Daniel Ruiz: “En tiempos de la IA, hay que reivindicar las voces personales en la literatura”
El autor firma uno de los libros del año que termina, ‘Mosturito’, la historia de un niño en un barrio marginal de los 80 que esquiva el dramatismo y se decanta por el humor y la ternura.
Atrévete a ser quien quieras ser
“Al volver a casa la Tata ya está dispierta, huele a puchero. Todo bien, si no fuera por el disco. La Tata pone siempre el disco de Pimpinela, y a mí con ese disco mentra angustia. Las canciones me ponen triste triste, porque na más que hay mosqueos y cuernos y el nota de las barbas es un cabrito que putea a la chavala. Mentra angustia y la Tata se ríe y dice tranquilo, sielo, no es de verdad, se quieren mucho, en la vida real son hermanos”. Daniel Ruiz firma uno de los libros de este año que termina –y uno de los hitos de una carrera con títulos celebrados como La gran ola o Maleza– en Mosturito (Tusquets), la historia de un niño poco agraciado que tampoco ve belleza más allá del espejo, un barrio limítrofe con la miseria de la Sevilla de los 80, marcado por la violencia y la droga. Una crudeza que Ruiz retrata no obstante con un humor y una ternura deliciosos y la orfebrería barroca y sureña de un alquimista de la palabra.
Pregunta.–Da la impresión de que ha volcado sensaciones y recuerdos de su infancia en esta obra. ¿Ha sido así?
Respuesta.–Tenía interés en contar una historia sobre la época en la que me crie, y me pareció que la forma más interesante era recrear la que pudo ser mi voz en esos años. Pero no es una novela autobiográfica, porque yo tengo bastantes reservas con el género; por la cuota de engaño que tiene, por la trampa que esconde. Sin embargo, creo que en una vida hay muchos elementos que pueden ser recuperables a través del friso de la imaginación. Aquí, más que una autobiografía, hay vivencias y sensaciones mías que han servido para conducir la trama.
P.–Las referencias al imaginario de los 80 –los Escalofríos, la colonia de Farala, los trucos de Uri Geller– conectarán con la memoria sentimental de muchos lectores de su edad...
R.–Yo no quería que ese contexto asfixiara la trama. Cualquiera de mi generación puede reconocer esos detalles, pero espero que gente más joven pueda leer también la novela. De hecho, mi hija ha leído el libro, y todos esos referentes no la han incomodado, como espero que los guiños andaluces que hay, o más concretamente de Sevilla, no le pesen a un lector gallego o catalán.
P.–Mosturito es una novela sobre la supervivencia en la periferia, pero resulta extrañamente esperanzada.
R.–Yo me crie en un barrio que hace 40 años era muy complicado: te cruzabas en el día a día con yonquis, te robaban la bicicleta, te sacaban una navaja en el portal... A mí me interesaba recoger en una novela cómo se convivía con eso. Coloqué a mi protagonista ahí, y seguí el modelo de una novela de iniciación, de una persona que se forja sentimentalmente y aprende a estar en el mundo. Si el libro tiene una parte autobiográfica tiene que ver con la fealdad del chaval, porque yo de pequeño era un niño feo. Viví una infancia bastante acomplejada, con algunas situaciones de acoso, y fui superando esos complejos poco a poco. Quería contar cómo la fealdad se convirtió en una especie de orgullo. La novela habla de cómo las diferencias pueden hacerte fuerte, y supongo que sí, que hay algo de esperanza en eso. El Mosturito que conocemos al principio es muy distinto del Mosturito final.
P.–En una novela ambientada en los 80 tenía que aparecer la heroína, tristemente una de las protagonistas de la década...
R.–Era algo que de niño no te terminas de explicar, cuando veías a personas con aspecto demacrado que iban aceleradas, tipos que al final del autobús fumaban en papel de plata. No entendías que algunos se clavaran agujas cuando nosotros vivíamos como un drama que nos pincharan una inyección en el culo. Quería reflejar eso, porque hubo mucha gente que se destruyó la vida con la heroína, y gente además de ambientes que no eran del todo marginales. Muchos de los que acabaron en la cuneta en la Movida madrileña venían de buenas familias, pero se perdieron con la adicción.
P.–Usted suscribe la cita de Romain Gary que abre el libro: “A mí la felicidad no me tira. Yo sigo prefiriendo la vida”.
R.–Pertenece a La vida ante sí, la novela con la que Gary, escondido esta vez bajo el seudónimo de Émile Ajar, ganó por segunda vez el Premio Goncourt. Y es muy interesante porque el autor tiene habitualmente una prosa casi de terciopelo, delicada, pero esta vez cuenta la historia de un inmigrante en un barrio chungo de París, y lo narra todo con una fuerza expresiva enorme, sin miedo a recurrir a imperfecciones sintácticas y ortográficas.
P.–Una fuerza expresiva que usted ha querido trasladar a Mosturito. ¿Disfrutó escribiéndolo?
R.–Escribiendo sí, pero no tanto corrigiendo. Es la novela que más trabajo me ha costado. Fernando Royuela, un buen amigo escritor, me dijo que le había gustado mucho la novela, pero que presuponía que las peleas con el corrector del Word habrían sido muy grandes. [Ríe] Mi obsesión era que se percibiera como una novela naturalmente mal escrita, y hay que limar mucho el texto para que no parezca una estafa, que no haya impostura. En una ciudad como Sevilla somos propensos al lirismo, pero yo me resisto a esa idea de que escribir bien sea exclusivamente escribir bonito.
P.–Muchas obras consideradas hoy clásicos se atrevieron a ir más allá de las convenciones...
R.–Hay toda una tradición de autores que escriben mal según la norma, y que lo que hacen es contar las cosas muy bien. Estoy pensando en autores del sur: en Quiñones, o en La vida perra de Juanita Narboni, de Ángel Vázquez, pero también en Hispanoamérica y en un libro como El lugar sin límites de José Donoso. A mí me interesa una escritura orgánica, viva. Me da mucha envidia ver a Willem de Kooning emborronar los cuadros, yo quiero hacer lo mismo en las páginas. En los tiempos de la inteligencia artificial, hay que reivindicar la literatura escrita por personas, con sus códigos propios. Los santos inocentes y La familia de Pascual Duarte, por ejemplo, son irreemplazables porque están escritas desde las tripas.
P.–Mosturito no se podía plantear desde la corrección política.
R.–No, el libro no podía plantearse desde ahí. Yo debía ser absolutamente indisciplinado en ese sentido, si quería ser fiel al tiempo que retrataba. El tono tenía que ser salvaje. Entonces, al gitano se le llamaba gitano, a la gorda gorda y al homosexual directamente maricón. Todo eso me despertaba algunas dudas, y cuando tuve un fragmento avanzado lo mandé a Tusquets. Me dijeron que le tenía cogido el tono al libro, y que no me contuviera lo más mínimo. Es una suerte tener un editor que te anima a que te lances a la piscina.
P.–Escribir con miedo habría repercutido en el resultado.
R.–Sí. En el momento en que yo no me sienta libre dejaré de escribir, porque para mí la literatura es uno de los poco reductos de libertad que nos quedan.
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