La fuerza y la emoción de la imagen libre de ataduras

GRAND TOUR | CRÍTICA

Una imagen de 'Ground Tour', de Miguel Gomes.
Una imagen de 'Ground Tour', de Miguel Gomes. / D. S.

La ficha

***** 'Top Gun'. Drama. Portugal. 2024. 129 min. Dirección: Miguel Gomes. Guion: Telmo Churro, Maureen Fazendeiro, Miguel Gomes, Mariana Ricardo. Fotografía: Gui Liang, Sayombhu Mukdeeprom, Rui Poças. Intérpretes: Crista Alfaiate, Gonçalo Waddington, Jani Zhao, João Pedro Vaz, Teresa Madruga.

Viendo Gran Tour se tiene la gozosa sensación de que no todo está inventado -por no decir usado hasta su desgaste- en el cine. De que quedan territorios por explorar y sensaciones nuevas que sentir. De que puede transgredir sin pedantería, reinventar la narrativa sin soberbia, usar los lenguajes o recursos históricos del cine sin sensiblería nostálgica. Todo está por hacerse porque todo ha sido hecho. La historia del cine -de todo el cine: el convencional y el transgresor- proporciona a un creador que de verdad lo sea -y el portugués Miguel Gomes lo es- un arsenal de recursos, no para evocarlos con una nostalgia estéril, sino para utilizarlos como instrumentos para explorar nuevos territorios expresivos.

En esta película hay un romanticismo que entronca tanto con el histórico como con el melodramático de los folletines y melodramas exóticos hollywoodienses (no en vano su inspiración fue una de las historias de El caballero en el salón: historia de un viaje de Rangún a Haiphong de Somerset Maugham, publicado en 1930). Hay una libertad en el manejo de tiempos y escenarios que recuerda las audacias que solo los maestros pueden permitirse sin confundir o aburrir al espectador: hechizándolo.

Es literalmente un grand tour, un viaje iniciático, por la historia de una pasión, por la historia de las representaciones del oriente en el cine -cuando era posible reconstruirlo todo en un estudio: hermosa falsedad escenográfica que la película evoca compaginado la recreación en estudio con imágenes documentales- y por la historia del propio cine: quien quiera puede jugar a descubrir huellas -reales o no: se deja al espectador en absoluta libertad- del Von Sternberg de El expreso de Shanghái, el Boleslawski de El velo pintado, el Wyler de La carta, el Welles de La dama de Shangai o Una historia inmortal... O del Conrad de La locura de Almayer, Un vagabundo de las islas o El corazón de las tinieblas. Quizás sean imaginaciones mías. Quizás sean migajas que Miguel Gomes deja caer, como un Pulgarcito cinéfilo, para que cada cual juegue con sus recuerdos de melodramas y novelas exóticas, de una parte, y de visionarias reconstrucciones en las que la verdad absoluta de las imágenes impresas en celuloide se marida con la mentira -tan verdadera: “lo finto vero” que decía Fellini- de las fantasías escenográficas, las posibilidades expresivas que los recursos del cine ofrecen para contar pasiones más grandes que la vida.

Un amor, una boda, un encuentro, una huida, una búsqueda. Como un Pasaje a la India en el que Ronny hubiera salido corriendo antes de la llegada de su prometida Adela (en vez de ser esta la que lo deje plantado a él). Aquí es otro funcionario del imperio británico, Edward, el que en la Birmania de 1918 huye antes de la boda (primera parte de la película) mientras que su prometida Molly, a la que no ve hace siete años, en vez de regresar a Europa, a la vez fascinada y horrorizada por la sensualidad oriental como Adela, lo sigue a través de casi toda Asia (segunda parte). Quizás porque en la novela de Foster y en la película de Lean Adela se dio cuenta de la mediocridad de Ronny, mientras que aquí Edward es un tipo romántico y atormentado, y Molly es una mujer tan decidida como las que interpretó Katherine Hepburn que no lo desprecia ni teme la seducción del oriente, sino que la ama y quiere saber por qué ha huido su prometido, sumergiéndose en un viaje fascinado.

Haciendo de la necesidad virtud, el rodaje debió someterse a las restricciones del Covid, extendiéndose desde 2020 a 2023, Gomes funde el relato romántico de ambiente colonialista estilizado al modo de los grandes melodramas exóticos, recreado en estudio en Lisboa y Roma, y la realidad poscolonial de los países del sudeste asiático por los que la historia de ayer y de hoy transita, filmada in situ de forma a la vez documental y creativa. No hay límites ni a los juegos entre pasado y presente, ni a las diferencias entre géneros -desde el documental al melodrama y la comedia-, ni a los usos de las posibilidades expresivas clásicas o modernas que el cine ofrece (o también las marionetas y las sombras chinescas), desde las formas de registrar las imágenes en color o en blanco y negro, con cámaras o con dispositivos móviles a las formas de transición o de representación. Más las posibilidades de una banda sonora que funde lenguas distintas en un uso magistral de la voz off con Strauss, Verdi o Sinatra karaokizado.

La sensación de libertad creativa hipnotiza. En una entrevista Gomes recordó que Manuel de Oliveira decía que si quería transmitir un mensaje iba al correo, que era más barato. Puede que la cita fuera suya, pero también Fellini dijo, cuando le preguntaron si sus películas tenían mensaje, que para enviar mensajes utilizaba un telegrama. Y también se preguntó, tras el desconcierto que causó su Satiricón, por qué se empeñaban en comprenderla en vez de limitarse a verla, a sentirla, a dejarse llevar por sus imágenes. Algo parecido podría decirse de esta película. Gomes, el director que se atrevió a filmar el Cántico de las criaturas de San Francisco de Asís, hacer una versión portuguesa de Las mil y una noche en tres largometrajes o jugar con los lenguajes del cine a partir del Tabú de Murnau para crear un raro melodrama colonialista/anticolonialista, vuelve a mostrar la fuerza y la emoción de la imagen libre de ataduras.

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