El Mochuelo
Historias del fandango
Fue uno de los cantaores que más popularidad alcanzó a finales del siglo XIX y primeras décadas del XX; de los primeros que grabaron cantes en cilindros de cera
Antonio Pozo Millán (Sevilla, 1871-Segovia, 1937) fue más popular en su tiempo por la gran cantidad de discos que grabó que por la consideración jonda de su cante. El apodo –según él contó– se lo pusieron porque cuando comenzó a cantar estaban de moda los nombres de pájaros, y una noche que estaba cantando en un cuarto, los que le escuchaban desde fuera comentaron: “El Canario grande no es, y el Canario chico, tampoco. Entonces, ¿qué pájaro es el que canta?”, y un bromista respondió: “Pues si está cantando de noche, ¿qué pájaro va a ser? Un mochuelo”.
En otra ocasión dio una versión distinta, afirmando que fue el cantaor Moreno de Ronda el que le llamó “¡Bien por er Mochuelo!”. También le llamaron El pájaro. Pero con el apodo de El Mochuelo se quedó para siempre.
Artista precoz
Aquel chaval tan listo, con doce años, y siendo aprendiz de cuchillero, comenzó a cantar en público a partir de una ocasión en la que actuó en un café cantante de la capital hispalense [1]. Un guardia amigo suyo que conocía lo bien que cantaba, le preguntó si quería hacerlo en un café cantante. Le puso en contacto con uno que había en la Puerta de Carmona y ahí comenzó todo. Le pagaron un duro, que era mucho más de lo que ganaba en el taller, y como cantaba muy bien decidió dejar aquel trabajo y pedirle a Silverio Franconetti que le permitiera actuar en su café cantante.
Allí alternaría, entre otros, con los legendarios Silverio y Juan Breva, cantando las malagueñas, tan de actualidad por entonces, y otros palos del flamenco. En sus comienzos, le daban comida, ropa y unas monedas de sueldo. Seguidamente, ya como profesional, siempre bien vestido y sin la clásica varita que usaban los cantaores para marcarse el compás en los tablaos, su popularidad se extendió con rapidez. Además de cantar en el tablao, comenzó a acompañar a Silverio en sus actuaciones por Andalucía, desplazándose unas veces en burro, otras en barco y muchas a pie. Como memoria de un viaje para actuar en Ronda, contaba El Mochuelo la peripecia vivida: cuando llegaron a la posada, lo primero que vio… [2].
Tiempos de transición aquellos entre un siglo que fenecía, el XIX, y otro que comenzaba, el XX, cuando un buen cantaor podía ganar entre 30 y 50 reales por noche.
La casa Pathé Frères lo llamó a Paris para grabar matrices de cilindros de cera. Cuando fue mayor recordaba con picardía aquella experiencia y lo bien que lo pasó, con la generosa oferta sensual que el ambiente de la ciudad de la luz le brindaba.
Como es obvio suponer, un artista tan popular tendría abundantes amoríos, algo habitual en el mundo de la farándula de aquellos tiempos. Muchos serían amoríos fugaces; otros, le dejaron huella. En una entrevista publicada en el diario La Voz, en 1933, rememoraba [4].
La Pascuala era de Alcañiz, Teruel, y su recuerdo no se le borró nunca del corazón ni de la memoria. Con una letra bien descriptiva, la recordaba al periodista [5].
A Madrid, a triunfar
Aprovechando la popularidad que le generaron sus primeros discos, no tardó en marcharse a Madrid, donde actuó en diversos cafés cantantes, como los de la Marina, el Imparcial, el Romea, el Circo-hipódromo (que estaba donde luego se construyó el hotel Ritz) o el Salón Variedades, participando en este último en un festival a beneficio de un compañero cantaor y compartiendo cartel, entre otros artistas, con Rita García (Rita la cantaora). En poco tiempo, alcanzó tanto renombre que hacía doblete cantando en dos cafés la misma noche, de la mano del promotor de espectáculos madrileño Felipe Ducazdal. [6].
El tiempo de las varietés
En 1902, cuando el género de las varietés comenzaba a implantarse, mezclando cine, baile, género francés y empujando hacia la irrelevancia a los cafés cantantes, “el famoso Mochuelo, uno de los reyes del cante flamenco” actuaba en un teatrito madrileño llamado Salón de Actualidades, que abría al público desde las cuatro de la tarde hasta la madrugada y que era todo un experimento de éxito para las nuevas fórmulas del espectáculo.
En los primeros años del nuevo siglo, la compañía del fonógrafo publicitaba profusamente los discos de El Mochuelo y La Rubia; lo anunciaba como “célebre profesor de cante flamenco y fonográfico” y, de paso, defendía el prestigio de su marca frente a la competencia alemana del gramófono, presentándose como la única proveedora de discos de las Reales Casas de España y Portugal.
(Continuará).
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