Opinión
Carlos Navarro Antolín
El Rey brilla al defender lo obvio
Visto y Oído
Al cabo de dos años Netflix ha estrenado la continuación, la segunda temporada de La emperatriz, retrato con trazos como de inteligencia artificial sobre la corte austro-húngara de Francisco José y Sissí, Isabel, alejada de los miriñaques preciosistas de las películas de Romy Schneider. Una ficción decimonónica sobre los decadentes Habsburgo absolutistas en el endemoniado mosaico de nacionalidades a punto de desencadenar una sarta de conflictos y que describe la casa de locos y ambiciones que era aquella corte vienesa.
En los seis nuevos capítulos se narra la vida de una consorte ya instalada en su rol de palacio, dispuesta a sacrificarse por dar un heredero y con la suegra como gran malvada entre los hilos cortesanos. Devrim Lingnau es esta joven Isabel que va pareciéndose más a las fotos de la época, de una aristócrata de adolescencia campesina que ha de adaptarse a los rigores, corsés y observaciones del palacio. Una línea continuista a lo que ya vimos en el arranque y que pivota en momentos cruciales de la pareja imperial (al emperador, a cargo de Philip Froissant, le falta verosimilitud) para ir avanzando en la historia que reflejan las enciclopedias. Ante la biografía de los protagonistas se necesitarían a este paso una decena larga de temporadas.
De nuevo, si se compara con The Crown, se echa de menos esa temática envolvente que tenían los grandes episodios historicistas sobre Isabel II. A La emperatriz le falta ahondar en la psicología y en los subtextos, lo que no era de todas formas ambición de la producción germana. Podría dar más cabida aún a tramas secundarias, para aproximarnos mejor a ese polvorín étnico y de idiomas que era ese atolladero centroeuropeo entre decenios de industrialización y revoluciones. La bávara Isabel es más apasionante que las postales y es el formato que todavía no quiere desligarse del todo la serie de Netflix, que deambula con más facilidad por el relato lineal de telenovela cara.
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