El mayor espectáculo del mundo
La exigua cartelera de esta semana me permite hoy volver a una película que, por lo que uno escucha entre sus amigos y alguna otra opinión recogida, ha gustado mucho. Me refiero a Agua para elefantes que tiene, entre otros contenidos que puedan atraer al espectador, ese regusto dramático de las más intensas historias que el cine consigue recrear una y otra vez:: la rivalidad sentimental, el triángulo amoroso. Y como fondo de todo ello el fabuloso ambiente del circo. Fue el llamado "mayor espectáculo del mundo", y para mí lo es, con las nuevas perspectivas que le han brindado multitud de innovaciones y atractivos que algunos artífices circenses han proporcionado a sus creaciones. El circo ha tenido de antiguo una repercusión notable en el siempre fascinante ámbito de la cinematografía.
Recordemos la remota referencia de El circo (1928), de Charles Chaplin 'Charlot', esa irrepetible personalidad del cine que poseía, entre tantos valores artísticos, la virtud asombrosa del payaso y la capacidad de agudizar su sentido crítico, sagaz, ocurrente y genial. Un recuerdo entre siniestro y sorprendente nos lleva inevitablemente a La parada de los monstruos (1932), de Tod Browning, ese microcosmos de seres deformes, contrahechos, desfigurados por sus defectos físicos, por la monstruosidad de sus anatomías, que suponían entre los fenómenos que el circo también ha explotado, un penoso rechazo de sus propios compañeros.
No podríamos olvidar a los extraordinarios Hermanos Marx y su película Una tarde en el circo (1939), impagable pieza de su acervo absolutamente original, divertido y desternillante, con su ingeniosa facultad iconoclasta para arremeter burlescamente con cualquier género. Pero sin duda en esta especialidad tan genuina, uno de los títulos más recordados es El mayor espectáculo del mundo (1952), esa proclamación imprescindible en quien anunciaba las actuaciones y que tuvo en esta película de Cecil B. de Mille, tan dado a las más grandiosas puestas en escena del cine, la muestra más llamativa y fantástica, con todos los elementos dramáticos a flor de piel, que se puedan ofrecer en imágenes.
Otra visión, entre grotesca y genial, producto de un mundo muy personal, imaginativamente trasladado al cine, fue La Strada (1954), de Federico Fellini. Una imagen patética, urbana y despiadada del circo en su más mínima expresión, pero de un relieve social, humano y a la vez neorrealista, de una evidencia circense que divierte y a la vez conmueve. Como conmovió a los espectadores de su tiempo Trapecio (1956), de Carol Reed. Quizás la más parecida a Agua para elefantes, que ahora tenemos en cartel. Con una rivalidad artística y sentimental que compartían tres estrellas fulgurantes de aquel tiempo: Burt Lancaster, Tony Curtis y Gina Lollobrígida, que en otra película pasaría por ser "la donna più bella del mondo".
Podríamos evocar también Big fish (2003), en la que el mundo personal de Tim Burton cobra nuevo color y carácter en una hábil adaptación de la famosa novela de Daniel Wallace. Una de las últimas, también de impresionante factura y discutible intención, ha sido "Balada triste de trompeta" (2010) una metáfora entre el cuadro grotesco, cruel del ámbito circense y la guerra civil, que ni el público ni la crítica acogieron como en principio se esperaba. "Agua para elefantes" ahora agrada a un público siempre motivado por el mundo del espectáculo y el trasfondo dramático que puede suscitar, como en la ópera de Donizetti, "una furtiva lágrima".
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