El maestro Juan Martínez que estaba allí
Juan Martínez existió
La expresión cultura local siempre me ha parecido una contradicción en los términos; valga el origen asturiano de José Luis Piquero, que se imbuye de yodo en Islantilla durante todo el año, para justificar este artículo sobre un poeta vecino, vecino más conocido, temo, fuera de nuestra provincia que dentro de sus límites.
Recibo una carta de presentación inmejorable, para quien no lo haya paladeado aún: sus Cincuenta poemas. Antología personal (1989-2014). Publicado por la editorial La Isla de Siltolá, este libro tiene toda la apariencia de ser bisagra entre la escritura de juventud y la madurez por llegar todavía de un autor joven para los parámetros literarios, pues apenas roza la cincuentena, y condensa un cuarto de siglo de lenta producción poética.
Vamos a empezar por lo que algunos creen desagradable: la teoría. Literatura es el uso de los recursos lingüísticos para expresar algo. Itero: no me valen ni los simples ingeniosos ni los embustidores de fantasías locas; de ahí, la necesidad de conocer la tradición, aunque sea para enterrarla. Cuando cojo un poeta lo primero que miro es si es capaz de manejar con soltura la forma, la horma, esto es: el verso. Primera prueba superada, basta coger la Carta para escribir o recibir cualquier día para encontrar endecasílabos y alejandrinos que fluyen con la naturalidad de una prosa no calculada y, sin embargo, guardan una interesante armonía de ideas y ritmo, siendo el acento interno de los versos la guía por la que van fluyendo los conceptos que nos despiertan para la melancolía o nos espolean el presente. Piquero es un poeta. No siempre llega uno a esta conclusión ante lo que lee, por muchos intros que haya pulsado el supuesto vate.
Segunda prueba: la autenticidad del discurso. Leyendo a Piquero tiende uno a caer en la trampa de interpretar sus poemas como una exposición brutal de su biografía; en el fondo, la Literatura siempre es un catálogo de las miserias y grandezas de sus autores, pero construir un yo poético convertido en horizonte en el que el lector pueda mirar su propia vida y, por tanto, convertir un discurso en auténtico, comprometido y útil, eso es poesía, y parece que Piquero la conoce.
Hay una sensación de unidad en estos poemas, compuestos durante media vida; la amoralidad es patente, entiéndase: no hay lecciones, sino reflexiones; no hay directrices, sino la sorpresa eterna de todo humano condenado a vivir la vida; en cierta medida, late un existencialismo emotivo porque el personaje no aparece como factor de la realidad, sino como víctima suya; sentimos simpatía por las personas de sus poemas porque, como nosotros, a nada que nos pensemos en el mundo, vemos nuestra insignificancia, la inexistente trascendencia de nuestros actos y la vanagloria de creernos marionetas de una obra que nadie escribió en realidad. En la poesía de Piquero no cabe Dios. Esa soberbia de quien se cree digno de la divinidad queda para el crédulo aspirante a paraísos. El Edén de este asturiano es el mundo del hombre, con sus debilidades, pecados, inseguridades e incoherencias. No puedo dejar de recomendar, en esta misma editorial, el impactante Caín de Lord Byron, magníficamente traducido por este adoptado del Sur.
Quemaduras forma parte de un puñado de inéditos añadidos al final del libro, permitiéndonos hacernos una idea de sus nuevos derroteros, la nueva mirada sobre la sorpresa permanente de verse viejo en un mundo que ya nos sobrepasa a cierta edad, donde el joven con "su escupitajo traza un bello arco hacia nosotros"... Y nosotros sabemos que algún día éste verá venir el de otro, pero ya no estaremos aquí para contarlo.
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