Comedia negrísima sobre la apariencia y la personalidad

A DIFFERENT MAN | CRÍTICA

El actor Adam Pearson es uno de los protagonistas del filme. / D. S.

La ficha

*** 'A different man'. Thriller, EE UU, 2024, 112 min. Dirección y guion: Aaron Schimberg. Música: Umberto Smerilli. Fotografía: Wyatt Garfield. Intérpretes: Sebastian Stan, Renate Reinsve, Adam Pearson, Lawrence Arancio, Neal Davidson.

Adam Pearson es un actor afectado por una neurofibromatosis que le ha deformado el rostro. Hace uno o dos siglos hubiera vivido recluido en su casa, si sus medios se lo permitían, o sido exhibido en las ferias. En 2013 el director Jonathan Glazer, un autor desigual que a veces acierta (Reencarnación, 2004) y a veces mete pufos sobrevalorados y multipremiados (La zona de interés, 2023) lo escogió para interpretar la rara Under the Skin, iniciando desde entonces una carrera en cine y televisión en la que su físico es a la vez una limitación y una posibilidad.

Aaron Schimberg, un interesante director de breve obra con una fuerte inclinación a lo bizarro en el sentido francés de la palabra -Go Down Death (2013)- y a las variaciones oscuras sobre temas clásicos de la cuentística, el melodrama y el terror le dio su segunda gran oportunidad interpretativa con Chained for Life (2018) -un juego si se quiere entre La bella y la bestia y Luces de la ciudad- y ahora vuelve a dársela con esta película en la que el juego -creativo y respetuoso, por supuesto- con el físico de Adam Pearson es mucho más retorcido, abarcando un arco que va del drama y el melodrama (otra vez el amor) al horror.

Un actor afectado por neurofibromatosis se somete a una cirugía experimental para normalizar su rostro y, al lograrlo, lejos de alcanzar el amor (que sin que él lo sepa inspira a una vecina en el sentido afectivo y creativo de la palabra inspiración) y el éxito que su físico le negaban, se encuentra enfrentado y superado por quien sufre su misma enfermedad sin complejos. La infelicidad no se opera. Y lo suyo, al parecer, era cuestión de carácter. Al igual que la felicidad -visto ese otro yo de antes que ocupa su lugar, parece depender más del yo que de las circunstancias.

Cuento y fábula a la vez, la película vuelve a manejar los elementos de la anterior Chained for Life llevándola a extremos de cuestionamiento sobre la apariencia, la personalidad, los juegos de simulación, la presión de lo considerado físicamente normal y -en un imprevisto giro cínico- de la inclusión de los antes no considerados normales. Algo de las historias de Charlie Kauffman sobre los trastornos de personalidad y de identidad hay en todo ello.

Está claro que el propósito del director es generar incertidumbre, desconcertar y sorprender moviéndose en terrenos muy diferentes -de la comedia negra al drama y el horror- que no siempre domina. Hacia su final, como tantas veces sucede -una buena idea necesita un buen desarrollo-, el gusto por la extravagancia y la sorpresa perjudica una historia llena de posibilidades, unas cumplidas y otra no. Dos grandes interpretaciones de Sebastian Stan, con y sin máscara de maquillaje, y de Adam Pearson son su baza más fuerte cuando el guión flaquea.

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