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Uno. Ordóñez era un tipo que llamaba al pan pan y al vino, vino. Sin medias tintas ni concesiones a la prudencia, que suele ser el disfraz detrás del que se esconden los políticos cobardes. En aquellos tiempos en que hasta las concentraciones contra los crímenes etarras debían hacerse en silencio, el desprecio con el que Ordóñez se dirigía a ETA y la izquierda abertzale era una anomalía que la banda terrorista tenía que corregir. Y lo hizo, claro, de la manera habitual.
DOS. El atentado contra Gregorio Ordóñez dejó sin argumentos a quienes aseguraban después de cada crimen que la violencia era estéril. Los Jáureguis, Landáburus y demás tontos útiles del nacionalismo totalitario. La muerte de Goyo fue rentabilísima para sus enemigos que, con la desaparición de un rival peligroso, vieron despejado el camino del poder. Treinta años después, uno casi se alegra de que la muerte le ahorrase la humillación de ver al gobierno de su país postrado ahora ante sus asesinos.
TRES. Celebró el funeral el obispo Setién, con quien el periodista Ordóñez se había estrenado como entrevistador. La cosa duró un minuto: le preguntó si creía en Dios y el prelado le señaló la puerta. Setién, que siempre se movió entre la ambigüedad y la apología del terrorismo, estuvo en las exequias del político “falto de calor”, en palabras del socialista Jáuregui.
CUATRO. Ordóñez era, en el momento de su asesinato, teniente de alcalde del Ayuntamiento de San Sebastián y, según todas las encuestas, habría arrasado en las siguientes municipales, pero el consistorio tardó veinticinco años en colocar una placa junto al restaurante de la Parte Vieja en el que le pegaron un tiro en la cabeza. El concejal tenía un reconocimiento tardío y, además, diluido entre otros destinados a víctimas del GAL, el Batallón Vasco Español y los abusos policiales.
CINCO. Sus asesinos están ganando el relato porque el gobierno de Sánchez ya no puede lavar más blanco. También para sus compañeros de partido, en algún momento, el cadáver de Goyo fue un estorbo, un fantasma del pasado. ¿Quién queda entonces? Queda su viuda, que crió sin odio a un hijo extraordinario. Y su hermana Consuelo siempre en primera línea de la batalla contra el olvido. Y quedamos los ciudadanos agradecidos que seguiremos celebrando, frente a los cínicos y los arribistas, a un político honrado y valiente que entregó su vida por nuestra libertad.
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