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Bastaron noventa segundos para que semanas de diplomacia tortuosa se disolvieran como un azucarillo en un vaso de leche. La paliza –la cosa empezó con el troleo al presidente ucraniano por su indumentaria– que Trump y Vance propinaron el viernes en el Despacho Oval a Zelensky dejó al descubierto el estilo camorrista y pendenciero del baranda norteamericano y de la cuadrilla magufa que lo secunda.
Trump está envalentonado y tiene una prioridad en este su mandato definitivo: reorientar y compatibilizar la política exterior estadounidense con su agenda “USA first” (la izquierda europea no debería quejarse: hace décadas que exige a los yanquis el repliegue interno).
El ¿inesperado? estallido fue el intercambio de palabras público más acalorado entre líderes mundiales que se recuerde –al menos, que yo recuerde–; el habitual trabajo diplomático – no sólo el de los representantes de USA y Ucrania, sino también el desplegado por Stramer y Macron- se deslizó en cuestión de minuto y medio hacia el sumidero de los gritos, las acusaciones mutuas y las miradas insidiosas. El encontronazo entre Trump y Zelensky pudo herir de muerte la relación entre sus respectivos países y la capacidad de Kiev para defenderse con garantías en la guerra contra Rusia.
Zelensky había llegado a la Casa Blanca aparentemente entregado. Iba a firmar la muerte de Manolete. Sólo pedía garantías: se fía de Putin lo mismo que Kasparov o el difunto Litvinenko. Pero Trump restó importancia a las promesas diplomáticas incumplidas por el zar chequista en el pasado, afirmando que ocurrieron bajo presidentes diferentes: nunca había violado un compromiso con él.
Me he chupado los cuarenta y nueve minutos del encuentro televisado y creo no equivocarme si afirmo que durante la primera media hora fue bastante cordial: Trump y Zelensky se dedicaron palabras amables –incluso corteses– y se mostraron cercanos. El presidente americano llegó a insinuar que seguiría prestando asistencia militar a Ucrania hasta que pudiera lograr una paz duradera con Rusia. Y, de repente, todo se jodió: “O llegas a un acuerdo o nos vamos”. Con ese ultimátum, Trump evidenciaba su intención de dictar –¿cómo se llama el que dicta?– un final rápido a la guerra o dejar que el aliado de larga data continúe la lucha sin su necesario respaldo. El ucraniano no transigió y los matones del boss lo pusieron de patitas en la calle. El mundo, desde el viernes, es un lugar todavía más peligroso.
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