Vida de monstruo

Hay un monstruo en el lago | CRÍTICA

En su primera tentativa en el ensayo, Laura Fernández parte de la criatura del Lago Ness para brindar un saludo a todo lo raro del mundo

La escritora Laura Fernández (Terrassa, 1981). / Juan Carlos Vázquez
Luis Manuel Ruiz

27 de octubre 2024 - 06:31

La ficha

'Hay un monstruo en el lago'. Laura Fernández. Debate, 2024. 120 páginas. 11,30 euros

Hasta ahora, conocíamos a Laura Fernández (Tarrasa, 1981) por sus originalísimas ficciones, a medias novela posmoderna y serie de televisión, en torno a parques temáticos, escritores desorientados, alienígenas, madres que buscan hijos, hijas que buscan padres, y un mundo de papel y plástico que es y no es el que acostumbramos a encontrarnos cuando nos asomamos al canal de noticias. En títulos como Bienvenidos a Welcome (2008 y de nuevo en 2019), Connerland (2017), o su mayor éxito hasta la fecha, La señora Potter no es exactamente Santa Claus (2021), Fernández ha ido perfilando su particular universo, sustentado tanto sobre elementos icónicos de la cultura de masas como en un lenguaje propio, marca de la casa, sembrado de mayúsculas, cursivas y paréntesis, con expletivos y subordinadas que desembocan a las doce líneas, y donde algo parecido a la ciencia ficción, o lo que ella entiende por tal, se encuentra con la crónica de sucesos, el relato costumbrista y, también, la novela de caracteres. Por cierto que dicho estilo, que con razón impacienta a algunos, es quizá lo más característico dentro de una obra ya llamativa por su idiosincrasia: he dicho alguna vez por ahí que basta con leer el primer párrafo para comprobar que nos hallamos ante un libro, cualquier libro, de Laura Fernández.  

En su primera tentativa en el género del ensayo, Hay un monstruo en el lago, ha elegido un tema que no cogerá en absoluto de nuevas a quien ya la conoce: monstruos, mitos, infancia, cultura pop, lo fantástico. Todos estos ingredientes, y otros muchos que sería oneroso mencionar y que, dice ella, le estampan la cabeza como los personajes a cuatricromía de una página de cómic, ocupan sobradamente las novelas que he enumerado más arriba, y constituyen, como si dijéramos, las coordenadas en que encuadrar su visión del mundo. Nada sorprendente, entonces, que recurra de nuevo a ellos para, con la prosa que le es habitual, explicitar a sus lectores en qué consiste exactamente dicha visión, y que, al hacerlo, revele su condición de narradora nata amparándose en la mitología. Porque, ciertamente, Hay un monstruo en el lago es ensayo, pero también y ante todo una historia, o varias: la del monstruo que reside famosamente en el remoto lago de Escocia, la de quienes descubrieron o recrearon su existencia, la de quienes lo buscan, lo persiguen, lo añoran, la de quienes lo usan como excusa para desplazarse por otro tipo de aguas, huyendo de otra raza de monstruos.  

En rigor, lo de Fernández es más miscelánea que un ejercicio de género preciso: ensayo, sí, a la vez que reportaje periodístico, autobiografía, historia de la criptozoología, anatomía del bulo, teoría de la literatura. Tal vez, y ese es el principal valor que seguramente tenga en el conjunto de la producción de la autora, debajo de su confusa indagación en torno al monstruo del lago Ness, cuyo primer avistamiento data de los años 30 del siglo pasado, y de las circunstancias vitales de los principales Nessie hunters o buscadores de instantáneas (el cazador cazado Duke Wetherell, el erudito triste Tim Dinsdale, el depredador de jovencitas Frank Searle), más allá de su denuncia de la irrealidad del mundo en un tiempo en que las noticias se fabrican desde los platós de televisión y los teletipos de las agencias, el libro constituye lo más parecido a una poética o un manifiesto de cuanto ha llegado a publicar hasta la fecha. Porque en su defensa apasionada de la soledad del monstruo, que no se revela con claridad a los hombres porque ni siquiera sabe que existen, en su exaltación de la vida de monstruo, de la otredad, de la diferencia radical, del rechazo a la mediocridad de los porcentajes y las mayorías, se contiene todo un postulado metafísico: las cosas no son realmente lo que quieren hacernos creer, las cosas no son los noticiarios, ni la publicidad, ni mucho menos lo que afirman mostradores ni estrados; hay que recuperar las cosas, cada uno es responsable de recuperar su realidad, de darle sentido, de llenarla de contenido más allá de las vacías monedas de cambio con que la ha llenado el turbocapitalismo. El librito de Fernández se convierte, así, a través de la vindicación del género marginal y extraño por excelencia, el fantástico, en un saludo a todo lo raro del mundo, a todos los raros del mundo, en cuanto sólo ellos poseen el talento, todavía, de buscar lo auténtico en lo que los medios de masas trillan a diario y el verdadero prodigio en la foto trucada. Ante lo cual no queda sino acordarse de aquella aristócrata del siglo XVIII que declaró muy solemne y certeramente que no creía en los fantasmas pero le daban mucho miedo; pues con los monstruos, igual pero a la inversa: sí que les creemos, pero no es miedo lo que nos inspiran.  

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