Un asombroso Chalamet se transfigura en Dylan
A Complete Unknown | Crítica
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La ficha
**** ’A Complete Unknown’. Biopic, EE UU, 2024, 141 min. Dirección: James Mangold. Guión: Jay Cocks, James Mangold. Intérpretes: Timothée Chalamet. Eduard Norton, Elle Fanning, Monica Barbaro, Boyd Holbrook, Dan Fogler, Scoot McNairy.
Que este nieto de judíos ucranianos emigrados a Estados Unidos tras el progromo de 1905 llamado Robert Allen Zimmerman llegara a ser uno de los músicos más importantes e influyentes del abrumador y riquísimo en creatividad universo musical estadounidense -una competencia feroz- del siglo XX, una figura internacional, una de las más poderosas influencias políticas desde las barricadas de la contracultura y hasta premio Nobel de Literatura (con un poco de exageración, todo sea dicho) por las letras de sus canciones, es un fenómeno singular. Que podría recordar la frase apócrifa sobre Lola Flores atribuida a un periódico americano –“no canta, no baila, pero no se la pierdan”- o lo que se escribió en un informe de la RKO -“No sabe actuar. Ligeramente calvo. También baila”- cuando Fred Astaire hizo su primera prueba de cámara. Quien en arte se llamaría Bob Dylan, en parte como homenaje al poeta Dylan Thomas, no era especialmente guapo, tenía una voz nasal, cultivaba el country folk -su ídolo primero era Woody Guthrie- más ascético, heredero de la canción protesta, en pleno éxito del rock, el soul, reinando Presley y en puertas de la invasión pop británica que por primera vez en la historia conquistaría el número uno en las listas americanas. Pero, como en los casos ciertos o no de Lola Flores y Fred Astaire, no solo tenía talento, y mucho, además era único.
Casi recién llegado a Nueva York en 1961, tras actuar en clubs de Greenwich Village, otro genio, el entonces ya sesentón músico, productor y cazatalentos John H. Hammond, que desde los años 30 a los 70 fue clave en los descubrimientos o las carreras de algunos de los nombres mayores de la música americana -desde Benny Goodman, Billie Holiday o Count Basie a Aretha Franklin, Dylan o Bruce Springsteen- lo fichó para CBS sin que antes hubiera publicado ningún disco. Ese mismo año 1962 publicó su primer disco -con tan poco éxito que la discográfica quiso rescindir su contrato- que produjo, como los siguientes álbumes, el propio Hammond. Pero en 1963 llegó The Freewheelin’ Bob Dylan que incluía Blowin’ in the Wind, canción que vendió más de un millón de copias y se convirtió en un himno de los movimientos de defensa de los derechos civiles.
Esta película, como anuncia su título, trata de este primer Dylan que llega a Nueva York casi sin un dólar para visitar a su ídolo, muy enfermo, Woody Guthrie, sobrevive en la bohemia de Greenwich Village, es ayudado por Pete Seeger, defendido por Johnny Cash, impulsado por Hammond y fichado por CBS, hasta alcanzar sus grandes primeros éxitos y romper con el estilo que lo hizo famoso, pero sin abandonar sus raíces country, folk y blues, para tomar el camino eléctrico no sin bronca y escándalo de los puristas del country-folk (como se cuenta en el libro Dylan Goes Electric! de Elijah Wald, una de las fuentes de inspiración de la película) a partir de su actuación en el Newport Folk Festival de 1965.
Ha sido dirigida con eficacia, en un formato muy clásico, por James Mangold, un sólido todoterreno que ha rodado policíacos (Copland, 1997), dramas que se anuncian como “basados en una historia real” (Inocencia interrumpida, 1999), películas históricas (Kate y Leopold, 2001), de superhéroes (Lobezno inmortal y Logan, 2013 y 2017) y de carreras (Le Mans 66, 2019), thrillers (Identidad, 2003), un western (El tren de las 3:10, 2007) y una entrega de la saga spielbergiana (Indiana Jones y el dial del destino, 2023), casi siempre con solvencia, salvo en el caro y fracasado mamarracho que fue Noche y día (2010). En este popurrí de casi todos los géneros hay una película que podría anunciar la futura existencia de esta: el correcto biopic sobre Johnny Cash En la cuerda floja. Si a Mangold le interesó Cash, Dylan fue admirador de Cash, este defensor de Dylan, y ambos acabaron grabando juntos la bellísima Girl from North Country en su álbum de 1969 Nashville Skyline, parece lógico que a este director le interesara contar el ascenso de Dylan.
Lo hace, insisto, con un estilo muy clásico que no gustará a quienes apreciaron las audacias de Todd Haynes en ese fantasioso biopic de Dylan I'm Not There. Razón por la que esta película nos gusta a quienes no nos gustó aquella. Aunque la razón principal de que nos guste es la extraordinaria, asombrosa interpretación de Timothée Chalamet, que se transfigura en el Dylan joven sin incurrir en la imitación servil. Se parece a Dylan. Se mueve en la calle, en los estudios de grabación y en los escenarios como Dylan. Mira como Dylan. Es tan reservado y hasta tan antipático o difícil en sus relaciones personales como Dylan. Todo, insisto, sin imitar, como en tantos biopics se hace (Mangold intentó algo parecido al elegir a Joaquin Phoenix para interpretar a Johnny Cash). También nos gusta por tomar el camino de las canciones, de su creación, de su interpretación, de su grabación para contar la conquista del éxito por Dylan y su creatividad contracorriente. Y, siempre de la mano de las canciones, algunas de sus tormentosas relaciones sentimentales, sobre todo con la entonces reina del folk Joan Baez, más como pinceladas sobre su carácter y su creatividad que como cotilleo.
La música es, tras Chalamet, la gran protagonista de esta película que el genio del actor, y la modestia de su director borrándose tras él (y tras Dylan), engrandecen.
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