El origen del mundo

ARTE por María Pérez Mateo

La artista luxemburguesa Deborah de Robertis recrea con su propio cuerpo el famoso cuadro de Courbet en el Museo de Orsay Invitación a reflexionar sobre el arte y la vida

Deborah de Robertis reinterpreta la obra de Gustave Courbet 'El origen del mundo' en el Museo de Orsay.

14 de junio 2014 - 05:00

El origen del mundo está ligado al origen del arte. Cuanto más natural se plasma el objeto del deseo interpretativo, más nos engaña la vista. Pura perversidad humana. Desde el magdaleniense superior, representar el origen de la vida, del mundo, es dar gracias a las fuerzas celestes. Fuerzas por potencia, celestes por divina. Esas representaciones pueden ser natural, sobrenatural, realista, romántica, ingenua, poderosa, divina, abstracta, medida, equilibrada, barata, pobre, kitsch, bruta, desinhibida, latente, enfocada, lateral, descriptiva, behaviorista, esquemática, pudorosa, trémula o radiante. Pueden ser como queramos que sean. Pero siempre es vida. La vida. La verdad.

El sexo femenino es misterio. Su emplazamiento oculto invita e incita al descubrimiento. Al desafío. A la representación. Al culto. Es tan natural, tan hermoso, que enseñarlo, por ser origen del mundo, requiere cobardía. Cobardía de quien mira, no de quien enseña. Desde los cantos rodados, donde una ligera traza en forma de M nos indica que ahí se describe el origen de la vida, hasta la más burda y barata imagen de sexo en internet, alejada del arte y no tan alejada del sentido de la vida, el sexo femenino, desde perspectivas compositivas, morales, culturales y estilísticas distintas, ha despertado persistentemente el apetito del arte y la gula del espectador.

Hace unos días, las perversas redes sociales se han alimentado, tal Saturno, de visitas a páginas donde se proyecta la instalación de la artista luxemburguesa Deborah de Robertis. Novedad, cero. Arte, el que le queramos motejar o denominar. Cualificación, reproducir bajo distinto formato un tipo de interpretación que pudiera ser género. Nunca degenerado.

Escándalo, que diría mi admirado Raphael, es lo que hace falta para que el anónimo sea conocido. Reconocido es otra cuestión. La señora De Robertis, en una performance nada original, harto estamos de verlo como hartos estamos de que impacte como bomba de racimo, recreó hace unos días a través de su propio cuerpo el más que exhibicionista El origen del mundo, de Gustave Courbet. Ella lo ha designado Espejo del origen. Lo reveló abriéndose con los dedos en canal los labios de la caverna, como el buey de Rembrandt, yendo más allá que Courbet, maniatado por la maraña selvática de un sexo en flor y en espera. Eso sí, para darle un toque emocional y templado, el espejo de De Robertis se cubre con el Ave María de Schubert. María, origen de la vida. Todo es sexo. Todo es vida.

Empecemos por el original al óleo. Hubo precedentes, sexo sin sexo pero con mucho seso. Desde Wilemdorf a Ingres, desde Deveria a Belloc. Courbet pintó esta obra en 1866, en pleno despegue de la democrática fotografía. Su vida, la del cuadro, ha sido azarosa, obscura y viajera. Entre sus propietarios temerosos y pajilleros, Jacques Lacan, que en vez de filosofar con ella públicamente también gustó de ocultarla y tergiversarla entre pinturas, vicio tan antiguo como monárquico y burgués. El pueblo tenía que conformarse con menos teatralización y ocultamiento. Tras la muerte de Lacan, el Estado francés, siempre tan exquisito con los impuestos, decidió depositarlo en el Museo de Orsay junto a otras obras del genial pintor realista.

La vida es así, y los hombres, también. Quién se puede avergonzar del cuadro. Las mentes retrógradas no han visto en las potencias de Cristo ninguna maldad, y menos en los pechos desnudos de María. Ahora bien, la Venus del espejo, de Velázquez, exaltación cumbre de la belleza, o este explícito sexo abierto y cerrado que nos lleva en su realismo a la abstracción más esquemática de los primitivos, nos apresura a la condena. Qué pena obviar lo que tenemos. Qué pena penar la belleza. Qué mierda reconocer la mentira. La violencia. La vida asesinada.

Ahora, como si fuera una interpretación conceptual, donde la idea es más importante que el objeto o su representación artística, describimos la puesta en escena de De Robertis en el Museo de Orsay. La artista, envuelta en un ajustado traje dorado brillante, se sienta justo en frente del conocido cuadro. Se levanta, no sin esfuerzo, pero con una parsimonia estoica, su reducido ropaje. Se sienta en el suelo y enseña al espectador un aparato genital femenino retocado en coiffure que compite con el de la diosa de andar por casa (es popular, no goza de privilegios aristocráticos como en el renacimiento, barroco o rococó) de Courbet.

Obviamente, para ser arte ante público, un ayudante de artista capta los minutos de demostración sexual totémica en vídeo, mientras los bedeles del impresionista museo parisino la disuaden y una cohorte de clac más que remunerada en amistad u osadía epatante la aplaude con el sonido de la elegancia operística que esta ciudad lubricada por el Sena manifiesta y eterniza como ninguna.

Lo de De Robertis no es nuevo, ni entre los/las performances o videoinstalacionistas más exhibicionistas corporales. Lo de De Robertis es arte del momento desde el eco sin límites de los medias. Lo de De Robertis es recreación. La creación queda para Courbet, maestro del realismo. Maestro del color y de la ruptura con la perspectiva renacentista. Su origen del mundo es la prueba que la verdad no tiene misterio. Y la verdad no se oculta. Se muestra. Gocémosla.

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