Ver más allá
La editorial Atalanta publica la obra cumbre de Jacob Böhme
La ficha
'Mysterium magnum'. Jacob Böhme. Trad. Francisco M. Albarracín. Atalanta. 968 páginas. 59 euros.
El mejor acceso del que disponíamos hasta la fecha a las especulaciones (no sé si decir filosóficas) de Böhme era el libro epónimo de Isidoro Reguera (Jacob Böhme, Siruela, 2003, reedición de su Objetos de melancolía, de 1985), que, fiel al místico alemán, prologa y vigila la esmerada edición de esta su obra cumbre que aparece ahora en Atalanta, Mysterium Magnum. La escasez de bibliografía en castellano de o sobre Böhme se explica, creo yo, por el contexto cultural: aparte editoriales de corte marginal interesadas en el ocultismo, nadie consideró de valor ofrecer al gran público las revelaciones de un zapatero protestante que veía a Dios en las cacerolas (es literal, como explico abajo) y que elaboró un complejo sistema teosófico donde todo, el despliegue cósmico, la rotura de la nuez que se convierte en árbol, el grito de la parturienta, el terremoto, la tormenta y la redención espiritual, reproducen el acto metafísico original por el que el Padre engendró al Hijo, que es también Su Deseo, Su Palabra y Su Corazón. Como tantas otras veces, ha sido el sello de los inefables Inka Martí y Jacobo Siruela el encargado de salvarnos de esta indigencia.
Como supongo que el nombre de Böhme resultará poco familiar a la mayoría de lectores no iniciados en este tipo de cosas, ensayo una breve semblanza. La existencia externa de uno de los mayores sabios que ha dado Alemania (la exageración pertenece a Schelling y Schopenhauer) resulta deslucida y más bien banal: nacido en el último cuarto del siglo XVI en una familia de campesinos luteranos junto a la frontera de Bohemia y Polonia, Jacob Böhme abrazó la profesión de la zapatería a la edad de veinticuatro años, y dedicó sus horas restantes a las suelas y cueros mientras sostenía a la proba familia cristiana que le había dado el Señor. Nada remarcable de no ser porque ese mismo Señor iba a hacerle beneficiario de una gracia especial: la de permitirle comprender el Universo de la entera creación, incluyendo cielo e infierno, más los misterios insondables que oculta en su sombra. En el año de 1600 de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo (cuenta él mismo es el capítulo 19 de su inclasificable Aurora), mientras se encontraba sentado en su taller, un rayo de sol de la tarde rebotó por descuido en la superficie convexa de un peltre y le golpeó con la contundencia de un martillo: de pronto comprendió que aquel punto de luz era el "centro de la naturaleza", que Dios le hablaba desde las herramientas triviales de su zaguán, que Dios le aguardaba también al otro lado del dintel, en cada cuarto y criatura, y que no había grano de materia, incluidas la bosta y las patitas del piojo, que no fueran residencia de Su Sagrada Presencia.
La primicia le condujo desde entonces, a la vez que tensaba pieles sobre la horma, a elaborar torrentosos ensayos de cientos de páginas donde describía su visión y la certeza a que le había dado acceso; en ellos, bebiendo de Paracelso y las almas perfectísimas de Sebastian Franck y Valentin Weigel, anunciaba que Dios decidía revelarse a quien quisiera atenderle mediante tres series de jeroglíficos cuyos signos no tenían más remedio que guardar coherencia entre sí: la Biblia, la naturaleza, el corazón humano. Así, interpretando la influencia de los astros a la luz de las alegorías del libro del Génesis y estas según los pensamientos o elucubraciones que trae la madrugada, Böhme arribó a la conclusión de que Dios, que es todo y se manifiesta en todas partes, interviene en la materia a través de siete cualidades o fuerzas, a saber, lo seco, lo dulce, lo amargo, el agua, el fuego, el sonido y el cuerpo. Dichas semillas, combinadas unas con otras hasta componer toda la variedad de elementos visibles e invisibles (también el orbe de los ángeles, tanto los beneficiosos como los juramentados con Lucifer), experimentan diversas variaciones cuando (nos cuentan sus Tres Principios del Ser Divino, de 1618) se someten a esos tres aspectos multiformes de la Trinidad que son azufre, mercurio y sal. Después de sufrir anatema por parte de las autoridades de Görlitz y de defender su causa ante los príncipes luteranos en Dresde, siguió desarrollando su obra por caminos similares hasta su gran compendio final, este Mysterium Magnum que data de 1623, un año antes de su muerte.
Confusa y deslumbrante amalgama de alquimia, astrología, paracelsismo, cristología, metafísica, poesía, que se encuentra a veces próxima a Hegel y otras a la incoherencia del niño o del alienado, Mysterium Magnum, como cualquier escrito de su autor, se deja leer por lo formidable de sus imágenes y la espléndida imaginación de una mente que comprendió que vivimos rodeados de símbolos y que no existe nada en nosotros, incluso los anodinos trastos de la cocina, que no constituya un recordatorio o una advertencia. El solo placer de recorrer sus metáforas selváticas, complicadas hasta lo impenetrable (capítulo I: “lo surgido se llama el deseo de la divinidad, o la sabiduría eterna, que es el eterno estado originario de todas las fuerzas, colores y virtudes, por los cuales el espíritu trino en este deseo se torna apetente de la fuerza, los colores y las virtudes”) hace de este libro, igual de hermoso, lejano y esotérico que la Divina Comedia (otra revelación) una excursión más que recomendable. En un mundo en que la materia ha sido desposeída de todo carisma y la única divinidad atendible titila en las pantallas de plasma, es justo y necesario volverse más allá, a quien ve más allá y sigue las pistas de lo otro en el barro.
También te puede interesar