Javier Sierra, un chamán que pasea por las cuevas del Museo del Prado
El escritor publica ‘El plan maestro’ (Planeta), una novela llena de intrigas y misterios que da respuesta a las incógnitas que se plantearon, hace 13 años, en ‘El maestro del Prado’
Javier Sierra: "Fue una presión tremenda haber sonado tantos años como favorito al Planeta"
"Hoy voy a ser vuestro chamán y el Prado será vuestra cueva". Quién hace la invitación a descubrir los enigmas que -a vista de todos- se refugian en las obras que forman parte de la pinacoteca más importante de España es el escritor Javier Sierra. Los afortunados, un grupo de periodistas que aguarda impaciente a que el espacio quede libre de visitantes. Una oportunidad única la de entrar en el Museo sin el clásico trajín diurno. Las salas parecen todavía más grandes cuando reina un silencio que queda coronado por Velázquez, El Greco, Rafael, José de Ribera, Berruguete y un listado inabarcable de pintores. El motivo de la intrusión nocturna no es otro que la presentación -por todo lo alto- de El plan maestro (Planeta). La última novela del autor navarro. La segunda parte -por decirlo de algún modo- de El maestro del Prado.
"Estamos entrando en un espacio que cuenta cosas, cada cuadro es un libro que precisa ser contado", advierte el chamán antes de iniciar un recorrido en el que busca ir más allá de lo perceptible para "mirar el arte con los ojos de la razón, de la intuición y con los antiquísimos ojos del símbolo". Pero antes de arrancar, pone en contexto a los presentes. La casualidad que dio forma a su bestseller El maestro del Prado sucedió a principios de 2013, cuando un extraño interlocutor asaltó a un joven Sierra en las salas del Museo del Prado para darle lecciones de arte que nunca solicitó. Tras confiarle su visión de ciertas obras maestras y revelarle la existencia de un grupo de sabios que había inventariado aquellos cuadros de la pinacoteca que servían de puerta de entrada a otra realidad, desapareció sin dejar rastro.
La volatilización de este maestro obsesionó al escritor hasta tal punto que le puso el nombre de Luis Fovel y lo convirtió en eje central de una de sus grandes obras literarias, que ahora continúa con una segunda entrega en la que da respuesta a los enigmas -en forma de versos- que quedaron abiertos en la primera parte. "Aquel señor mayor se me acercó y me explicó las claves de lectura y cómo había que estar pendiente siempre de las miradas de los personajes para entender la intención", explica Sierra antes de emprender camino a la Sala 56 A. Ese espacio con paredes de color verde agua marina que atesora grandes piezas de El Bosco. Una de ellas, como no, es El jardín de las delicias.
La "segunda visión" en 'El jardín de las delicias'
"Muchos visitantes del Museo me han dicho que cuando transitan por esta sala se sienten observados, como si hubiera un alma vigilando... ", apunta el escritor y sonríe de manera enigmática: "La hay, El Bosco la interpretó y la incorporó dentro de su pintura". Pero para verla, es necesario desarrollar "una capacidad que se explica en la novela" y que lleva por nombre "la segunda visión", una suerte de destreza para "contemplar las obras de arte, no solo en su obviedad, sino interpretándolas en su geometría". Para dar un sentido práctico a la exposición, Sierra señala con el dedo la parte superior de El jardín de las delicias, la más despoblada de humanos, con una gran fuente azul en el centro. "El eje de la composición, esa forma oblonga, es un ojo humano. Es el ojo de Dios, el que vigila la creación y a los hijos de Adán y Eva", recalca para sorpresa de los presentes.
No es el único as que guarda la magistral pieza bajo la manga. Uno de los artistas que se quedó más deslumbrado con esta obra fue Salvador Dalí. Según Sierra, "cuando le preguntaron que por qué dedicaba tanto tiempo a contemplarla, más allá del laberinto de personajes y de acciones, respondía que porque El Bosco le había profetizado a él". En la tabla de la izquierda, la dedicada al paraíso, se puede adivinar el perfil del surrealista en la roca que se sitúa a la derecha del lago. "Ya lo veréis siempre en ese lugar", comenta el turolense entre risas y añade que "no importa que sea Salvador Dalí o no, evidentemente hay que tomarlo con mucha perspectiva. Lo importante es que el artista creía que estaba ahí representado y, si os paráis un momento a pensarlo, su desarrollo pictórico debe muchísimo a El Bosco".
En esta sala también está el Tríptico del carro de heno, probablemente el último cuadro que pintó El Bosco. Una obra que representa a la humanidad arrastrada por el pecado. "Lo interesante", apunta Sierra con el índice, "es que en la parte inferior hay un pez con piernas humanas, un hombre pez". Una figura -dios o maestro instructor- que aparecía en algunas culturas del Mundo Antiguo como la sumeria. Salía del Tigris todas las mañanas para enseñarles a mirar las estrellas y utilizarlas como calendario, también a arar la tierra y a domesticar animales. "Lo curioso es que tuvimos conocimiento de esto a partir del siglo XIX, cuando se encontró la biblioteca de Asurbanipal en Nínive. En el año 1500, cuando El Bosco pinta esto, nadie sabía nada", detalla.
Todo empieza en Altamira
"¿De dónde se ha sacado usted todas estas historias?", se pregunta Sierra antes de continuar con la visita. Otro punto especialmente importante de El plan maestro, además de la segunda visión, es "la mirada del niño". Algo con lo que todos hemos nacido, pero hemos perdido conforme el tiempo ha hecho de las suyas. "En el desarrollo cerebral humano se produce algo que se llama poda sináptica, las neuronas se van fosilizando a medida que cumplimos años y nuestra capacidad de relacionar símbolos también se va limitando", matiza el escritor.
No se trata de una cuestión puramente biológica. También tiene un componente cultural y educativo. Por ello, "los niños son capaces de ver una nube y distinguir de la cara un animal". Tan sorprendentes son los resultados de "esa mirada" que se "ha instrumentalizado en el estudio de las cuevas rupestres". De hecho, así arranca la trama de El plan maestro. Con un viaje de los cuatro miembros de la familia Sierra a la cueva de Hornos de la Peña, en Cantabria. "Sabiendo que mis hijos estaban a punto de sufrir la poda sináptica e iban a cambiar la percepción, me llevé a los niños a las cuevas de Altamira para saber qué veían", rememora. El resultado de este "experimento" dejó impactados a padres y guías turísticos, porque los pequeños empezaron a conectar sombras, trazos apenas visibles o raspaduras de la pared.
Mientras cuenta la anécdota, el grupo de periodistas llega a la sala 49. Allí para en la Sagrada Familia, llamada La Perla, de Rafael. De recordar el segundo libro al lugar en el que empezó todo y se topó, por primera vez, con Luis Fovel. Delante de la pieza, el maestro explicó a Sierra que el Niño Jesús no mira a la Virgen ni a ninguno de los personajes del cuadro, "sino que pierde su mirada más allá del marco". A su juicio, se trata de "una intención divina, porque está viendo lo sobrenatural". Además, recuerda que durante la confección de El plan maestro se dio cuenta de algo que no había visto antes. En una esquina, donde habitualmente firman los artistas, hay un tronco que Rafael pintó reseco y esculpió una inicial: una F, "como mi personaje imaginario, Fovel".
Lectores y Alberto Chicote en busca de Fovel
Dejando atrás Los fusilamientos y Fernando VII en un campamento, llega el turno de Goya y sus Pinturas negras. Entre Saturno, Duelo a garrotazos y Una manola: Leocalia Zorrilla, Sierra se detiene en Perro semihundido, justo al final. Allí contó que no han sido pocas las personas que le han escrito diciendo conocer la identidad del misterioso Fovel. Uno de ellos, ni más ni menos que el renombrado chef Alberto Chicote. Además, recordó la historia de Luis, un lector que cuando tenía seis años se despistó y se quedó encerrado en el Prado. Escondido, lo único que podía ver era al can que protagoniza este el cuadro. “Según dice él, giró el cuello” y le miró.
Con el recorrido llegando a su fin, el escritor hace una breve parada delante de una obra -que puede pasar desapercibida durante un día normal- de Vicente López Portaña. "He querido hacerlo deliberadamente, porque escribir sobre los cuadros tópicos del Museo, como Las Meninas y La rendición de Breda, es sencillo", pero no lo es tanto si el protagonista se trata de una figura prácticamente desconocida. López Portaña imprimió "su magia" -al tiempo que nacía la fotografía- al retrato del aposentador real Luis Veldrof, quien muestra al visitante una llave. No es casual. Veldrof será imprescindible para resolver el gran enigma de El plan maestro.
La última obra, de una ruta que pide no terminar, atiende a los orígenes del escritor con la imponente pieza Los amantes de Teruel. Más allá de lo que muestra Antonio Muñoz Degrain, su principal interés radica en "el drama de la muerte" y en "la preocupación por llegar a la frontera entre lo conocido y lo desconocido". Una puerta siempre pendiente de abrirse a través de una llave que se llama "percepción". Según Sierra, "se puede estimular" en diferentes circunstancias. Los antiguos chamanes hacían uso de drogas naturales para tener visiones. Y, en la actualidad, se puede activar "con lecturas y con estudio". A esto invita el escritor "a través de las páginas del libro". A dejar de ver el arte con la fugacidad propia de los espectadores del siglo XXI. Y también a esperar, con paciencia, a que la obra salga del lienzo para enseñarnos algo que antes era imperceptible.
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