de la baranda de entresuelo, y un constante diálogo a voces entre calorros que habían conseguido entrada en patio de butacas y otros que habían de conformarse con la visión que se ofrecía desde principal, donde algún guiri despistado deambulaba perdido buscando su butaca. Porque el público era ante todo bastante heterogéneo, sí. Pero heterogéneo y caló. Ese era el panorama. Y de pronto, el sentir sin ambages. Un conocido gitano exclamó desde arriba: “¡Israel! ¡eres el estandarte del cante flamenco! ¡vamos a demostrarlo!”
Difícilmente se asomará tanto un cantaor como se ha asomado a nuestra provincia este gitano toledano, que embelesa a casi todos prácticamente sin despeinarse siquiera. Contaba ya por cinco las ocasiones en las que había disfrutado de sus melismas en nuestra provincia. A saber: el Festival Flamenco de Moguer, la Peña Flamenca de Huelva, el Barrio Obrero (entonces con Joni Jiménez) y todo el barullo del Festival Quitasueños, antes de comenzar esa fructífera alianza con Diego del Morao, que ya más que alianza es una auténtica hermandad. Y luego Punta Umbría. Y más tarde la Universidad Internacional de La Rábida, en la que tal vez fue una de sus apariciones más íntimas y atinadas de todas. Por alto se me pasó aquel otro encuentro pospuesto por la pandemia, con el que me aturullé, preludio de un disco -no todo van a ser parabienes- bastante flojo titulado Amor.
En esta ocasión, el artista ha optado por el recurso de lo temático, tal y como, por ejemplo, en su día planteara Arcángel con Tablao. En este espectáculo, el protagonista es el fenómeno de la Ópera flamenca. Un tipo de celebración pública que tuvo su apogeo a principios y mediados del siglo pasado, y que promovía un flamenco más populista, más light, buscando un entretenimiento más fácil y llevadero, atrayendo a mayor cantidad de público, con lo que el beneficio económico solía estar mejor asegurado.
En años posteriores, se produjo un fenómeno general de repudio a sus principios, ya que solía nutrirse de cuplés, cancioncillas facilonas o fandangos de efecto directo, y su espíritu se emparentaba con el teatro de varietés y el café cantante. Como todo es cíclico, años más tarde pasó por un período de reivindicación post mortem, sobre todo porque de la ópera flamenca participaron grandes figuras como La niña de los peines, Chacón, Marchena o Caracol.
Comienza Israel haciendo una tanda de fandangos que inicia desde detrás del guitarrista y en penumbra, jugando durante toda la noche con ese paseíllo permanente de un lado a otro del escenario. Continúan por soleá, acordándose del Niño de la Huerta y del Mellizo ("antes que Dios nos aparte, tendremos que ir los dos, tú detrás y yo delante, a la sepultura iremos antes que Dios nos aparte”). Viene a continuación el que para mí es uno de los momentos de la noche, porque pienso que refleja mejor la filosofía de aprendizaje y evolución del cantaor que nos ocupa.
Me explico. Son los cantes de levante, palos que admiten más bien poco desarrollo, sobre todo por su solemnidad, dramatismo y lentitud. Sin embargo, él se aparta bastante de sus formas naturales aportando vueltas y remates imposibles que, independientemente de lograr o no, un consenso en el respetable, denotan un trabajo y orfebrería detrás que lo desmarca del resto.
Llega luego el primer encuentro al piano, la canción flamenca y los ecos marcheneros que buena parte del público agradece, porque, precisamente, eran la variedad de ese público y la variedad entendida como amplísimo arco musical, características básicas de la ópera flamenca entre 1920 y mediados de los cincuenta, aproximadamente.
Y me viene a la cabeza esa estampa tan recurrente del toledano, que él mismo explica, de cuando siendo apenas un niño le pedía las llaves del coche al papa, solamente para encerrarse y pasarse horas escuchando cintas y cintas de cassette almacenadas dentro. El invitado podía ser de El Zíngaro a Porrinas de Badajoz, según el día.
Las seguiriyas, que inicia de pie, mientras Morao comienza a entonarse, son el recuerdo más sincero a Pastora y su saga, aunque a buen seguro Farina y otras figuras de voluble interés estén en su mente libre y desacomplejada. Si por Levante me sorprende el cantaor, Diego apura la guitarra en la seguiriya por seguir la senda jerezana de Niño Jero y alcanza, creo, su momento más notorio.
Los cantes de ida y vuelta están representados por esa pícara guajira que ejecuta de corrido, justo después de que haya dejado otra pincelada (o gran brochazo según se mire) de sus quiebros en la media granaína y malagueña por Vallejo. Y de nuevo se sienta al piano para interpretar esa Nana del galapaguito de Lorca, o de cómo se puede sacar petróleo de las cosas más sencillas -apenas un par de estrofas- cuando hay verdadero instinto.
Va aproximándose el momento final con palmas y jaleos para las bulerías, con sus ya consabidos cuplés de la maja aristocrática de Pastora que forman ya parte -como las lagartijeras- del sello personal del cantaor, y que incluso llegara a entonar en su día, dándole otra dimensión Sarita Montiel. Sale entonces el heredero del gran Farruco para, apenas sí, pegar una pataíta y poco más, asumiendo luego el bailaor el rol de pianista improvisado para los fandangos del Gloria que cierran la noche.
Ya en silencio, termina el espectáculo con un par de declaraciones expresas: la primera, la referencia a su ya clásica “mucha humildad”, y su modestia reconociendo no saber tocar el piano (pues ya quisiéramos muchos).
Ópera flamenca es un número que se antoja corto pero que se ajusta al perfil del género desaparecido que reivindica. Los pros y los contras de la velada: la calidad y perfecta sonorización de un proyecto, inviable en ningún otro escenario abierto a espacio y murmullos; por contra, se trata de un espectáculo muy medido y limitado en cuanto a capacidad de sorpresa.
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