La Iglesia y el fandango

Historias del fandango

La relación entre religiosidad y canto viene de antiguo: cristianos, musulmanes y judíos los han profesado y el flamenco ha seguido una tradición que es milenaria

El extraordinario origen del fandango, el "baile lascivo" del siglo XVIII

1. Los seises de la catedral de Sevilla.
Miguel Á. Fernández Borrero

01 de noviembre 2024 - 04:00

DESDE los cantos de sinagoga de Constantinopla en el siglo IV, pasando por los árabes desde el minarete de la mezquita de Córdoba durante el califato Omeya, en el siglo VIII, las zambras moras que recuerdan las músicas y coreografías de los moriscos de Al Andalus, el flamenco de los cafés cantantes…. Desde entonces hasta las actuales misas flamencas, cantadas en las iglesias hoy, lo que hay es un rico caudal de tradición y mestizaje que ha traspasado siglos, culturas y religiones en cada época.

Con respecto a la Iglesia católica, la religiosidad popular se ha manifestado siempre muy intensa en cantos, tanto desde las manifestaciones sociales y los hechos religiosos como desde las creencias personales de los artistas. La cultura popular andaluza está impregnada de esas relaciones entre fe y expresión musical flamenca. Manuel de Falla y otros músicos se refirieron a las relaciones entre el flamenco y la música litúrgica bizantina adoptada por la Iglesia española.

Es una relación, en fin, que viene de antiguo y que se potenció en los tiempos más recientes con el acercamiento iglesia-pueblo propiciado por el Concilio Vaticano II en los años 60. A lo que hay que añadir que en la mayor parte de las fiestas andaluzas hay una motivación religiosa de base y que las mismas constituyen factores de socialización identitaria de nuestro pueblo. Es una proximidad que se constata en romerías, fiestas patronales y otros rituales. La Navidad, la Semana Santa, las romerías –y entre ellas, las multitudinarias, como El Rocío o la Virgen de la Cabeza– tienen en el flamenco una generosa vía de expresividad. 

Están también los cantes con letras alusivas a motivos religiosos navideños en los villancicos y los campanilleros desde el siglo pasado; en las saetas desde el Barroco del siglo XVII; en las sevillanas o en el fandango desde el siglo XVIII (aunque por el carácter disoluto y procaz que en sus tiempos bailables caracterizaron al fandango, no siempre fueron relaciones afables con la jerarquía eclesiástica, como veremos).

Poco amante de los bailes

La Iglesia católica ha tenido pocas simpatías hacia el baile, y ninguna hacia los considerados deshonestos o indecorosos. Lo que no ha de interpretarse como un rechazo general, porque hay bailes promovidos por la misma iglesia, como los seises de la catedral de Sevilla [1] desde mediados del siglo XV y de la catedral de Granada desde mediados del XVI. O danzas cortesanas aceptadas, como el minué o el pasapié, de procedencia francesa, traídos por los Borbones y que fueron implantando en nuestro país las costumbres galas en las fiestas palaciegas.

Pero el pueblo…

Distinta cosa ha sido el pueblo, más dado al disfrute de la danza que a la observancia de las rigideces de la moral católica [2]. A mediados del siglo XVIII, la jota y la zarabanda ya se bailaban con giros excitantes que los censores no aprobaban, y el bolero vino a rematarlo después como baile agarrado. Las presiones fueron tantas que obligaron al rey Carlos III –un gran mitómano, por cierto, además de buen gobernante– a prohibirlo en 1780 para volver a autorizarlo cinco años después. 

2. Baile del fandango en la corte.

Y, a partir de ahí, la gente común se expansionó a gusto, hartas como estaban del aburrimiento, dando rienda suelta al ambiente hedonista que se mostraba en fiestas populares, verbenas, romerías y otros eventos lúdicos. Se extendió por la sociedad una pasión por el baile: desde la corte a los barrios de las ciudades, en fiestas o en casas particulares, en caseríos de campo… se organizaban bailes. Es la época de los bailes de candil, aquellas fiestas nocturnas alumbradas con candiles de aceite. 

De ese tiempo arranca la proliferación de bailes regionales, como respuesta a los bailes afrancesados de la aristocracia. Se imponen la bulla, el jaleo, el divertimento del tzortzico, la chacona, las seguidillas, el zapateado… Bolero, fandango y seguidillas con guitarra y castañuelas son los más populares.

3. Giacomo Casanova, retrato de Anton Raphael Mengs, 1760.

El fandango manda

¡El fandango!... El fandango es el baile que representa a todo el país, el que la nobleza elegirá como baile nacional cuando ha de mostrarse, en actos protocolarios, en encuentros con otros países. Pero, ¡ojo!, que el fandango mantendrá muy mala fama hasta mediados del siglo XIX; el fandango es un baile golfo, libertino, procaz, indecente, obsceno… que se baila en todas partes, incluidos los lupanares, en medio del delirio y el frenesí de sus practicantes. La Iglesia católica mantiene fuertes reticencias hacia este baile. El lujurioso italiano Giacomo Casanova [3] lo vio bailar en su visita a España, en 1767 y 1768, y dijo cosas como que el fandango “es indescriptible... Cada pareja, hombre y mujer, no hace más que tres pasos y tocando las castañuelas al son de la orquesta adopta mil actitudes, hace mil gestos de una lascivia que no admite comparación. En ellas se expresa el amor, desde que nace hasta su fin. Desde el suspiro del deseo hasta el éxtasis del goce”.

La liberación femenina

¿Qué supusieron para la mujer los bailes a partir de mediados del siglo XVIII? Una liberación personal sin precedentes, que fue al compás de usos y costumbres que había ido generando la sociedad de la época [4].

4. La Tribuna, 9 abril 1992. Art. de Justino López Rodríguez.

(Continuará)

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